Guerra y paz (59 page)

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Authors: Lev Tolstói

Tags: #Clásico, Histórico, Relato

BOOK: Guerra y paz
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En el momento en que pasaba el batallón de Apsheron la singular figura de un pequeño general que involuntariamente sorprendía por su agilidad y presunción, sin capote, vestido con uniforme y condecoraciones y un sombrero de ala ladeado con un enorme penacho hizo avanzar a su caballo hacia delante y saludando marcialmente, lo detuvo frente al emperador. Bolkonski no pudo reconocer al instante en ese belicoso general de ojos brillantes y el rostro vuelto hacia arriba al mismo Milodarowicz que había tratado de tan buena fe no dormirse en el consejo de guerra que había tenido lugar la tarde de la víspera.

—¡Vaya con Dios, general! —le dijo el emperador.

—Su Excelencia, haremos todo lo posible —respondió él alegre, sin vacilación y solemnemente aunque sin dejar por ello de provocar una sonrisa burlona en los miembros del séquito del emperador por su mal francés. Milodarowicz hizo girar bruscamente a su caballo y se puso un poco por detrás del zar.

Los soldados del regimiento de Apsheron, animados por el ruido de los disparos y por la presencia del emperador, pasaron por delante del mando con paso vivo y marcial.

—¡Muchachos! —gritó con voz fuerte, segura y alegre Milodarowicz, que estaba hasta tal punto animado por el ruido de los disparos, el ansia de batalla y ante la vista de los jóvenes del batallón que eran ya sus compañeros en época de Suvórov en la campaña de Italia, que incluso se olvidó de la presencia del emperador—. ¡Muchachos! No es la primera vez que tomáis una aldea —gritó él y espoleando el caballo precipitadamente y saludando de nuevo al emperador, siguió cabalgando hacia delante.

El caballo del emperador hacía extraños a causa de la impaciencia. (Era el mismo caballo que montara ya en las revistas en Rusia y ahora en el campo de Austerlitz llevando a su jinete, soportando los distraídos golpes de su pie izquierdo, levantaba las orejas al oír el ruido de los disparos exactamente igual que lo había hecho en el Campo de Marte, sin entender el significado de los disparos que escuchaba ni la cercanía del negro potro del emperador Francisco ni nada de lo que hablaba, pensaba, y sentía ese día aquel que le montaba.)

El emperador sonrió aprobatoriamente tanto al inadecuado y marcial proceder de Milodarowicz como a lo que hacía uno de los soldados del batallón de Apsheron que iba en el flanco. Este soldado al escuchar el grito del general se estremeció y quiso él mismo gritar: «a sus órdenes», pero después reflexionó, desistió de su empeño y guiñó marcialmente a Milodarowicz que se alejaba cabalgando. Fue la última vez que Bolkonski vio al emperador con esta sonrisa en el rostro.

Kutúzov, acompañado de sus ayudantes de campo, siguió al paso tras los carabineros.

Kutúzov recorrió media versta tras la columna y se detuvo ante Pratzen frente a una solitaria casa abandonada (que seguramente había sido una taberna), en el cruce de dos caminos. Los dos caminos descendían por la montaña. Aunque de la niebla ya solo quedaban jirones sobre la cañada y el sol como deslumbrantes lenguas de luz se vertía sobre los campos, los bosques y las colinas, aún no se podía ver al enemigo y las tropas y el mando avanzaban sin apresurarse, aún aguardando el choque. Kutúzov condujo parte del regimiento de Nóvgorod por el camino de la izquierda y una parte más pequeña del batallón de Apsheron por la derecha. Se puso a conversar con un general austríaco.

El príncipe Andréi que se encontraba algo por detrás observaba a los generales rusos y austríacos que se encontraban cerca de él, y a los ayudantes de campo. Ninguno de ellos tenía un aspecto natural y él los conocía a todos, todos por igual trataban de adoptar un aspecto perspicaz, marcial o despreocupado, pero no resultaba natural. Uno de los ayudantes tenía un catalejo y miraba por él.

