Harry Potter. La colección completa (426 page)

Read Harry Potter. La colección completa Online

Authors: J.K. Rowling

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y Juvenil, Intriga

BOOK: Harry Potter. La colección completa
7.84Mb size Format: txt, pdf, ePub

Una vez había hablado con Lupin por aquella chimenea; en esa ocasión se sentía muy confuso respecto a su padre, y las tranquilizadoras palabras de Lupin lo habían consolado. Pero en este momento, el pálido y torturado rostro de Lupin parecía flotar ante él, y experimentó una repulsiva oleada de remordimiento. Ni Ron ni Hermione dijeron nada, pero él estaba seguro de que se miraban, a sus espaldas, comunicándose en silencio.

Se dio la vuelta y los sorprendió apartándose precipitadamente uno de otro.

—Ya sé que no debí llamarlo cobarde.

—No, no debiste hacerlo —refunfuñó Ron.

—Pero se comporta como tal.

—Aunque así fuera… —intervino Hermione.

—Ya lo sé. Pero si eso hace que vuelva junto a Tonks, habrá valido la pena, ¿no? —Harry no pudo evitar el deje de súplica de su voz.

Hermione lo miró con indulgencia y Ron, vacilante. Harry se miró los pies; pensaba en su padre. ¿Habría defendido James la postura de su hijo, o se habría enfadado por cómo había tratado a su amigo?

La cocina estaba en silencio, pero casi se oía el zumbido de la reciente conmoción y el de los reproches no expresados de Ron y Hermione.
El Profeta
que Lupin les había llevado seguía encima de la mesa, y la cara de Harry contemplaba el techo desde la primera plana. El chico se aproximó a la mesa y se sentó. Levantó el periódico, lo abrió al azar y fingió leer. Pero no lograba concentrarse, porque sólo pensaba en su encontronazo con Lupin. Sin duda sus dos amigos, tapados por el periódico, habían retomado sus silenciosas comunicaciones. Pasó una página, haciendo mucho ruido, y entonces descubrió el nombre de Dumbledore. Tardó unos instantes en comprender el significado de la fotografía, en la que aparecía un retrato de familia. El pie de foto rezaba: «La familia Dumbledore. De izquierda a derecha, Albus, Percival, con la recién nacida Ariana en brazos, Kendra y Aberforth.»

Intrigado, examinó la imagen con detenimiento. Percival, el padre de Dumbledore, era un hombre atractivo y sus ojos parecían brillar incluso en aquella fotografía vieja y deslucida. La pequeña Ariana era un indefinido bulto no más largo que una barra de pan. Kendra, la madre, de cabello negro azabache recogido en un moño alto, tenía un rostro esculpido con cincel y, pese a su vestido de seda de cuello alto, a Harry le recordó a los indios americanos: ojos oscuros, pómulos prominentes y nariz recta. Albus y Aberforth lucían sendas chaquetas con cuello de encaje e idénticas melenas cortas; Albus aparentaba ser unos años mayor que su hermano, pero, por lo demás, los dos niños se parecían bastante, porque la fotografía se había tomado antes de que a Albus le rompieran la nariz y usara gafas.

Ofrecían el aspecto de una familia feliz y normal que sonreía con serenidad en el periódico. La pequeña Ariana tenía un brazo fuera del chal que la envolvía, y de vez en cuando lo agitaba. Harry leyó el titular del artículo ilustrado con esa fotografía:

EXTRACTO DE LA BIOGRAFÍA DE ALBUS DUMBLEDORE, DE PRÓXIMA APARICIÓN
Rita Skeeter

Harry se dijo que aquel texto no empeoraría mucho más su estado de ánimo, así que inició la lectura:

La orgullosa y altanera Kendra Dumbledore no soportó seguir viviendo en Mould-on-the-Wold después del arresto y el confinamiento en Azkaban de su esposo Percival. Por eso decidió llevarse a su familia de allí y trasladarse a Godric's Hollow, el pueblo que más tarde se haría famoso por ser el escenario donde Harry Potter se libró —de forma muy extraña— de Quien-ustedes-saben.

