Aquello los estimuló. Al día siguiente subieron a la Barbería Dámaso, cuya instalación los dejó asombrados. Desde sus respectivos sillones descubrieron la presencia de Silvia, la manicura, y los dos hermanos se guiñaron el ojo. «Por favor, las uñas…» Al terminar, cada uno de ellos le dio cinco duros de propina. Silvia se azoró tanto que, contra su costumbre, por un momento separó un poco las piernas.
El día cinco presenciaron la Cabalgata de los Reyes Magos. El espectáculo los fascinó. Pensaron que era doloroso no haber tenido hijos. Ahora los hubieran visto desfilar, con el farolillo… «Desde luego —comentaron— esas tradiciones son bonitas. La guerra se perdió por eso, porque Cosme Villa y demás no respetaron esas costumbres».
Cosme Vila y demás… Este pensamiento los obsesionaba. ¿Qué habría sido de los exilados? ¿De los hombres con los que hicieron causa común durante la República y al inicio de la guerra civil? Ahora, con los alemanes en Francia…
El administrador de la Constructora Gerundense, S. A., les dio información cumplida del paradero de cada cual —excepto de Antonio Casal, que se había quedado en París—, añadiendo una noticia que los dejó desolados: en octubre, o sea, hacía de ello tres meses, Companys, el ex presidente de la Generalidad de Cataluña, había sido entregado por los alemanes a las autoridades españolas. «Lo juzgaron en Barcelona y lo fusilaron en el acto, en Montjuich».
—Pero ¿es posible? ¿Es posible que el Gobierno de Vichy lo entregara?
—Así fue. Pero hay más: Companys, antes de morir, y al igual que Azaña, pidió un cura y se confesó…
—¿Un cura? Pero ¡si Companys era espiritista!
—Precisamente por eso: creía en el más allá…
Los Costa movieron simultáneamente la cabeza.
—Hay que ver, hay que ver…
Entonces se interesaron por los «vencidos» que andaban por Gerona, y fueron también detalladamente informados por el Administrador. Por supuesto, entraba en sus planes dar trabajo a todos los reclusos que habían salido de la cárcel el mismo día que ellos. Así se lo habían prometido y así lo harían.
Los desazonó especialmente enterarse de la suerte que había corrido Alfonso Reyes, el ex cajero del Banco Arús, que había sido siempre, dentro de Izquierda Republicana, hombre adicto, honrado, leal. «Conque… redimiendo penas a doce grados bajo cero, ¿verdad?».
Se sintieron culpables. Los invadió un sentimiento de culpabilidad. «Él allí, y nosotros haciéndonos la manicura…» Imposibilitados para ayudar a Reyes, volcaron su atención hacia su hijo, Félix. Lo mandaron llamar y el muchacho se presentó, un poco intimidado:
—¿Tú qué querrías hacer?
—Dibujar.
El chico los impresionó. Estaba muy delgado, pero había en su interior algo que era de fuego. Después de una breve charla convinieron en que le pagarían los estudios y en que ayudarían a él y a su madre con una cantidad mensual.
—Y cuando quieras ir a Bellas Artes, ya sabes…
—¡Muchas gracias! ¡Muchas gracias!
Félix salió de allí convencido de que los hermanos Costa no eran dos sino tres: Gaspar, Melchor y Baltasar.
Los interesados en las actividades de la Constructora Gerundense, S. A., no acertaban a explicarse que los hermanos Costa, quince días después de haber salido de la cárcel, no se hubieran dignado pisar todavía las oficinas de la Sociedad, instaladas en la calle Platería. Habían supuesto que les faltaría tiempo para tomar posesión del despacho cuya placa decía
Dirección
y que convocarían una reunión general. En vez de eso, los hermanos Costa continuaban deambulando románticamente y tomándoselo todo con una parsimonia que crispaba los nervios. Sobre todo el coronel Triguero, desde que había recibido la visita de Gaspar Ley con la oferta de ponerlos en contacto con la sociedad barcelonesa Sarró y Compañía, no vivía. «Pero ¿a qué esperar? Han sido indultados. No pueden ocupar cargos públicos. Pero ¿quién les impide dedicarse a los negocios?».
Los Costa procuraban calmar los ánimos de sus colaboradores: «Paciencia… Todo se andará». Sabían que el Gobernador había dicho: «Que se anden con cuidado. Prefiero uno de la FAI a esos arribistas que salen siempre a flote». Sabían también que la
Fiscalía de Tasas
tenía atribuciones para enviar a los infractores incluso a batallones disciplinarios… «Por favor, no os impacientéis. Dejadnos actuar a nuestro modo. Además, ¡no perdemos el tiempo! De momento, lo importante es observar el panorama».
De acuerdo con esta idea, pues, los Costa se dedicaron por encima de todo a informarse sobre algo que estimaban esencial para enfocar las cosas de una u otra manera: la marcha de la guerra. Las noticias en la cárcel les habían llegado siempre tan unilateralmente, que habían salido de allí convencidos de que Mr. Churchill era una pulga y Hitler un elefante. En aquellos quince días, leyendo entre líneas la Prensa y, sobre todo, escuchando por la noche la BBC, de Londres, se dieron cuenta de que el pleito no era tan sencillo. Su asombro fue muy grande, pero era así: «¿Te das cuenta? Eso no está tan claro… En realidad, la pelota está en el tejado».