—Miren, miren —dijo él—. Son los franceses.

Dos o tres generales y ayudantes de campo tomaron el catalejo quitándoselo los unos a los otros y todos los rostros cambiaron de pronto y adoptaron una expresión completamente natural. En todos ellos se reflejó el miedo y la perplejidad. El príncipe Andréi como reflejado en un espejo vio en sus rostros lo que sucedía más adelante.

—Es el enemigo... no. Sí, mire. Son ellos. Está claro. Pero ¿qué es esto? —se escuchaba.

Kutúzov miró por el catalejo y se acercó al general austríaco.

El príncipe Andréi miró adelante y a simple vista vio más abajo a la derecha a los franceses que iban al encuentro de la columna de Apsheron a una distancia no mayor de ochocientos pasos de él. La batería que iba al frente alistó armas, abrió fuego, se escuchó una intensa descarga de los fusiles y por un momento todo se cubrió por el humo.

El recuerdo del brillante ataque de Schengraben surgió vivamente en la mente del príncipe Andréi. Del mismo modo marchaban ahora las tropas francesas con sus capotes y zapatos azules y del mismo modo se dirigían a su encuentro entonces los granaderos de Kíev, así venían ahora los franceses, solo que iban por los señores de Nóvgorod y los gallardos jóvenes de Apsheron. Al príncipe Andréi no le entraba en la cabeza que el resultado de ese ataque pudiera ser distinto que el que había presenciado en Schengraben y esperaba con seguridad la primera salva de los franceses, después «hurra» y la fuga de los franceses y nuestra persecución. Pero todo estaba oculto por el humo, los disparos se fundían en un solo sonido y no se podía divisar nada. Cerca de la taberna corrían hacia delante soldados rusos de infantería. Esto no duró más de dos minutos. Pero resultó que el ruido de las descargas comenzó a acercarse en lugar de alejarse y al límite de su asombro el príncipe Andréi sintió que Kutúzov hacía un gesto de desesperación. Un soldado herido pasó corriendo con un grito de dolor al lado de la taberna, luego un segundo, un tercero y una multitud de soldados y oficiales corrieron tras ellos apartando bruscamente del camino a Kutúzov y a su séquito. Una mezcla de rusos y austríacos acrecentando la multitud corrían hacia atrás hacia el lugar en el que cinco minutos antes habían desfilado delante del emperador. Bolkonski miraba sin dar crédito y sin fuerzas para comprender lo que estaba sucediendo ante sus ojos.

Buscaba con los ojos el rostro de Kutúzov para obtener de él la aclaración de lo que estaba sucediendo. Pero Kutúzov, reculando hacia el sitio en el que se encontraba Bolkonski, le decía algo rápidamente, con gestos, al general que se encontraba cerca de él. Nesvitski, que había sido enviado adelante con el rostro rabioso y colorado, tan distinto a sí mismo, gritaba que las tropas huían y le rogaba a Kutúzov que retrocediera, afirmando que si no le hacía caso sería hecho prisionero por los franceses, que ya se encontraban a doscientos pasos de ellos. Kutúzov no le respondía y Nesvitski, con un aspecto de rabia tal que el príncipe Andréi jamás había visto ni habría podido imaginarse en él, se dirigió a él:

—No lo entiendo —gritaba—, todos huyen, hay que marcharse, nos matarán a todos o nos masacrarán como a ovejas.

El príncipe Andréi, apenas conteniendo el temblor de su mandíbula inferior, se acercó a Kutúzov.

—Deténgalos —gritaba el comandante en jefe, señalando a un oficial del regimiento de Apsheron que habiendo recogido el abrigo pasó al trote por su lado con la multitud que cada vez era más numerosa—. ¿Qué es esto? ¿Qué es esto?