En Godric's Hollow, igual que en Mould-on-the-Wold, residían muchas familias de magos, pero como Kendra no conocía a nadie allí, no sería objeto de la curiosidad que despertaba el delito de su esposo, como le había ocurrido en su anterior lugar de residencia. Sin embargo, rechazó repetidamente las muestras de simpatía de sus nuevos vecinos magos, y de ese modo pronto se aseguró de que dejarían en paz a su familia.

«Me cerró la puerta en las narices cuando fui a darle la bienvenida llevándole una hornada de pasteles, con forma de caldero, hechos por mí —recuerda Bathilda Bagshot—. El primer año que vivieron ahí sólo vi a los dos chicos, y no habría sabido que también existía una niña si, en una ocasión (el invierno después de su llegada), no hubiera estado yo recogiendo
plangentinas
a la luz de la luna y la hubiera visto salir con Ariana al jardín trasero. Kendra le hizo dar a la niña una vuelta al jardín, sujetándola con fuerza por el brazo, y luego se la llevó dentro. No supe qué pensar.»

Al parecer, Kendra creyó que el traslado a Godric's Hollow era una oportunidad perfecta para esconder a Ariana de una vez por todas, algo que probablemente llevaba años planeando. Era el momento más oportuno. La niña sólo tenía siete años cuando se la perdió de vista, y, según la mayoría de los expertos, a esa edad es cuando se habría revelado su magia, si la hubiera tenido. Nadie que todavía viva recuerda que Ariana mostrara jamás la más leve señal de poseer aptitudes mágicas. Por tanto, parece evidente que Kendra decidió ocultar la existencia de su hija para no sufrir la vergüenza de reconocer que había alumbrado a una
squib
. Alejarse de los amigos y los vecinos que conocían a Ariana facilitaría mucho su confinamiento, por supuesto. Y podía confiar en que las pocas personas que a partir de entonces conocieran la existencia de la niña guardarían el secreto, incluidos sus dos hermanos; ellos desviaban las preguntas inoportunas con la respuesta que les había enseñado su madre: «Mi hermana está demasiado débil para ir al colegio.»

La próxima semana: «Albus Dumbledore en Hogwarts: los premios y las falsedades.»

Harry se había equivocado: el extracto de la obra de Rita Skeeter que acababa de leer le hizo sentirse peor. Volvió a mirar la fotografía de la familia aparentemente feliz. ¿Era verdad lo que había leído? ¿Cómo lo averiguaría? Quería ir a Godric's Hollow, aunque Bathilda no estuviera en condiciones de explicarle nada, y quería visitar el lugar donde Dumbledore y él habían perdido a sus seres queridos. Cuando estaba a punto de bajar el periódico para pedirles su opinión a Ron y Hermione, un «¡crac!» ensordecedor resonó en la cocina.

Por primera vez en tres días, Harry se había olvidado por completo de Kreacher. Al principio pensó que Lupin había vuelto a irrumpir en la habitación, pero no entendía qué era la maraña de agitadas extremidades que había aparecido de la nada justo al lado de su silla. Se puso rápidamente en pie al mismo tiempo que Kreacher se desenredaba y, haciendo una reverencia a Harry anunciaba con su ronca voz:

—Kreacher ha vuelto con el ladrón Mundungus Fletcher, mi amo.

Mundungus se levantó con dificultad y sacó su varita; pero Hermione fue más rápida que él y gritó:


¡Expelliarmus!

La varita mágica de Mundungus saltó por los aires y ella la atrapó. Mundungus, despavorido, echó a correr hacia la escalera; sin embargo, Ron le hizo un placaje y lo derribó sobre el suelo de piedra con un amortiguado crujido.

