Una anciana consumida habitaba en la segunda planta una habitación tan pequeña que parecía un ropero. Las actividades de la mujer eran tan discretas y salía tan poco de aquellos dominios suyos que a menudo todo el mundo en la casa olvidaba que seguía allí. Murió cuando Concha apenas llevaba unos meses en el servicio y fue enterrada con una frugalidad de ceremonias que le hizo pensar en una tía abuela o en alguien más lejano aún. Nadie nunca le aclaró el parentesco de la difunta. Compartiendo pared vivían dos tías solteras que habrían parecido gemelas si no hubieran nacido con más de quince años de diferencia. Una se llamaba Roberta y la otra nunca lo supo, porque todo el mundo la llamaba Mimí. A pesar de la coincidencia de sus facciones, Roberta y Mimí no podían ser más diferentes. La primera era adusta, cejijunta y de voz grave, con el mismo trato que un general de gastadores. La hermana menor, en cambio, había quedado detenida en una especie de adolescencia eterna, de un romanticismo insatisfecho, y se pasaba el día suspirando, mirando a lo lejos y haciendo bordados de tambor. Sólo Mimí sobrevivió lo bastante para trasladarse a la nueva casa, donde ocupó brevemente una habitación del tercer piso. Murió con tal discreción que algunos dudaron de que lo hubiera hecho. Varios años después de su muerte, aún había quien escuchaba suspiros de ocasiones perdidas dentro de su alcoba.
La nodriza procuraba no pensar mucho en todas estas almas añejas. No le resultaba difícil: la juventud repele lo caduco. Por aquel entonces, Conchita sólo vivía para Amadeo, a quien en seguida comenzó a ver como el hijo que la vida le prestó en desagravio por haberle robado tanto. Cuando nació Juan se ofreció a criarlo, puesto que creía tener leche suficiente para ambos, pero la señora la rechazó con dulzura: esta vez podía hacerlo ella misma. Concha fue feliz con aquella circunstancia, que le permitió invertir los papeles durante un tiempo breve, y adoctrinar a su señora acerca de los secretos de la crianza, en que ella era toda una maestra. Al mismo tiempo, Maria del Roser Golorons valoró aún más la labor de su fiel Conchita, y entre ellas crecieron lazos que ninguna de las dos había sospechado: los de las cosas verdaderas que existen al margen del dinero o las clases sociales.
Por supuesto, en la casa había quien no podía sufrir el nuevo orden de cosas. Eutimia, por ejemplo.
—Parece muda, pero a mí me parece una víbora. Esperemos que, además de la voz, no le falte nada. En esta casa no hay sitio para los sinvergüenzas.
Eutimia hablaba de Concha al resto de los criados sin importarle que ella estuviera presente. Lo hacía cuando la señora no escuchaba y mientras estaba a sus cosas, y también cuando se sentaba a la gran mesa de la cocina, cubierta siempre con un mantel impoluto, y comenzaba a jugar a las cartas consigo misma. Concha oía bien sus comentarios, claro, pero nunca se atrevió a decirle nada. Había algo violento en la gobernanta que le acobardaba. Durante los primeros meses en casa de los Lax, la única persona que le inspiró miedo y por quien llegó a sentirse maltratada fue Eutimia.
La gobernanta llevaba razón respecto a su silencio. Desde que se levantaba hasta la hora de acostarse, la nodriza apenas pronunciaba palabra. Otros hablaban en su lugar, o eso creía, y ella les escuchaba procurando no perder detalle. Nadie se daba cuenta. La mayor parte de los habitantes de la casa la ignoraba por completo. La mudez era su única defensa ante lo desconocido.
No era tan extraño que no le hicieran mucho caso: al fin y al cabo, se pasaba el día sin ver a nadie, salvo a Amadeo y, de tarde en tarde, a la señora. Su cometido era distinto al de todos los demás y lo mismo ocurría con sus horarios de trabajo.
Deambulaba con absoluta libertad por algunas zonas de la casa donde el resto del servicio apenas ponía los pies. Comía mejor que todos ellos, y según sus propios horarios. Recibía un trato preferente, como corresponde a la persona en cuyas manos está la vida del primogénito de la familia. Supo más tarde que otras nodrizas exigían esos privilegios antes de entrar en casa alguna pero a ella todo le vino dado, como un regalo que no creía merecer, y aunque siempre supo que nada de todo aquello era suyo ni lo sería jamás, supo disfrutarlo.
Eutimia no podía soportar que aquella mocosa tuviera privilegios que ella nunca había gozado. La envidia la corroía:
—Tú, maña, como me entere de que no tienes leche, te corto las tetas con el cuchillo de destazar, que te quede claro.
Su respuesta fue su primer silencio.
