Habitaciones Cerradas (14 page)

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Authors: Care Santos

Tags: #det_crime

BOOK: Habitaciones Cerradas
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De:
Violeta Lax
Fecha:
13 de marzo de 2010
Para:
Daniel Clelland
Asunto:
No te lo vas a creer

Hola, cielo:

Como te he prometido esta mañana por teléfono, te cuento por escrito los detalles de la macabra sorpresa que nos ha deparado la vieja casa de mi familia. Perdona que antes haya sido tan lacónica, pero me siento fatal cuando llamo a larga distancia desde casa de otra persona. Arcadio es muy amable, aunque no creo que sepa lo que cuesta una llamada a Estados Unidos.

Esto es lo que han averiguado los de la policía científica antes y después del levantamiento del cadáver:

—El cadáver corresponde a una mujer joven. Quiero decir que era joven cuando murió. La edad no se puede estimar a simple vista, pero las pruebas del laboratorio lo harán de un modo bastante aproximado (según me han contado, estudian el esmalte de los dientes).

—El cuerpo llevaba escondido tras el mural mucho tiempo. Lo más probable es que lo metieran en el cuarto de escobas cuando aún estaba caliente. Iba vestida de estar por casa (según alguna moda pasada). También había un gato muerto.

—La momia llevaba un colgante al cuello: una cadena roñosa sujetando un aro. La policía dijo al instante que podía ser una alianza y se la llevaron para analizarla. Unas horas más tarde aportaban un dato más: en el interior de la alianza había una inscripción con un nombre: Francisco Canals Ambrós. No me suena de nada, no tengo ni idea de quién pueda ser. Arcadio tampoco lo sabe. Veremos qué dicen los viejos (le he preguntado a la Mamipedia).

—La difunta tiene una marca en el cuello. El forense la miró mucho con una lupa durante un buen rato, pero no soltó prenda.

¿Quieres saber lo que más me impresionó a mí de todo aquel espectáculo? Las uñas de la muerta: largas y arregladas. Y negras.

Después de que se la llevaran hacia el laboratorio dentro de un ataúd de plástico, el encargado de Servicios Funerarios me preguntó quién se haría cargo del entierro una vez todo terminara. No supe qué contestarle. Le dije que espere un poco a que la policía termine su trabajo.

El entierro. Es lo que menos me apetece del mundo.

Ya casi todos se habían ido cuando Paredes, el sargento, que no dejaba de consultar sus notas, me preguntó si podía hablarle «de esa mujer de la familia que desapareció sin dejar rastro». Le dije que Teresa no desapareció, sino que abandonó a mi abuelo para fugarse con otro hombre. Me preguntó si teníamos constancia de eso, algún dato que confirme la presencia de Teresa en alguna otra parte. Le contesté que mi abuelo debió de saberlo, en su día, pero que nunca le dijo nada a nadie. Y que en la familia todo el mundo respetó su dolor.

Me llamaba de usted. Me estaba haciendo sentir muy mayor. Le pedí que me tuteara.

«¿Y tu padre? ¿Nunca sintió curiosidad por volver a ver a su madre?», preguntó. Traté de explicarle cómo es mi padre, por lo que sé y por lo que sospecho. «Aunque nunca lo mencione, creo que siempre estuvo resentido con ella —confesé—. Creo que lo mejor para ambos fue que nunca intentara encontrarla.»

«¿Y tú? ¿Tampoco sentiste curiosidad?»

No me sentí bien al decirle la verdad: me he pasado la vida viendo a Teresa en los cuadros, hablando sobre ella, dictando conferencias, especulando. Conozco la postura, el ademán exacto, el brillo de los ojos de mi abuela en cada uno de sus treinta y siete retratos. Soy experta en ella. Y, de algún modo, con eso me bastaba. Era un asunto cerrado, una materia de estudio. Ni se me ocurrió ir más allá.

«¿Tú crees, Violeta, que el arte tiene algo que ver con esto?»