—Pero ¿qué pasa aquí? —bramó retorciéndose para soltarse de los brazos de Ron—. ¿Qué he hecho? ¿Por qué enviáis a un maldito elfo doméstico a buscarme? ¿A qué jugáis? ¿Qué he hecho? ¡Suéltame! ¡Suéltame o…!

—No estás en posición de amenazarnos —dijo Harry. Apartó el periódico, cruzó la cocina en pocas zancadas y se arrodilló al lado de Mundungus, que dejó de forcejear y lo miró aterrado.

Ron se levantó jadeando y observó cómo Harry apuntaba su varita a la nariz de Mundungus. Éste apestaba a sudor y humo de tabaco; tenía el pelo enmarañado y la túnica manchada.

—Kreacher pide disculpas por el retraso en traer al ladrón, mi amo. Fletcher sabe cómo evitar que lo capturen, tiene muchos escondrijos y muchos cómplices. Sin embargo, al fin Kreacher consiguió acorralar al ladrón.

—Lo has hecho muy bien —lo felicitó Harry, y el elfo hizo una reverencia—. Bien, tenemos varias preguntas que hacerte —le dijo a Mundungus, que se apresuró a farfullar:

—Me entró pánico, ¿vale? Yo no quería ir, lo dije desde el principio; no te ofendas, chico, pero nunca me ofrecí como voluntario para morir por ti, y el maldito Quien-tú-sabes venía volando hacia mí… cualquiera se habría largado. Ya advertí que no quería hacerlo…

—Para que te enteres, nadie más se desapareció —le informó Hermione.

—Bueno, pues sois una pandilla de malditos héroes, ¿vale?, pero yo nunca dije que estuviera dispuesto a dar la vida por…

—No nos interesa saber por qué dejaste plantado a
Ojoloco
—lo interrumpió Harry, y le acercó un poco más la varita a los ojos, con bolsas e inyectados en sangre—. Ya sabíamos que eras un canalla y que no se podía confiar en ti.

—Entonces, ¿por qué demonios me ha traído aquí ese elfo doméstico? ¿Es otra vez por lo de las copas ésas? No me queda ni una; si las tuviera os las daría…

—No, no se trata de las copas, pero te estás acercando —dijo Harry—. Y ahora calla y escucha.

Era maravilloso tener algo que hacer, alguien a quien poder extraerle una pequeña parte de la verdad. La varita de Harry estaba tan cerca de la nariz de Mundungus que éste se había puesto bizco intentando no perderla de vista.

—Cuando te llevaste de esta casa todos los objetos de valor… —empezó Harry, pero Mundungus volvió a interrumpirlo:

—Sirius nunca le dio ningún valor a la chatarra que…

Hubo un correteo, un destello de cobre, un resonante golpazo y un chillido de dolor: Kreacher se había abalanzado sobre Mundungus para golpearle la cabeza con una sartén.

—¡Sacádmelo de encima! ¡Sacádmelo! ¡Este bicho tendría que estar encerrado! —vociferó Mundungus cubriéndose la cabeza con ambos brazos al ver que el elfo volvía a levantar la enorme sartén.

—¡Kreacher, no lo hagas! —ordenó Harry.

Los delgados brazos de Kreacher temblaban bajo el peso de la sartén que sostenía en alto.

—Una vez más, amo Harry, por si acaso.

Ron se echó a reír.

—Nos interesa que esté consciente, Kreacher, pero si necesita que se le persuada un poco, podrás hacer los honores —prometió Harry.

—Gracias, amo —replicó el elfo inclinando la cabeza; se retiró un poco y se quedó a escasa distancia vigilando a Mundungus con sus enormes y pálidos ojos, cargados de odio.

—Cuando te llevaste de esta casa todos los objetos de valor que encontraste —volvió a decir Harry—, cogiste unas cosas que estaban en el armario de la cocina. Entre ellas había un guardapelo… —De pronto se le secó la boca y también notó la tensión y la emoción de Ron y Hermione—. ¿Qué hiciste con él?