A Concha jamás se le había ocurrido engañar a nadie. Mucho menos a la señora, la única persona bondadosa que había conocido en mucho tiempo. Del mismo modo, la posibilidad de hacerle daño a Amadeo le abría un pozo de angustia en el pecho.
Al principio, su tiempo transcurría en una especie de burbuja de paz. Algunos días sólo se dejaba ver por la cocina unos minutos a la hora del almuerzo o tal vez un rato más por la tarde, si el bebé le otorgaba algún descanso. Sólo de noche bajaba la escalera que conducía al sótano, donde su habitación estuvo pronto dispuesta. Pero no lo hacía sola. Fue merced a una decisión de la señora, tomada a altas horas de una madrugada en que Amadeo lloró y lloró hasta agotarle la paciencia. Maria del Roser aporreó su puerta en camisón y le rogó que se ocupara del pequeño o iba a volverse loca. Desde ese momento y durante cuatro años, Amadeo compartió con Concha y el resto del servicio las noches del sótano.
Durante el día ambos, nodriza y primogénito, se trasladaban a lo que se denominaba «el cuarto de jugar»: una estancia del piso superior, más estrecha de lo deseable, que en otra época había sido el saloncito de recibir de una bisabuela cuya contribución a la historia familiar había consistido en dejarlo todo ribeteado de puntillas o vestido con tapetes de ganchillo. El lugar era soleado en invierno y resguardado en verano y estaba decorado con pomposas molduras que no venían a cuento. Entre estos dos mundos, el abigarrado del saloncito y el austero del cuarto de servicio, transcurrieron los primeros años de la vida de Amadeo, exactamente hasta que se trasladaron a la casa nueva y Maria del Roser decidió que era necesario hacer algunos cambios.
Pero en estos días de los que estamos hablando, Amadeo era aún hijo único y Conchita se sentía ufana de que en sólo un mes hubiera engordado cinco kilos. También ella había añadido carnes a su enclenque figura y presentaba un aspecto más saludable y más acorde con su edad. En el rostro de doña Maria del Roser la preocupación había dejado lugar a una sonrisa de felicidad.
—¡Eres nuestro ángel, Conchita! ¡Un regalo del cielo!
Sí, las rencillas de las otras criadas quedaban lejos de sus preocupaciones. Su territorio era aquel cuarto del piso superior que al principio actuó como un bálsamo para sus heridas. Por las mañanas, mientras amamantaba al bebé, Carmela le traía el desayuno en una bandeja. Huevos, un bollo de pan blanco recién hecho, a veces algo de jamón, o requesón, una pieza de fruta y leche. La primera vez que vio aquellos manjares y entendió que eran para ella, no pudo evitar llorar y acto seguido sentirse ridícula: ¿lloraba por unas viandas quien tantas tristezas había conocido? ¿Tanto le había ablandado la vida de los ricos en unos pocos días? De momento tenía prohibida la achicoria —el café se reservaba para los señores—, porque se decía que amargaba la leche, lo mismo que el té, los espárragos, el vinagre y otras viandas. Pero incluso sin ellas su dieta era un lujo jamás conocido.
Después de desayunar, elegía un conjunto a su gusto de los muchos que había en el armario ropero y se tomaba su tiempo en preparar al bebé para el paseo diario. Doña Maria del Roser confió pronto en su criterio y nunca intervino en esos arreglos, que para Concha eran lo mejor de la jornada. Luego se vestía ella misma, cuidando los detalles. El uniforme azul oscuro, el delantal blanquísimo, la cofia almidonada, los zapatos lustrosos y una medalla de oro de la Virgen de Montserrat que la señora le había regalado por su cumpleaños. Así arreglada, ponía al niño en su carrito y salían de paseo.
Recorrían las calles Riera Alta y Ferran a paso de buey, saludando a las otras niñeras —muy pronto conoció de vista a la mayoría—, disfrutando de la tibieza de aquel aire que olía a mar y sonriendo sin descanso. Un poco más tarde salían las jóvenes casaderas, algunas acompañadas de sus madres y otras del ama seca o la institutriz, entre el crujido de sedas, tarlatanas y tafetanes de sus trajes de paseo. Brillaba la sencillez de algunas junto a la excesiva ostentación de otras y todo aquel que buscara podía hallar en aquella exposición algo de su gusto. A eso de la una, las damas abandonaban sus casas a bordo de sus carretelas, acompañadas de cochero y lacayo, y también algunos señores se dejaban ver, bien a caballo o —los más modernos— en bicicleta.
Todo el recorrido se convertía en un desfile de galantería y elegancia, en un constante subir y bajar de sombreros de copa, en un rápido agitarse de guantes de piel de Rusia y en un rosario de parabienes para toda la familia. Y eso que no lucían mucho todas estas cosas en las estrecheces de la ciudad antigua y que por eso mismo ya andaban los señores más pudientes pensando adonde podían trasladarse para hacerse ver mejor.
