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Authors: Olaf Stapledon

Tags: #Ciencia Ficción

Hacedor de estrellas (22 page)

BOOK: Hacedor de estrellas
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En el progreso de un mundo despierto aparecía a veces un peligro grave, sutil, que se olvidaba fácilmente. El interés se «fijaba» en cierto plano de conducta, de modo que no eran posibles ulteriores avances. Puede parecer raro que seres de conocimientos psicológicos tan superiores a los del hombre cayeran en una trampa semejante. En apariencia, en todas las etapas del desarrollo mental, excepto las más altas, la mente en crecimiento se desorienta fácilmente. Es un hecho, por ejemplo, que unos pocos mundos altamente desarrollados, con una mentalidad comunal, se pervirtieron de un modo raro, difícil de entender, y que los llevó al desastre. Sólo puedo sugerir que en ellos, aparentemente, el ansia de una verdadera comunidad y una verdadera lucidez mental llegó a ser obsesiva y perversa, de modo que la conducta de estos exaltados se deterioraba de tal modo que podía confundirse con el fanatismo religioso y tribal. La enfermedad conducía pronto a la sofocación de todos los elementos que parecían negarse a aceptar la cultura generalmente aceptada de la sociedad mundial. Cuando tales mundos dominaban el viaje interestelar, podían llegar a concebir el fanático deseo de imponer su cultura a toda la Galaxia. A veces este celo llegaba a tal violencia que se lanzaban en terribles guerras religiosas contra todos los que se les resistían.

Las obsesiones nacidas en una u otra etapa del camino hacia la utopía y la conciencia lúcida, aunque no llevaban a veces a un violento desastre, podían desviar al mundo despierto y estancarlo en la trivialidad. La inteligencia, el coraje y la constancia sobrehumanos de estos devotos individuos podían ser consagradas a propósitos falsos y sin valor. Así ocurría, en algunos casos extremos, que un mundo socialmente utópico y de mente superindividual, traspasaba a veces las fronteras de la cordura. Con un cuerpo gloriosamente sano y una mente enferma era capaz de causar daños terribles a sus vecinos.

Esta tragedia no fue posible hasta que se organizaron los viajes interplanetarios e interestelares. Tiempo atrás, en una fase temprana de la Galaxia, el número de sistemas planetarios había sido muy pequeño, y sólo una media docena de mundos había alcanzado la etapa de la utopía. Los distintos planetas estaban desparramados arriba y abajo por la Galaxia, y las distancias que los separaban eran inmensas. Cada uno vivía su vida en un aislamiento casi completo, aliviado sólo por algún precario intercambio telepático. Algo más tarde, pero en un período aún primitivo, estos niños primogénitos de la Galaxia habiendo perfeccionado su organización social y su naturaleza biológica, y encontrándose en el umbral de la superindividualidad, volvieron su atención a los viajes interplanetarios. Primero uno y luego los otros llevaron sus cohetes al espacio, y lograron desarrollar poblaciones especiales para la colonización de los planetas vecinos.

En una época aún posterior (el período medio de la historia galáctica) habían aparecido ya otros sistemas planetarios, y un número cada vez mayor de mundos inteligentes salía con éxito de esa crisis psicológica que tantos otros no habían podido superar. Mientras, entre los mundos despiertos, los de la «generación» más vieja enfrentaban los problemas inmensamente difíciles de los viajes en escala interestelar, ya no meramente interplanetaria. Este nuevo poder cambió inevitablemente todo el carácter de la historia galáctica. De aquí en adelante, y a pesar de los intentos de exploración telepática que se hacían en algunos de los mundos más despiertos, la vida en la Galaxia se había desarrollado principalmente en numerosos mundos aislados que no se influían mutuamente. Con el advenimiento de los viajes interestelares, los temas de las biografías de los distintos mundos se fundieron gradualmente en un único drama.