El príncipe Andréi salió al galope tras el oficial y alcanzándole le gritó:

—¿Acaso no oye, señor mío, que el comandante en jefe le ordena que vuelva?

—Ah, si eres tan listo anda tú mismo —dijo groseramente el oficial que era evidente que bajo la influencia del pánico había perdido cualquier noción de superior e inferior y de cualquier tipo de subordinación. En el preciso momento en el que el príncipe Andréi salía al galope entre los otros soldados y había conseguido abrirse camino, golpeando a su caballo en la panza, la muchedumbre que iba aumentando continuaba su carrera directamente a Pratzen al mismo sitio en el que se encontraban los emperadores y su séquito.

Las tropas corrían en un multitud tan espesa, que una vez que te atrapaba era difícil salir de ella. Alguien gritaba: «¡Vamos! ¿Por qué te demoras?». Alguien, volviéndose en ese momento, disparó al aire, alguien golpeó el caballo que montaba el príncipe Andréi. Bolkonski entendió rápidamente que era imposible llegar incluso a pensar en detener a los que corrían y que lo único que podía hacer era librarse de esa masa, donde a cada minuto se arriesgaba a ser abatido junto con su caballo, aplastado o alcanzado por una bala y acercarse al comandante en jefe con el que podía albergar la esperanza de morir con dignidad. Con un grandioso esfuerzo logró librarse de la riada de gente y hacerse a la izquierda, saltó unos arbustos que se encontraban al lado del camino, vio más adelante en el medio del batallón de infantería el penacho de los miembros del séquito de Kutúzov y se acercó a ellos.

En el séquito de Kutúzov tras esos cinco minutos en los que se había ausentado, todo había cambiado. Kutúzov, que había bajado del caballo, se encontraba de pie, dejando caer la cabeza, junto al batallón de Nóvgorod que aún no se había desorganizado completamente un poco más a la derecha del camino, y daba órdenes a los generales que se encontraban ante él a caballo con la mano en la visera.

—Traiga aquí todo lo que encuentre. ¡Váyase! ¡Dígaselo al general Milodarowicz! —gritaba Kutúzov. El ayudante de campo salió al galope a buscar al general sin escuchar estas últimas palabras.

Alrededor de Kutúzov estaban los miembros de su séquito cuyo número se había reducido a la mitad. Algunos estaban a pie y otros continuaban montados a caballo. Todos estaban pálidos, cuchicheaban, miraban adelante y se dirigían sin cesar al comandante en jefe rogándole que se fuera. Sus ojos estaban predominantemente fijos en la batería rusa que se encontraba al frente a la izquierda y que sin cobertura disparaba sobre los franceses, que se encontraban alejados de ella no más de ciento cincuenta pasos. En el momento en el que el príncipe Andréi llegó, Kutúzov, con dificultad, ayudado de un cosaco, se montaba en su caballo. Sentado en el caballo el aspecto de Kutúzov cambiaba y él parecía despertarse, los finos labios se volvían más expresivos, y su único ojo brillaba con un claro resplandor observando todo atentamente.

—Al ataque con las bayonetas. ¡¡¡Muchachos!!! —gritó Kutúzov a un coronel que se encontraba a su lado y él mismo se lanzó hacia delante con su caballo. Las balas no cesaban de volar con un terrible silbido entre las cabezas de Kutúzov y su séquito, y en el momento en el que avanzó, como una bandada de pájaros, volaron con un silbido los proyectiles sobre el batallón y el séquito, alcanzando a algunos hombres. Kutúzov miró al príncipe Andréi.