Con todo, las medias sonrisas femeninas se guardaban con disimulo para mejor ocasión y alguno volvía de su paseo con el ánimo hecho una angustia. Otros, tal vez jóvenes de buena casa en pos de bellezas a las que pretender, interpretaban como ir refutable un ademán apenas entrevisto y se dejaban llevar por la euforia de los triunfadores. Otros se escandalizaban al paso del carruaje donde la entretenida de algún joven heredero se atrevía a medirse con quienes la criticaban, pero quedaban mudos al contemplar la belleza de la mujer, la cual según decían todos, iba pareja a su vulgaridad.
Todos estos aliños trastocaban el mediodía en una pompa que mantenía ocupados a unos y otros, incluida la multitud descalza, de pantalones amarrados con pedazos de cuerda, mejillas pálidas de hambre y caras sucias de carbón, que todos los días se arracimaba en los márgenes del paseo para ver de cerca a los ricos.
Conchita llevaba a su niño de once kilos, su medalla de oro y su sonrisa de verdad. Nunca hasta entonces le había importado tan poco el paso del tiempo ni había sido tan feliz.
Cuando miraba a Amadeo, ya entonces, intuía de algún modo lo que les deparaba el destino. Las circunstancias la habían investido con el honor de ser testigo de otra vida. Y también consejera, testaferro, y acaso la única persona capaz de querer al mayor de los hermanos Lax después de saberlo todo de él. Concha no podía oponerse a eso. Amadeo siempre sería su criatura, y ambos lo sabían. Un niño vulnerable, iracundo, brillante... siempre distinto, siempre ajeno a los demás, cuando no enfrentado a ellos. Siempre incomprendido. Pretendida o inevitablemente solo.
Amadeo la correspondió, a su modo. Vertió lágrimas tras su muerte. Fue la única de las mujeres de su vida a la que lloró. Unos años antes la había utilizado como modelo de uno de sus primeros retratos, que tituló
El ángel de la infancia.
El cuadro fue su único modo de hacerle saber cuánto había representado para él.
Al entierro del ángel de la infancia no pudo asistir casi nadie. Su niño difícil, convertido ya en un hombre caprichoso, se encontraba muy lejos de allí. No hubo palabras ni cantos en el funeral, como ella había soñado tantas veces, ni su Amadeo pronunció palabra alguna. Fue un oficio rápido, casi clandestino, al que sólo algunas detonaciones lejanas pusieron música. Dos únicas personas acompañaron el cuerpo, de la nodriza hasta su última morada: Aurora e Higinio. Ella tenía el triste honor de ser la última camarera que prestó su servicio en casa de los Lax. El, en cierto modo, fue el salvador de todo. Ambos lloraron con lágrimas verdaderas.
La escena que se plasma con trazo grueso, la del entierro de (loncha, tuvo lugar el 24 de julio de 1941; y por aquel entonces, los nuevos tiempos habían desmadejado casi por completo el mundo al que perteneció algún día la familia Lax. El nombre de Amadeo, famoso en un mundo que ya no se impresionaba por nada, era cuanto quedaba de aquellos tiempos mejores. La casa seguía en pie y ellos la defendían, pero por las noches reinaba en las estancias un silencio sobrecogedor. El silencio que dejan los ausentes cuando aún hay quien piensa en ellos a todas horas.
El tiempo había avanzado, impasible, y lo peor era que pensaba continuar haciéndolo.
Pero, del mismo modo que la vida puede sorprendernos con un desenlace abrupto, también algunas veces nos regala una nueva oportunidad. Un renacimiento.
Silencio. Gruñe un portón. Alguien traspasa el vetusto umbral de la entrada, mira con ojos sorprendidos, se atreve a dejar una huella sobre el polvo que cubre el mármol del vestíbulo.
Se adentra en el secreto. Avanza.
Siempre que ocurre algo así, las piedras y los fantasmas nos alborotamos.
El ángel de la infancia, 1905
Óleo sobre lienzo, 75 x 40 cm
Barcelona, MNAC, Colección Amadeo Lax
Concha Martínez Cruces (1870-1941) entró en casa de los Lax como nodriza del pintor cuando éste tenía unas pocas semanas de vida y ella apenas llegaba a los veinte años. Permaneció unida a la familia, a la que sirvió también como niñera, camarera, dama de compañía de doña Maria del Roser de Lax —la madre del artista— y de nuevo niñera, cuidando del único hijo del pintor hasta el estallido de la Guerra Civil y el posterior exilio en Francia del niño. Murió de una neumonía en 1941. Fue un personaje querido por varias generaciones y, sin duda, más decisivo de lo que este único retrato hace creer.