Los viajes en el interior de los sistemas planetarios fueron realizados en un principio por naves cohete, con combustibles normales. En los primeros intentos el peligro de una colisión con los meteoros había aparecido como una grave dificultad. Aun las naves más eficientes, hábilmente dirigidas y en viajes por regiones relativamente libres de estos invisibles y letales proyectiles, podían chocar y estallar en cualquier momento. El inconveniente no fue superado hasta que se descubrieron los medios de liberar la energía subatómica. Fue entonces posible proteger a las naves con una amplia coraza de energía que desviaba o destruía los meteoros. Un método similar logró desarrollarse, dificultosamente, para proteger a las naves y sus tripulaciones de la constante y mortal granizada de las radiaciones cósmicas.

Los viajes interestelares, como opuestos a los interplanetarios, no fueron posibles hasta el advenimiento de la energía subatómica. Afortunadamente, no se tuvo acceso casi nunca a esta fuente de poder sino en una etapa muy adelantada del desarrollo, cuando la mentalidad era ya suficientemente madura para esgrimir el más peligroso de los instrumentos físicos sin un inevitable desastre. No obstante, los desastres ocurrieron. Muchos mundos estallaron accidentalmente en pedazos. En otros la civilización quedó temporalmente destruida. Tarde o temprano, sin embargo, la mayoría de los mundos inteligentes domó esta fuerza formidable, y la puso a trabajar en una escala titánica, no solo en la industria, sino en empresas tales como la alteración de órbitas planetarias para el mejoramiento del clima. El peligroso y delicado proceso consistía en disparar unos gigantescos cohetes subatómicos en momentos y lugares tales que los efectos fueran acumulándose gradualmente hasta desviar el curso del planeta en la dirección deseada.

Los viajes interestelares se hicieron en un principio sacando a un planeta de su órbita natural mediante una serie de descargas de cohetería, lanzadas en el momento y el lugar adecuados, proyectando así el cuerpo celeste al espacio exterior a una velocidad muy superior a la de los planetas y estrellas comunes. Esto sólo no bastaba, indudablemente, pues la vida en un planeta sin sol hubiese sido imposible. En los viajes interestelares cortos se resolvía la dificultad recurriendo a la energía subatómica que generaba la misma sustancia del planeta; pero para los viajes más largos, de miles de años, se fabricaba un pequeño sol artificial y se lo proyectaba en el espacio como brillante satélite del mundo viviente. Un planeta deshabitado era acercado a veces al planeta natal para que juntos formasen un sistema binario. Mediante un mecanismo que desintegraba gradualmente los átomos del mundo sin vida se obtenía una fuente constante de luz y calor. Los dos cuerpos, girando uno alrededor del otro, eran disparados luego entre las estrellas.

Esta delicada operación puede parecer imposible. Si yo tuviera aquí espacio para describir los experimentos que se prolongaron durante siglos y los catastróficos accidentes que precedieron al éxito, quizá la incredulidad del lector se desvanecería. Pero he de resumir en unas pocas frases prolongadas epopeyas de aventuras científicas y coraje personal. Baste decir que antes de perfeccionarse el proceso muchos mundos populosos flotaron a la ventura helándose en el espacio, o murieron quemados por sus soles artificiales.

Las estrellas están tan separadas unas de otras que medimos sus distancias en años luz. Si los mundos viajeros se hubiesen movido a velocidades parecidas a la de las estrellas mismas aun el más corto de los viajes interestelares hubiese durado millones de años. Pero como el espacio interestelar apenas ofrece resistencia a un cuerpo móvil, y por lo tanto no se pierde impulso, era posible para el mundo viajero —prolongando la potencia de empuje original del cohete durante muchos años— alcanzar una velocidad muy superior a la de la estrella más rápida. Los primeros viajes, de planetas naturales pesados, eran en verdad espectaculares, de acuerdo con nuestro criterio terrestre, pero en una etapa posterior pequeños planetas artificiales se trasladaron casi a la mitad de la velocidad de la luz. Debido a ciertos «efectos de relatividad» era imposible acelerar la velocidad más allá de este punto. Pero aun a este promedio valía la pena viajar a las estrellas más próximas, si había allí algún otro sistema planetario. Recuérdese que un mundo totalmente despierto no necesita pensar en términos de tiempo tan breves como una vida humana. Aunque sus individuos podían morir, el mundo despierto era, en un sentido muy importante, inmortal. No sorprendía, pues, que se trazaran planes que cubrían muchos millones de años.

