Hades Nebula (55 page)

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Authors: Carlos Sisí

Tags: #terror, #Fantástico

BOOK: Hades Nebula
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El padre Isidro sonrió, sintiéndose infinitamente pagado de sí mismo. ¿Acaso había algún otro lugar donde las ratas hubieran podido refugiarse?, ¿había un sitio más apropiado para semejante atajo de despreciables? No podía imaginar un lugar más obvio y predecible para huir de Él y de su Justicia Sagrada. Era como la última pieza de un puzzle de proporciones cosmológicas, que termina cayendo y encajando en el lugar adecuado con un sonido similar al que produce la lápida de una tumba de piedra. Era allí, en definitiva, donde necesariamente tenían que darse cita después de todas aquellas escaramuzas; donde se desarrollaría el capítulo final, el Fin de Todas las Cosas.

Entonces recordó un fragmento del Libro Sagrado sobre la ciudad impía de Babilonia. Se trataba de una profecía que Isaías, hijo de Amoz, recibió en visión:

Lamentad, porque cercano está el día; vendré como destrucción de parte del Todopoderoso. Todas las manos se debilitarán, y todo corazón humano desfallecerá. Se llenarán de terror; convulsiones y dolores se apoderarán de ellos. Tendrán dolores como de mujer que da a luz. Cada cual mirará con asombro a su compañero; sus caras son como llamaradas. He aquí que viene el día de Jehovah, implacable, lleno de indignación y de ardiente ira, para convertir la tierra en desolación y para destruir en ella a sus pecadores
.

Después, complacido por cómo iban encajando las cosas, se encaminó hacia la Alhambra.

Jimmy miraba a su alrededor, con los ojos como dos huevos duros abiertos de par en par. Había llamas, había explosiones, disparos, y había también una suerte de humo espeso y de un tono indescriptiblemente hermoso que lo cubría casi todo. Pero también había una cantidad nada desdeñable de esas cosas muertas, que llegaban a la base Orestes desde prácticamente todos los rincones y anegaban sus accesos. Esos seres eran feos, no como el fuego que lo consumía y lo limpiaba todo, y los miraba con cierto sentimiento de asco desde su posición en lo alto de la Torre de la Justicia.

Cosas muertas, que hacían ruidos desagradables y miraban sin ojos.

A pesar de ellos, pensaba que Zacarías estaría satisfecho con su trabajo. Lo había hecho todo como le había ordenado, aunque para conseguirlo había tenido que disparar contra algunos de los hombres. No estaba seguro de si eso le causaría algún trastorno, aunque sus palabras aún restallaban en su mente, reconfortándole:
«Lo más importante es que hagas lo que te he pedido, pase lo que pase.»
Y eso había hecho, señor, sí señor.

A ratos, sin embargo, la incertidumbre se apoderaba de él y entonces se rascaba la cabeza, mohíno y sumido en un mar de dudas. ¿Habría previsto Zacarías todo ese despropósito?, ¿esa destrucción?, ¿sería parte de su plan? Jimmy no lo sabía, sólo quería complacerle; quería haberlo hecho bien, y en cuanto a las cosas feas y muertas, no había podido evitar que entrasen en la base cuando se ocupó de las puertas.

Otros dilemas no menos acuciantes vagaban por su mente, brumosos e insustanciales como la humareda que revoloteaba a su alrededor. Por ejemplo, ¿qué tenía que hacer a continuación? Zacarías no se lo había dicho. Los muertos le habían pillado por sorpresa, y había tenido que subir a lo alto de la torre para alejarse de ellos. Desde entonces, no había encontrado manera de volver al palacio.

En un momento dado, había mirado hacia arriba y le había parecido que el humo adquiría la forma de un rostro caricaturesco, con los pómulos hinchados y una sonrisa de complicidad entretejida en sus bucles siempre cambiantes. Entonces Jimmy le devolvió la sonrisa, y al hacerlo, el humo le respondió brindándole un guiño.