Me acordé de Goethe (¡en ese momento!): «La vida de un creador es su obra y su obra es su vida.»

El sargento suspiró y yo también. Aquella conversación ya no tenía más vías de escape. Hasta que él lanzó la última pregunta:

«¿En serio ningún miembro de la familia pensó jamás que Teresa pudo haber sido asesinada?»

VIII

A pesar de lo dicho hasta ahora, lo más importante que Maria del Roser Golorons hizo por la nodriza de su hijo fue enseñarle a leer. Las lecciones no podían tener periodicidad fija y se intercalaban en las obligaciones de ambas, a veces tan espaciadas que cuando las retomaban ninguna de las dos recordaba dónde se habían quedado. El resto lo hizo el empeño de Concha y la paciencia de la señora.

—Progresas muy deprisa, Conchita —la animaba Maria del Roser—, eres empecinada como una bestia de carga.

—Claro, señora, soy maña.

La predisposición de la joven para el estudio le hizo ganar enteros a ojos de una mujer que vivía entre libros y papeles. Y la influencia de la señora fue decisiva para ella, en todos los aspectos. Antes de llegar a la casa, Conchita estaba convencida de que las mujeres no tenían más habilidades que las que lucen en la cocina, los campos de labranza y la cama (refiriéndose los partos, claro está), quedando lo intelectual desterrado por completo.

La señora se indignó cuando le expuso sus ideas.

—Tienes la cabeza llena de trastos viejos, criatura. Las mujeres somos capaces de las mismas cosas que los hombres, siempre y cuando no seamos tan estúpidas como para limitarnos a nosotras mismas. Apréndelo bien, porque tienes mucha vida para comprobarlo. Debes estudiar. Sólo si te cultivas un poco serás capaz de levantar la voz sin que nadie se atreva a mandarte callar.

Ponía tanta vehemencia en sus explicaciones que a veces atemorizaba a la discípula.

—¿Y el señor sabe que piensa así? —preguntaba la joven nodriza.

—¡Pues claro que lo sabe!

—¿Y no se enoja con usted?

La señora soltó una carcajada que hizo temblar su escote.

—¡Se enojaría si de pronto dejara de llevarle la contraria!

Conchita no había oído hablar así a ninguna dama educada y a veces temía por la salud mental de la señora, o se convencía de que estaba frente a una revolucionaria. Su capacidad de escándalo era pareja, como suele ocurrir, a su corta visión del mundo. ¿Una mujer que se atrevía a pensar distinto que su marido? ¿Que recibía a sus propias visitas y salía cuando le venía en gana? Lo primero que pensó fue: «Pobre señor Rodolfo, qué cruz más pesada lleva a cuestas.»

Más allá de las reuniones de los miércoles, la señora Maria del Roser llevaba una ajetreada vida social. Salía casi cada tarde y a veces regresaba después que su marido. Cuando esto ocurría, él la esperaba despierto, trabajando en su gabinete, y la cena se servía —a veces a deshoras— en el saloncito de ella, donde había una mesa con faldones y un brasero. La sobremesa se les alargaba mucho a fuerza de explicarse lo que habían hecho durante la jornada, y a menudo desde la escalera se les oía reír a gritos sin ninguna contención. Luego, el señor solía quedarse a pasar la noche en las habitaciones de ella y al día siguiente se trastocaban algunas costumbres, como la de leer el periódico o la de abrir los cortinajes temprano, porque los señores seguían encerrados. Más de una vez fueron sorprendidas las camareras espiando por la cerradura una escena que nunca vieron pero que de todos modos nunca entró en su cabeza. Yes que no era nada normal que una pareja convenida y bendecida según las necesidades familiares y económicas de todas las partes fuera feliz con tanta ostentación. Lo habitual era que los matrimonios languidecieran en una indiferencia esquiva, cada cual en su parte de la casa y entretenido en sus propios asuntos, hasta que algún acontecimiento —por lo general, extrafamiliar— les daba la oportunidad de un encuentro nefasto, helado y cargado de reproches, que más valdría no haber propiciado.