En las primeras épocas de la Galaxia, las expediciones de estrella a estrella eran difíciles y raramente tenían éxito. Pero en etapas posteriores, cuando había ya muchos miles de mundos habitados por razas inteligentes, y cientos que habían superado la fase utópica, surgió una situación muy seria. El viaje interestelar era ya extremadamente eficiente. Se construían inmensos navíos de exploración con materiales artificiales de extrema rigidez y liviandad. Impulsados por cohetes y con una aceleración acumulativa alcanzaban pronto casi la mitad de la velocidad de la luz. Aun así el viaje de un extremo a otro de la Galaxia no podía ser completado en menos de doscientos mil años. Sin embargo, no había motivos para emprender viajes tan largos. Los viajes en busca de sistemas convenientes no duraban comúnmente más que una décima parte de ese tiempo. Muchos eran aun más breves. Las razas que habían alcanzado una verdadera conciencia comunal no titubeaban en lanzarse a tales expediciones. Al fin arrojaban el planeta mismo al océano del espacio para llevarlo a algún remoto sistema recomendado por los pioneros.

El problema del viaje interestelar era tan dominante que a veces se convertía en una obsesión aun en los mundos utópicos muy desarrollados. Esto sólo ocurría cuando en la naturaleza del mundo había algún anhelo secreto y no satisfecho. La raza desarrollaba la locura del viaje.

La organización social era entonces remodelada y orientada con estrictez espartana de acuerdo con las necesidades de la nueva tarea comunal. Todos los miembros de la raza, hipnotizados por la común obsesión, olvidaban gradualmente la vida de intensa intercomunicación personal y de actividad mental creadora que tanto los había preocupado hasta entonces. El movimiento mismo del espíritu que había explorado el Universo con inteligencia crítica y delicada sensibilidad, se iba deteniendo gradualmente. Las raíces más hondas de la emoción y la voluntad, que en los mundos sanos y totalmente despiertos estaban al alcance de la introspección, se oscurecían poco a poco. En tales mundos la desgraciada mente comunal se entendía cada vez menos a sí misma, y la meta fantasmal crecía y crecía en importancia. Se abandonaba todo intento de explorar la Galaxia telepáticamente. La pasión de la exploración física se convertía en una especie de religión. La mente comunal se convencía a sí misma de que debía difundir el evangelio de su propia cultura por toda la Galaxia. Aunque la cultura misma estaba desvaneciéndose, esta vaga idea era apreciada como justificación de la política del mundo.

Aquí he de volver sobre mis pasos, si no quiero dar una falsa impresión. Es necesario distinguir claramente entre los mundos enloquecidos de desarrollo mental comparativamente bajo y aquellos que casi habían alcanzado el más alto orden. Las especies más humildes podían ser dominadas por la obsesión de los viajes mismos, como pruebas de coraje y disciplina. Más trágico era el caso de los pocos mundos mucho más despiertos donde la obsesión tenía como tema la comunidad misma y la lucidez mental, y la propagación de la organización comunal y el especial modo de lucidez que ellos más admiraban. Para ellos el viaje interestelar era el medio de establecer un imperio cultural y religioso.