Para hablar de este modo se basaban en lo ocurrido en las últimas semanas: mientras los italianos sufrían serios reveses en el frente griego-albanés, los Estados Unidos, bajo la presión del reelegido presidente Roosevelt, incrementaban cada vez más su ayuda a la causa británica y votaban enormes presupuestos para el rearme. En África, en el desierto líbico-egipcio, también Mussolini tropezaba con una reacción enemiga inesperada. El jefe supremo de sus fuerzas, el general Graziani, había tenido que ceder ante la acción conjunta de las tropas inglesas, ayudadas esta vez por varias compañías neocelandesas, por otras australianas, por unidades del Camel Corps, ¡y por una división india! Lo cual indicaba que Inglaterra empezaba a aglutinar los recursos de su Imperio; mientras por su parte el general De Gaulle, instalado en Londres, pese a haber sido repudiado por Pétain, se afianzaba día a día como jefe absoluto de la Francia Libre y procuraba atraerse a los súbditos de los territorios franceses de ultramar.
Los Costa sabían que no cabía valorar con exceso esa reacción, pues «los italianos no contaban» y Hitler continuaba siendo superior y tal vez se estuviera preparando para asestar en cualquier momento el golpe definitivo. Sin embargo, de momento, lo dicho: la pelota estaba en el tejado, y nada de pulga y nada de elefante. Y cuanto más se extendiese y se complicase el conflicto, más probabilidades para Inglaterra… y mejores perspectivas para la Constructora Gerundense, S. A.
A otra cosa se dedicaban los Costa: a garantizarse, antes de empezar su acción, el debido asesoramiento jurídico. En realidad, su deseo hubiera sido depositar sus asuntos en manos de Manolo Fontana, cuya actuación en
Auditoría de Guerra
les había parecido digna de todo encomio; pero descartaron a Manolo precisamente por eso, por la «integridad profesional» de que el ex teniente jurídico hacía gala en su bufete.
En cambio, estimaron idónea la forma de actuar en la Agencia Gerunda, no sólo porque su anuncio en
Amanecer
continuaba asegurando «Se lo resolveremos a usted todo», sino porque su abogado, Mijares, era un lince, que según opinión unánime, había demostrado tener mucha experiencia y ganas de prosperar. «Si el abogado Mijares —le dijeron los Costa a su administrador— se aviniese a renunciar a la asesoría de la CNS y a ocuparse exclusivamente de nuestros asuntos, por mediación de Agencia Gerunda, le haríamos una oferta… especial».
El administrador sonrió. Aquello empezaba a encarrilarse. También sonrió el coronel Triguero, aunque éste continuaba preguntándose día tras día: «¿Por qué no me llamarán? ¿Cuándo podré estrecharles la mano?». Habló con el administrador.
—Por favor —le dijo el coronel—, dígales de mi parte que soy mayor de edad… Que el Gobernador y el general llevan lo menos cuatro meses enviando a Madrid informes y más informes intentando empapelarme, sin conseguirlo. Y es que… tengo en Madrid una hada milagrosa que vela por mí. ¡Y que Dios mediante continuará haciéndolo!
El administrador asintió con la cabeza y le dijo:
—Sin embargo, convendría que hablara usted, coronel, con el capitán Sánchez Bravo. ¡Convénzalo como sea! Le necesitarnos. Prometió decidirse cuando los hermanos Costa salieran de la cárcel. Pues bien, ya están fuera, y hasta ahora no ha dicho una palabra…
El año de 1941, recién estrenado, se anunciaba pródigo en acontecimientos de toda índole. La población vivía pendiente de lo que pudiera ocurrir en el momento más impensado.
Por de pronto, las noticias por aquellas fechas subrayadas en rojo por Jaime, fueron las siguientes:
«En Barcelona van a iniciarse los festivales Wagner, por la
Compañía Nacional de Francfort
, al tiempo que será abierta al público la
Exposición del Libro Alemán
, con abundante exhibición de literatura nacionalsocialista».
«En Valencia ha sido entregado a las chicas de la Sección Femenina un lote de gallos reproductores, para que la
Hermandad de la Ciudad y el Campo
cuide del mejoramiento avícola de la comarca».
«La hija del Caudillo, Carménala Franco, ha visitado en Madrid una exposición de juguetes, siendo obsequiada con una muñequita y con un gato vestido de mosquetero».
«La Guardia Marroquí del Jefe del Estado ha celebrado la Pascua Musulmana en el Pardo. La esposa de Su Excelencia, doña Carmen Polo, ha hecho en ella acto de presencia y ha probado la comida».
«En el Teatro Cómico, de Barcelona, ha sido estrenada una revista, con abundancia de vicetiples, titulada Las Stukas».
«Buques mercantes han descargado, en diversos puertos españoles, carne congelada procedente de la Argentina. Dicha carne será repartida inmediatamente entre la población».