Y esa mirada halagó a Bolkonski. En esa mirada que Kutúzov dirigía a su ayudante de campo favorito, Bolkonski vio la alegría que le causaba verle en ese momento decisivo y el consejo de ser valiente y estar preparado para todo, como si le diera lástima de su juventud. Era como si la mirada de Kutúzov dijera: «A mí, que soy un anciano, esto me es fácil, pero me da pena por ti». Todo esto, sin duda alguna, sucedía solo en la imaginación del príncipe Andréi, en ese momento por su mente pasaban con una extraordinaria claridad un millar de finas líneas de pensamientos y sentimientos, él simplemente observaba, pero en ese momento no pensaba, sobre aquello que había pensado tanto tiempo y de manera tan dolorosa, sobre el momento en el que se encontraba, en el que podía hacer algo grande o morir joven y desconocido.

El batallón se lanzó al ataque y Kutúzov, después de esperar unos minutos, salió también al galope. Pero sin llegar a alcanzar al batallón el príncipe Andréi vio cómo Kutúzov se tocaba con la mano la mejilla y a través de sus dedos brotaba la sangre.

—¡Su Excelencia! Está usted herido —dijo Kozlovski, que con su aspecto sombrío y nada majestuoso iba todo el rato al lado de Kutúzov.

—La herida no está aquí —dijo Kutúzov, deteniendo el caballo y sacando un pañuelo—, sino aquí. —Y señaló adelante a todas las columnas de los franceses que se movían y al batallón, que se detenía.

El mismo disparo con el que había sido herido Kutúzov hirió al comandante del batallón, que se encontraba detrás, mató unos cuantos soldados y al alférez que llevaba la bandera. El comandante del batallón cayó del caballo. La bandera se estremeció y al caerse fue detenida por los fusiles de unos soldados que se encontraban cerca. Las filas de delante se pusieron en pie y unos cuantos disparos desordenados se escucharon en sus filas. Kutúzov apretó el pañuelo teñido de rojo contra la mejilla herida.

—¡Ahhh! —mugió como a causa del dolor Kutúzov, golpeando con las espuelas al caballo y galopando hacia el centro del batallón.

En ese momento a su lado solo quedaban el príncipe Andréi y Kozlovski.

—Qué vergüenza, muchachos, qué vergüenza —gritó Kutúzov con un involuntario tono de sufrimiento en la voz, arrojando el pañuelo al suelo.

Los soldados miraban con incredulidad.

—¡Adelante! ¡Soldados!

Los soldados sin moverse disparaban y no avanzaban a la batería, que ya dejaba de disparar y delante de la cual, a diferentes distancias ninguna mayor de cien pasos, se encontraban los franceses. Pero los franceses avanzaban y los nuestros permanecían quietos, disparando. Era evidente que la suerte de la batalla dependía de quién se arrojara con mayor decisión hacia esos cañones.

—¡Ohhhh! —mugió una vez más Kutúzov con aspecto de desesperación y mirando maquinalmente al pañuelo ensangrentado, como si recordara su juventud, el asalto a Izmailovski, enderezándose de pronto, su único ojo relumbró y se lanzó hacia delante—. ¡Hurra! —gritó él con una voz que evidentemente por su debilidad y su ronco y anciano sonido, no respondía a toda la energía de su estado de ánimo. Escuchando su voz y reparando en su falta de fuerza física, él, como si buscara ayuda con la brillante pupila que ocupaba todo el ojo y con una expresión brutal en el rostro, miró a sus ayudantes.

Kozlovski fue el primero con el que su mirada tropezó. Le rodeó para fijarse en el príncipe Andréi.

—Bolkonski —susurró él con la voz temblorosa a causa de la consciencia de su falta de fuerza—. Bolkonski —susurró él señalando al desordenado batallón y al enemigo—. ¿Qué es esto?

Pero antes de que terminara de decir esas palabras, el príncipe Andréi sintiendo también que lágrimas de vergüenza, rabia y arrebato se le venían a la garganta, ya galopaba hacia delante para cumplir con lo que Kutúzov esperaba de él y para lo que estaba preparado desde hacía tanto. Azuzó el caballo, adelantó a Kutúzov y acercándose hasta la caída bandera, saltó del caballo, sin saber él mismo cómo, y la alzó.

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