He hablado como si yo creyese que estos mundos formidables estaban realmente locos, alejados de todo posible crecimiento mental y espiritual. Pero en esta tragedia había otro elemento. Aunque según un punto de vista ajeno las gentes de estos mundos estuviesen locas o tuviesen un corazón malvado, ellas mismas se creían soberbiamente sanas, prácticas y virtuosas. Había veces en que nosotros mismos, los confundidos exploradores, estábamos casi persuadidos de que ésta era la verdad. Nuestro intimo contacto con ellos nos permitía penetrar, por decirlo así, en la cordura interior de la locura, en el núcleo de rectitud de la maldad. He descrito esa locura o maldad en términos simplemente humanos; pero eran en verdad sobrehumanas, pues incluían la perversión de facultades que estaban más allá de toda cordura y virtud humanas.

Cuando uno de estos mundos enloquecidos se encontraba con un mundo cuerdo, expresaba sinceramente la más razonable y amable de las intenciones: organizar un intercambio cultural y quizá cierta cooperación económica. Poco a poco se iba así ganando el respeto del otro por su simpatía, su espléndido orden social, y sus dinámicos impulsos. Para cada uno de los mundos el otro era un noble instrumento del espíritu, aunque quizá algo extraño y en parte incomprensible. Pero poco a poco el mundo normal empezaba a entender que en la cultura del mundo enloquecido había ciertas intuiciones en apariencia profundas y sutiles, pero en verdad completamente falsas, y crueles; agresivas y hostiles para la vida del espíritu, y que eran a la vez los principios dominantes en las relaciones internacionales de ese mundo. El mundo enloquecido, por su parte, llegaba penosamente a la conclusión que, al fin y al cabo, en el otro había una grave carencia, que no era sensible a los más altos valores y a las virtudes más heroicas, y que en verdad la corrupción había atacado allí la raíz misma de la vida, y que para bien del mismo mundo esa vida tenía que ser cambiada, o si no destruida. Así cada uno de los mundos, aunque movidos por el respeto y el afecto, condenaba tristemente al otro. Pero el mundo enloquecido no se contentaba con dejar así las cosas. Al fin se decidía a atacar y lo hacía con un fervor sagrado, ansioso por destruir la perniciosa cultura del otro y aun exterminar su población.

Es fácil para mí ahora, juego de los hechos, luego de la definitiva caída espiritual de esos mundos insanos, condenarlos como pervertidos; pero en las primeras fases del drama no sabíamos como orientarnos para decidir de qué lado estaba la cordura.

Muchos de los mundos enloquecidos sucumbían a la temeridad con que se lanzaban a navegar por el espacio. Otros, sometidos a la tensión de interminables búsquedas, caían en la neurosis social y la lucha civil. Unos pocos, sin embargo, lograban alcanzar la meta, y luego de un viaje que duraba unos cuantos miles de años lograban llegar a algún sistema planetario vecino. Los invasores se encontraban a menudo en un aprieto desesperado. Generalmente habían consumido la mayor parte de la materia de su pequeño sol artificial. Necesidades de economía les habían obligado a reducir la ración de calor y luz hasta tal extremo que cuando al fin descubrían un sistema planetario adecuado, el mundo nativo era casi completamente ártico. Luego de la llegada tenían que poner al mundo en una órbita conveniente y a veces emplear algunos siglos en tareas de recuperación. Después exploraban los mundos vecinos, buscaban el más hospitalario, y comenzaban a adaptarse a sí mismos y a adaptar a sus descendientes a las nuevas condiciones de vida. Si, como ocurría a veces, alguno de esos mundos ya estaba habitado por seres inteligentes, tarde o temprano los invasores entraban en conflicto con ellos ya en nombre del derecho a explotar los recursos de un planeta, o más probablemente a causa de la obsesión que impulsaba a los invasores a propagar la propia cultura. Pues la misión civilizadora —motivo ostensible de todas aquellas aventuras heroicas— se convertía siempre al fin en una obsesión rígida. Eran incapaces de entender que una civilización menos desarrollada podía ser más adecuada para los nativos. Ni podían entender que su propia cultura, antes la expresión de un mundo gloriosamente despierto, ahora era quizá inferior, a pesar del desarrollo mecánico y el desordenado fervor religioso, a la más simple cultura nativa en todos los aspectos esenciales de la vida mental.

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