«En Inglaterra han sido detenidos en masa los afiliados al Partido Fascista Británico, con Sir Oswald Mosley, su jefe, a la cabeza».
«Existe el proyecto de convertir en santuario el dormitorio del protomártir Calvo Sotelo».
«También se proyecta entregar imágenes de la Virgen del Pilar a todas las oficinas de las Bancas oficiales».
Etcétera.
Imprevisible año 1941… ¿Qué ocurriría? Cada hombre sabía que la vida no era un lago, que era un mar. Que en cualquier momento podían servirle carne congelada o arrestarlo, como era el caso de Sir Oswald Mosley. Que se despertaban apetencias dormidas y que otras morían para siempre. Y así Sólita, la enfermera del doctor Chaos, advirtió que sentía por éste una admiración tal que empezó a alarmarse. Y Pablito, enamorado más que nunca de Gracia Andújar, cada día al salir del Instituto se iba a la Biblioteca Municipal a leer las historias de Pablo y Virginia, ¡y de Romeo y Julieta! Y el bueno de
Cacerola
, el amigo de Ignacio, llevaba ya tres semanas de inspector en la
Fiscalía de Tasas
y todavía no había levantado un solo atestado ni se había sentido con ánimo para imponer ninguna sanción.
Tía Conchi fue, inesperadamente, el mejor testimonio de que, en un segundo cualquiera, las apetencias podían morir para siempre. Porque tía Conchi murió. ¡Ah, sí, Jaime hubiera podido subrayar también la noticia! Tía Conchi murió en un estúpido accidente de tren, cerca del pueblo de Sils, en la línea Gerona-Barcelona; uno de los muchos accidentes que ocurrían a diario y que habían obligado al mando militar a hacer público que cuidaría de investigar las causas, por si se trataba de sabotaje.
Tía Conchi había salido de madrugada, por encargo del patrón del
Cocodrilo
, en busca de aceite para venderlo al margen de la ley. Y he aquí que en una curva unos cuantos vagones se salieron de los rieles, dieron una vuelta y acabaron incendiándose.
Tía Conchi fue llevada en una ambulancia al Hospital, pero falleció en el camino.
Fue una noticia cortante como una navaja cabritera. Luto en la familia, que desfiló entera por el Hospital. Pero tía Conchi había sido ya bajada al depósito de cadáveres y no todos sus allegados se atrevieron a penetrar allí para verla.
Paz y el pequeño Manuel se abrazaron llorando, incapaces de admitir del todo que el hecho fuese real. En el cuarto de tía Conchi todo estaba intacto, pobre y sucio, como esperando el regreso de la mujer: revueltas las ropas de la cama y un par de horquillas en la almohada, colocada de través al borde del colchón.
Carmen Elgazu se tapó la cara con las manos, pensando que a su cuñada no le habría dado tiempo a confesarse. Matías recibió una impresión fortísima. Era quien mejor se llevaba con la que fue mujer de su hermano. Sabía tratarla e incluso arrancar de ella alguna sonrisa. Precisamente por Reyes la había obsequiado, sin decírselo a nadie, con un modesto reloj de pulsera.
El problema era el siguiente: ¿dónde enterrarla? Descartóse la fosa común, pero no había nichos disponibles en el cementerio. El Municipio ampliaba constantemente los pabellones, pero las muertes se daban prisa en invierno y todo estaba siempre abarrotado, como en la Gran Feria.
No cabía sino una solución: el nicho de César. La idea brotó… y pareció un escopetazo. En el piso de la Rambla corrió como un escalofrío. ¡César! ¿No habría algo sacrílego en aquel emparejamiento, en aquella promiscuidad?
Pero ¿quién se atrevía a decir en voz alta una cosa así? Matías planteó el asunto con tal autoridad, que ni siquiera Pilar se atrevió a oponer ningún reparo.
Celebróse el entierro. Las mujeres se quedaron en casa sentadas en semicírculo, sin apenas hablarse. Los hombres acompañaron la carroza fúnebre. El pequeño Manuel presidió el cortejo, con un traje que en cuestión de horas fue teñido de negro. Matías, Ignacio y Eloy se compraron corbata negra y se colocaron un brazal. En la comitiva formaban también Mateo, Pachín, el dueño de la Perfumería Diana, el patrón del
Cocodrilo
, los amigos de Matías y todos los componentes de la
Gerona Jazz
, los compañeros de Paz.
El momento en que se descubrió el nicho en que descansaban los restos de César fue particularmente dramático. Otra vez los albañiles en acción… La lápida cedió por fin. Manuel miró con ojos desorbitados el féretro de su primo. Matías e Ignacio se mordieron los labios hasta casi hacerlos sangrar. El ataúd de tía Conchi quedó depositado encima del de César y el nicho fue cerrado de nuevo. Hacía frío en el cementerio. Todas las coronas en torno se habían marchitado y los cipreses se elevaban como siempre, destacando sin fuerza contra el cielo grisáceo. Mosén Alberto rezó: «Padre nuestro, que estás en los cielos…» Y todo el mundo contestó a coro, con voz muy queda. Los albañiles se habían retirado empujando la carretilla.