Jimmy
...

Jimmy mudó su expresión, mirando la colosal nube negra con pasmosa incredulidad. ¿La nube sabía su nombre?, ¿era posible?, pero ¿cómo?

¡
Eres el mejor, Jimmy
!

Una enorme sonrisa se dibujó en su rostro, marcado con tizne del humo y las cenizas que revoloteaban por todos lados. En sus pupilas se reflejaba el fulgor de las llamas, dibujando formas temblorosas.

¡
Eres el puto amo, Jimmy
!

—S-Sí...

¡Gracias, Jimmy!, ¡lo has hecho es-tu-pen-da-men-te!

Encendido por una repentina sensación, Jimmy trepó a las almenas de piedra y se asomó al patio que quedaba muchos metros abajo. Allí, los
zombis
avanzaban como una marea, lentos pero inexorables; las cabezas se mecían suavemente de uno a otro lado, conformando una alfombra monstruosa. Las cosas muertas sí que eran estúpidas, pensó. Era fácil reírse de ellas,
ja, ja, ja
, porque eran las cosas más estúpidas en las que podía pensar. Podías dispararles y seguían avanzando, podías cerrar una puerta y salir por la puerta trasera, y las cosas estúpidas seguirían intentando traspasar el umbral aunque te colocaras detrás de ellas. Sólo tenías que procurar que no te vieran. Hasta podías tirarte al agua y ellas te seguirían, aunque como había comprobado, no tenían absolutamente ninguna capacidad para nadar.

Cosas estúpidas. Feas y estúpidas. Ja, ja, ja.

Cerró los ojos, dejando que el aire caliente le acariciara las mejillas. Si el humo estaba contento con él, suponía que Zacarías también lo estaría, y eso era todo lo que necesitaba saber. Cuando las cosas se calmasen, regresaría a la base y estaría otra vez a su lado. Y eso sería bueno.

Entonces escuchó un ruido a su espalda.

Jimmy se volvió instintivamente.

Allí, erguida cuan alta era, había una de esas cosas feas. Y vaya si era fea: le faltaba la mandíbula inferior, y su lengua colgaba flácida, recorrida por venas negras e hinchadas. Sus ojos eran un espanto blanco, y su cabello blanco y lacio recubría parcialmente su frente de un color ceniciento.

La cosa sostenía su fusil entre las manos.

Jimmy contuvo un acceso de risa. Los muertos no sabían pulsar ni un botón rojo, gordo y brillante, con un cartel encima que dijera: «PULSE EL BOTÓN», ¿cómo pretendía usar un rifle? ¡Y le llamaban tonto a él! Luego se enfurruñó, arrugando la frente. Ciertamente debía tener más cuidado... no le había escuchado acercarse; había sido descuidado, y la cosa podía haberle empujado hasta abajo si no hubiera decidido trastear con su arma. Debía de haber subido utilizando las escaleras de piedra, que daban quiebros y se retorcían por el interior de la torre hasta la parte superior, siguiendo el camino por pura inercia.

Tanto daba. Sólo era uno. Cuando eran muchos representaban un serio peligro, a juzgar por lo que les había visto hacer en el pasado, pero éste era además delgado como un espantapájaros ligero de paja; estaba seguro de que podría quitarle el rifle y reducirlo. Decidió que lo tiraría hasta el patio de abajo, por encima de las almenas. Ja, ja, ja.

Entonces la cosa le apuntó, y Jimmy palideció al instante. El rifle hizo
clic
, pero no descargó ningún proyectil. La lengua se movió nerviosamente de un lado a otro, como la cola de un perrito faldero, y Jimmy dejó escapar una sonora carcajada.

Sin embargo, la cosa miraba ahora el rifle como si estuviera estudiándolo, lo que le pareció aún más divertido. Y después accionó el seguro correctamente, que se deslizó a un lado con suavidad.