En casa de los Lax las cosas transcurrían de un modo tan distinto que el servicio —sobre todo el femenino— de ningún modo desperdiciaba la ocasión de contarle a todo el mundo las impropias y estrafalarias costumbres de sus señores.

—¡Qué vergüenza! ¡A oídos de sus hijos! —protestaba Eutimia, colérica. Y añadía—: Claro que todo es preferible a que sepan que su madre es una hereje.

Rara vez se atrevía alguien a hacer preguntas. Acaso alguna sirvienta nueva, aún poco familiarizada con lo extraordinario:

—¿Qué quieres decir con que es hereje?

—¿No lo sabes? ¡Si no se habla de otra cosa! ¡La señora no cree en Dios!

Aquella acusación generaba en la cocina un coro de bisbiseos.

—Pero lo peor —continuaba Eutimia— es que se atreve a decirlo en lugares públicos. Me han contado que incluso lo escribe en los periódicos, sin ningún reparo, y que está orgullosa de ello.

—Pero si rezamos el rosario todas las tardes... —hacía notar alguien.

—Sí, pero no son los rezos que manda nuestra Santa Madre Iglesia, ¿o es que no os habéis dado cuenta de que los misterios nunca son los que tocan? ¡Son rezos heréticos! Y me temo que si los seguimos iremos directos al infierno. Por eso, yo procuro concentrarme y siempre digo lo que Dios manda. —Eutimia bajaba la voz para la mejor parte—: También sé de buena tinta que la señora ha pedido que la entierren en un camposanto no bendecido.

Una nueva exclamación trastornada.

—¿Y don Eudaldo? Es íntimo de la casa —preguntaba alguien, refiriéndose al párroco de la Concepción —. ¿No puede hacer nada?

—¿Por qué te crees que viene cada domingo? ¡Con la intención de arrastrarla al buen camino! Dicen que al señor Rodolfo le cuesta una fortuna. Hacen falta muchas misas para recuperar ovejas descarriadas.

Llegado a este punto, la camarera se persignaba y la gobernanta ponía cara de compasión.

—Dios la perdone —decía alguien, con voz contrita.

Y añadía Eutimia, que no perdía ocasión de alterar el ánimo de toda la casa:

—Y también a todos nosotros, por estar a su servicio.

La relación de Concha con Dios siempre fue algo conflictiva. Nunca terminó de comprender por qué un ser con fama de bondadoso era aficionado a imponer castigos tan terribles. Al principio, atribuía todas aquellas dudas a su ignorancia. Se creía sin derecho a manifestar su opinión, que juzgaba errada de antemano. Gracias a lo que aprendió de las murmuraciones de Eutimia y del resto del personal, se atrevió a preguntar por ese Dios del que sólo había recibido agravios. Lo hizo durante una de las clases de lectura, sin previo aviso, mientras el corazón le latía en las sienes.

—La señora me perdone el atrevimiento —balbuceó, dejando para mejor ocasión las consonantes labiales—, pero tengo una duda muy gorda.

La señora Lax dejó la pluma sobre el cuaderno, enlazó las manos, sonrió.

—No quisiera que se enfadara conmigo por lo que voy a decir —añadió Conchita.

—Si no formulas la pregunta nunca tendré ocasión de saberlo.

Musitó, avergonzada:

—Ya sabe la señora que soy una ignorante y que a veces puedo estar equivocada en mis...

—¡Por Dios, Conchita! Pregunta lo que sea de una vez y déjate de circunloquios.

La palabra desconocida —«circunloquios»— la atoró un momento. Le sonó a algo terrible, pero logró continuar:

—¿Podría usted informarme de si Dios existe? —soltó.

Doña Maria del Roser lanzó un suspiro, se fijó en las molduras del techo, dejó suspendida la mirada un instante.