—¿Por qué lo preguntas? ¿Tiene algún valor?

—¡Todavía lo tienes! —acusó Hermione.

—No, ya no lo tiene —dijo Ron con astucia—. Se está preguntando si habría podido pedir más dinero por él.

—¿Más dinero? —se extrañó Mundungus—. Eso no habría sido difícil, porque puede decirse que lo regalé. No tuve alternativa.

—¿Qué quieres decir?

—Estaba vendiendo en el callejón Diagon cuando una tipa se me acercó y me preguntó si tenía permiso para comerciar con artilugios mágicos. Una fisgona asquerosa. Quería multarme, pero le gustó el guardapelo y me dijo que se lo quedaba y que por esa vez me perdonaba, y… y que podía considerarme afortunado.

—¿Quién era? —preguntó Harry.

—No lo sé, una arpía del ministerio. —Caviló un momento, frunciendo el entrecejo, y añadió—. Era bajita y llevaba un lazo en la cabeza. Ah, y tenía cara de sapo.

Harry bajó la varita y, sin querer, golpeó a Mundungus en la nariz. Saltaron unas chispas rojas que le prendieron fuego a las cejas.


¡Aguamenti!
—gritó Hermione, y un chorro de agua salió del extremo de su varita y roció a Mundungus, que, atragantándose, se puso a farfullar como un enloquecido.

Harry alzó la vista y percibió su propia sorpresa reflejada en las caras de sus amigos, al tiempo que notaba un hormigueo en las cicatrices del dorso de la mano derecha.

12
La magia es poder

A medida que avanzaba agosto, el descuidado rectángulo de césped que había en el centro de Grimmauld Place iba marchitándose al sol hasta quedar reseco y marrón. Los
muggles
que vivían en las casas vecinas de esa plaza nunca habían visto a los inquilinos del número 12 ni la casa en sí, pero hacía mucho tiempo que habían aceptado el gracioso error de numeración, en virtud del cual los números 11 y 13 eran colindantes.

Y sin embargo, la plaza atraía un goteo de visitantes que, por lo visto, consideraban esa anomalía de lo más intrigante. Así pues, no pasaba ni un día sin que una o dos personas llegaran a Grimmauld Place con el único propósito (al menos aparentemente) de apoyarse en la pequeña valla que cercaba la plaza, frente a los números 11 y 13, y observar la unión de las dos casas. Esos individuos nunca eran los mismos, aunque todos solían vestir de una forma muy rara. La mayoría de los londinenses que pasaban por allí, acostumbrados a ver personajes excéntricos, no se fijaban mucho en ellos, aunque de vez en cuando algún viandante volvía la cabeza y se preguntaba cómo se le ocurría a alguien salir a la calle con una capa tan larga, visto el calor que hacía.

No obstante, parecía que esos observadores no obtenían mucha satisfacción de su vigilancia. A veces, alguno echaba a correr hacia los edificios, como si por fin hubiera visto algo interesante, pero siempre regresaba decepcionado.

El 1 de septiembre merodeaba más gente que nunca por la plaza. Ese día, ataviados con largas capas, había media docena de individuos en actitud alerta escudriñando con esmero los números 11 y 13, pero lo que esperaban ver seguía ocultándose. Al anochecer cayó un inesperado y frío aguacero por primera vez en varias semanas, y entonces se produjo uno de aquellos inexplicables momentos en que los mirones parecían haber visto algo fascinante: el hombre de la cara deforme señaló los edificios y el que estaba más cerca de él, un tipo pálido y gordinflón, hizo ademán de correr hacia allí, pero un instante más tarde ambos volvían a estar inmóviles, con aspecto frustrado.

Other books

Dangerous by Jacquelyn Frank
No Reservations by Lilly Cain
Ablaze: Erotic Romance by Morgan Black
The Runaway's Gold by Emilie Burack
Frozen Moment by Camilla Ceder
The Same Woman by Thea Lim
In Vino Veritas by J. M. Gregson