—¡Uuuuuooooh! —exclamó Jimmy, impresionado, a modo de celebración. Solamente cuando la cosa volvió a apuntarle se dio cuenta de lo que estaba pasando—. Eh... —exclamó, aunque tenía la garganta cerrada y sonó como un graznido, grave y disonante.

La cosa accionó el gatillo, y el proyectil voló por el aire, acompañado de un estruendo explosivo. Le atravesó el tórax, unos centímetros por encima del ombligo, y salió por la espalda, espurreando sangre, trozos de hueso y vísceras. Fue como si hubiera recibido un mazazo, y trastabilló hacia atrás, hasta acabar deteniéndose justo en el borde del abismo.

Jimmy no podía creer lo que acababa de pasar. No pensaba en lo que esa herida representaba: la posibilidad de la muerte era un concepto que se le escapaba, y el dolor todavía no había hecho acto de aparición: su sistema nervioso aún se encontraba en estado de
shock
. Pero le sorprendía que una de las cosas estúpidas hubiera sabido accionar el seguro de su fusil. Más que sorprenderle, le enfurecía, porque de una forma íntima y no reconocida conscientemente, le satisfacía sentirse superior intelectualmente. Cosa curiosa, porque al hacerlo, volcaba sobre ellos el mismo desprecio que él había sufrido.

Para cuando ese sentimiento empezó a abrirse paso de manera consciente, la cosa disparó de nuevo, liberando tres proyectiles en ráfaga. Jimmy se sacudió como un alocado muñeco de trapo en manos de un titiritero empapado en alcohol. Surgieron latigazos de carne y sangre en el pecho; y en el cuello, la tráquea se hundió formando un pozo oscuro y deforme salpicado de líquido sinovial. Después, se sostuvo prácticamente sobre las puntas de los pies, desafiando la ley de la gravedad en un ángulo imposible al borde del torreón, hasta que, con las piernas estiradas, cayó hacia atrás. Tan sólo unos pocos segundos más tarde, caía sobre unos inadvertidos espectros que vagaban abajo. Su cuerpo, por entonces cadáver, los aplastó contra el suelo, quebrando sus huesos podridos y combando sus cuerpos por lugares insospechados. Y cuando su cabeza tocó el suelo, se desgajó en el acto como un fruto maduro. El padre Isidro bajó de nuevo las escaleras del torreón, trotando alegremente, pero sin el fusil. Sin duda era un aparato muy útil, pero sabía que su mejor baza era mezclarse otra vez con los muertos, pasar por uno de ellos, cosa que hizo inmediatamente. Así, se confundió con el tropel de espectros que llegaban, formando una serie de interminables hileras, a través de las puertas de la torre, y desde allí estudió la situación, observando con ojos escrutadores.

El monumental edificio que tenía enfrente estaba en llamas, y por todas partes se extendían el humo, el polvo y las cenizas. Sin embargo, los muertos avanzaban hacia el interior, indiferentes a todo. Golpeaban las ventanas, se arrastraban contra los muros, anhelantes de la carne que sentían dentro, y se escurrían poco a poco en dirección a la puerta de entrada. Él mismo oía las voces, gritando cosas ininteligibles; y ese clamor hizo que se estremeciera como el hambriento que experimenta un retortijón en el estómago al ver la comida ante sus ojos. ¿Serían
ellos
?, ¿los escurridizos impíos que conocía ya tan bien?

Espoleado por la excitación, el poderoso músculo de la lengua se retrajo, formando una especie de caracol casi púrpura.

En cuanto al acceso, la puerta era un embudo por el que los muertos se veían obligados a pasar en hileras de a dos. Una vez en el umbral, las balas descarnaban sus cuerpos, las cabezas se sacudían hacia atrás y caían unos sobre otros formando una pila espeluznante. Había tantos cadáveres apilados que habían conformado una especie de barricada sobrecogedora. Y lo que era aún más pavoroso: preñada de un sutil movimiento que la volvía cimbreante a la vista.