—Me formulas una pregunta difícil, querida, para la que temo no tener la respuesta irrefutable que tú deseas. —Hizo una pausa, eligiendo con cuidado las palabras—. Sólo puedo decirte que Dios es algo diferente para cada uno de nosotros, y que es dentro de tu corazón donde debes buscarlo.

En efecto, aquella respuesta no satisfacía a la alumna en absoluto. No tenía mucha costumbre de llegar a sus propias conclusiones y menos mirando dentro de sí misma. Viendo que la explicación la había dejado más confusa todavía, doña Maria del Roser añadió:

—Ocurre con esta cuestión lo mismo que con las ideas propias de las mujeres. Nadie puede ayudarte a encontrar tu modo de creer o de pensar. Debes ser tú quien lo halle. Sólo tienes que preguntarte qué es Dios para ti. ¿Qué necesitas que sea?

El corazón de la nodriza no le daba tregua. Cuestionarse la naturaleza de Dios no era algo que por aquel entonces pudiera hacerse con naturalidad. Menos aún una chiquilla de poco más de veinte años que aún no sabía leer ni escribir.

—El confesor siempre dice que no debemos hacer preg...

—No me interesa lo que te diga tu confesor. Él también se equivoca.

Concha negó con la cabeza, rotunda, defendiendo a un confesor que desde el primer día le resultaba antipático.

—¡No, no, no! A él le inspira Dios —replicó.

—También a ti, Conchita. A todos nos inspira Dios. Todos somos criaturas suyas. No te menosprecies. Vales igual que tu confesor.

La muchacha negó otra vez, cada vez más asustada. No estaba dispuesta a aceptar aquella comparación por nada del mundo. En su fuero interno, comenzaba a darle la razón a Eutimia y al resto de las criadas. La señora faltaba al respeto a lo más sagrado.

—¿Qué es Dios para ti? —insistió doña Maria del Roser, sin levantar la voz—. ¿Eres capaz de responder a esta pregunta?

—Dios... —más balbuceos.

A su cabeza acudía la imagen del cuerpo inerme de su pequeño, su carita cadavérica entre sus brazos, la última vez que lo acunó, mientras su adorado cuerpo se enfriaba, esperando aún un milagro como los que había oído contar de niña en las vidas de santos.

Pero el milagro no llegó.

—Dios me hizo mucho daño —contestó, con lágrimas en los ojos.

La señora le ofreció un pañuelo, sonriendo. Se limitó a esperar, a estar allí, a su lado, sin dejar de mirarla. Muy poca gente se atreve a mirar a los ojos el dolor ajeno.

—No creo que ése sea el Dios que tu corazón necesita —dijo, al fin, cuando Conchita se calmó un poco—. Yo creo que Dios no nos odia, ni quiere castigarnos. Todo lo contrario: es generoso y nos ama a todos por igual, sin distinguir nuestra procedencia ni nuestro sexo. No quiere robarnos lo que más amamos, sino que nos recuerda que los vivos estamos mucho más cerca de los muertos de lo que podamos imaginar. ¿No te consuela saber que tu hijo tal vez no se marchó del todo? ¿Que vive dentro de ti, en lo más profundo de tu corazón?

La impresión que le produjeron estas palabras le cortó las lágrimas a la desconsolada nodriza.

—No te asustes, Conchita. No estoy loca, como dicen algunos. Y no te estoy hablando de extraños fenómenos. Estas son las cosas que creemos algunos librepensadores, aunque muchos no están de acuerdo y por eso nos atacan. —Hizo una pausa, se golpeó el regazo con las palmas de las manos y prosiguió—: ¿Sabes qué vamos a hacer? Te invitaré un día de estos a asistir a alguna de nuestras reuniones, y así podrás juzgar por ti misma. Debes perder el miedo a pensar, y tenerte un poco más de consideración. Y ahora, si no quieres perder del todo la lección de hoy, volvamos a las labiales. ¡Se hace tarde!

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