El padre Isidro, agazapado como un animal a punto de saltar entre la masa de espectros, dejó escapar una especie de gruñido. Tenía muy claro lo que tenía que hacer, y sin duda iba a disfrutar haciéndolo.

El interior del Palacio Real se consumía por las llamas. El fuego lamía los bellos ornamentos y se propagaba horizontalmente por los techos, arruinaba las puertas y las molduras de las paredes, los muebles, murales y alfombras. El calor, incluso a cierta distancia, era insoportable.

Romero, enfervorizado, gritaba órdenes a sus hombres, pero la confusión era absoluta: además de disparar contra los espectros que intentaban acceder por la puerta principal, tenían que ocuparse de controlar el incendio. En esa tarea habían agotado todos los extintores que pudieron encontrar, pero ni siquiera entonces fue suficiente. Para empezar, necesitaban acercarse bastante a las llamas, cosa que no resultaba fácil por los vapores tóxicos que flotaban en suspensión por todas partes. Afortunadamente para ellos, el viento soplaba con cierto ímpetu desde el oeste y la nube tóxica se desparramaba alejándose del palacio.

—¡Cargador! —gritaba alguien en el patio circular.

—¡Ráfagas cortas, joder, ráfagas cortas!

—¡CARGADOR, COÑO!

Entonces, Romero se detuvo.

De pronto, tuvo una experiencia íntima de profunda comprensión, alimentada quizá por el exceso de adrenalina que corría por su sangre. El sonido que percibía por todas partes redujo su intensidad hasta quedarse plano, como si estuviera escuchando debajo del agua. Asomado a la balaustrada de piedra del segundo piso, la escena de caos que tenía delante se le mostraba como ralentizada. Los detalles más nimios saltaban a la vista; los casquillos salían de los fusiles como ingrávidas bailarinas de ballet, la sangre salpicaba como si una repentina ola de frío la hubiera congelado en el aire, y un soldado que iniciaba su huida, tropezaba con un compañero acuclillado y se precipitaba contra el suelo, más parecido a una escultura pétrea que a un cuerpo en caída libre.

Romero pestañeó, escuchando su propia respiración en primer plano, cálida y pesada. El aire estaba viciado y al expulsarlo, sus pulmones emitían un pitido agudo y sibilante.

Y en mitad de esa experiencia de percepción extrasensorial, Romero comprendió. Había perdido.

Detrás de una de las columnas del patio, uno de sus hombres se mecía, aferrado a su arma como si acunara a un bebé. Incluso con el casco cubriéndole los ojos, sabía que estaba llorando, presa de un ataque de pánico. En el otro extremo, un soldado golpeaba con la culata la cabeza de un muerto viviente, incapaz de encontrar una sola bala en sus cargadores.

La sala de munición había volado, y el exterior era impracticable no sólo por los
zombis
, sino por el humo tóxico de los vapores que se habían liberado. Por consiguiente, resultaba imposible acceder al segundo almacén de armas y munición. Paradójicamente, tenían máscaras con filtros especiales (parte del equipo de la divisiones UME con las que había parcheado a sus hombres), pero estaban también en ese depósito auxiliar. No sabía quién era su enemigo, sólo su sello o marca de guerra.

Trauma. Trauma. Trauma
.

Habían perdido uno de los helicópteros y el otro quedaba ya inalcanzable. A esas alturas, estaría rodeado por una legión de muertos vivientes. Y por añadidura no tenía ni idea de cuál era el paradero de Aranda, que era su objetivo primordial. Por lo que sabía, podía estar camino de Almería en uno de sus camiones, o estar escondido en una de las muchas galerías que se rumoreaba que estaban ocultas bajo la Alhambra. En cualquier caso, ya poco importaba.

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