Hasta luego, y gracias por el pescado (12 page)

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Authors: Douglas Adams

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Hasta luego, y gracias por el pescado
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- Sólo trataba de entenderlo con toda claridad - repuso Arthur -. Has dicho que tuviste la sensación de que la Tierra había estallado... realmente...

- Sí. Más que una sensación.

- ¿Que es lo que todo el mundo atribuye - preguntó, indeciso - a alucinaciones?

- Sí. Pero eso es ridículo, Arthur. La gente cree que con decir «alucinaciones» queda todo explicado y, al final, lo que uno no entiende es que no existe. No es más que una palabra, no explica nada. No explica por qué desaparecieron los delfines.

- No - dijo Arthur -. No - añadió pensativo -. No - insistió, con aire aun más meditabundo, para terminar preguntando -: ¿qué?

- Que no explica la desaparición de los delfines.

- No, claro. ¿Qué delfines?

- ¿Cómo que qué delfines? Te hablo de cuando desaparecieron todos los delfines.

Ella le puso la mano en la rodilla, lo que le hizo comprender que el cosquilleo que le recorría la espina dorsal no se debía a que ella le estuviera acariciando suavemente la espalda, sino a la desagradable y horripilante sensación que a menudo experimentaba cuando la gente intentaba explicarle cosas.

- ¿Los delfines?

- Sí.

- ¿Desaparecieron todos los delfines?

- Sí.

- ¿Los delfines? ¿Dices que desaparecieron todos los delfines? ¿Es eso - preguntó Arthur, tratando de que ese punto quedara absolutamente claro - lo que estás diciendo?

- Pero por amor de Dios, Arthur, ¿dónde has estado? Todos los delfines desaparecieron el día que yo...

Le miró fijamente a los pasmados ojos.

- ¿Cómo...?

- Ningún delfín. Ninguno. Todos desaparecieron. Escudriñó su expresión.

- ¿Es que realmente no lo sabías?

Era evidente, por su aire de asombro, que no lo sabía.

- ¿Adónde se fueron? - preguntó.

- Nadie lo sabe. Eso es lo que significa «desaparecido» - explicó Fenchurch, que añadió -: Bueno, hay uno que afirma saberlo, pero todo el mundo dice que vive en California y que está loco. Esta ha pensando en ir a verle porque parece la única pista que tengo de lo que me pasó a mí.

Se encogió de hombros y luego le dirigió una larga y silenciosa mirada. Le puso la mano en la mejilla.

- Me gustaría mucho saber dónde has estado. Creo que a ti también te ha pasado algo horrible. Y por eso es por lo que nos reconocimos mutuamente.

Echó una mirada por el parque, que estaba cayendo presa de las sombras. - Pues ahora ya tienes a alguien a quien contárselo.

Arthur dejó escapar lentamente un largo suspiro de un año. - Es una historia muy larga - confesó.

Fenchurch se inclinó sobre él y acercó su bolso de lona. - ¿Tiene algo que ver con esto? - preguntó.

El objeto que sacó del bolso era viejo y estaba baqueteado por los viajes, como si lo hubieran arrojado a ríos prehistóricos, expuesto al calor del rojísimo sol que brilla en los desiertos de Cacrafún, medio enterrado en las marmóreas arenas que orlan los embriagadores y vaporosos océanos de Santraginus V, congelado en los glaciares de la luna de jaglan Beta, usado como asiento, pateado en naves espaciales, arrastrado y maltratado en general, y como los fabricantes habían pensado que ésas eran exactamente las cosas que podrían ocurrirle, lo enfundaron precavidamente en una caja de plástico duro donde, con grandes y amistosos caracteres, habían escrito las palabras: «No se asuste.»

- ¿De dónde has sacado esto? - preguntó Arthur, quitándoselo de las manos.

- Ah - dijo ella -. Creía que era tuyo. Te lo dejaste aquella noche en el coche de Russell. ¿Has estado en muchos de esos sitios?

Arthur sacó la Guía del autostopista galáctico de la funda. Se trataba de un ordenador pequeño, fino y flexible. Pulsó unas teclas hasta que la pantalla se llenó de líneas.

- En unos cuantos.

- ¿Podemos ir juntos?

- ¿Qué? No - respondió bruscamente Arthur, que luego se ablandó un poco y añadió -: ¿Quieres ir?

Esperaba una respuesta negativa. Fue un gesto de gran generosidad por su parte no decir: «No quieres ir, ¿verdad?»

- Sí - contestó Fenchurch -. Quiero descubrir el mensaje que perdí, y de dónde procedía. Porque no creo - añadió, poniéndose en pie y observando la creciente penumbra del parque - que viniera de aquí.

- Ni siquiera estoy segura - prosiguió, pasando el brazo por la cintura de Arthur - de saber qué significa la palabra aquí.

21

Como anteriormente hemos observado, a menudo y con exactitud, la Guía del autostopista galáctico es un objeto bastante sorprendente. Y como sugiere el título, fundamentalmente se trata de una guía. El problema -o, mejor dicho, uno de los problemas, porque hay muchos, de los cuales una considerable proporción está obstruyendo los tribunales civiles, comerciales y penales en todas las partes de la Galaxia y especialmente los más corruptos, si es que hay unos más corruptos que otros-, es el siguiente:

La frase anterior tiene sentido. Ese no es el problema. Es éste:

Cambio.

Vuélvalo a leer y lo entenderá.

La Galaxia es un lugar de rápidos cambios. Francamente, hay muchos, todos los cuales están constantemente en movimiento, en continuo cambio. Buena pesadilla, podría pensarse, para un editor consciente y escrupuloso que dedicara todos sus esfuerzos a mantener ese tomo electrónico, enormemente detallado y complejo, en la vanguardia de todas las circunstancias y condiciones cambiantes que se crean en la Galaxia a cada minuto de cada hora de cada día; pero sería una idea equivocada. El error consistiría en no comprender que al editor, como a todos los editores que la Guía haya tenido nunca, se le escapa el verdadero significado de las palabras «escrupuloso», «consciente» y «dedicado», y que sus pesadillas tienden a importarle un comino.

Los artículos se actualizan o no, según, mediante la red Sub-Etha, si se leen bien.

Como por ejemplo, el caso de Brequinda del Foth de Avalars, famosa, mítica y legendaria por las aburridas o idiotizantes miniseries en tres dimensiones como el hogar del grandioso y mágico Dragón de Fuego de Fuolornis.

En la antigüedad, antes del Advenimiento del Sorth de Bragadox, cuando Fragilis cantaba y Saxaquini del Quenelux dominaba; cuando el aire era suave y las noches fragantes; cuando todos afirmaban ser vírgenes, o eso pretendían -aunque cómo demonios podía alguien mantener ni siquiera remotamente esa ridícula pretensión con aquel aire suave, las noches fragantes y todo lo que pudiera imaginarse-, en Brequinda del Foth de Avalars era imposible lanzar un ladrillo sin dar al menos a media docena de dragones de fuego de Fuolornis.

Otra cosa es que uno quisiera hacerlo.

No es que los dragones de fuego no fuesen una especie particularmente amante de la paz, que lo eran. La adoraban hasta el extremo y, en general, su extremada adoración por las cosas constituía con frecuencia un problema particular: a menudo se hace daño al ser que se ama, sobre todo si se es un Dragón de Fuego de Fuolornis con el aliento del motor auxiliar de propulsión de un cohete y dientes como la veda de un parque. Otro problema es que, cuando les daba por ahí, solían hacer bastante daño a los seres queridos de otras personas. Añádase a todo ello el número relativamente pequeño de locos que efectivamente se dedicaban a lanzar ladrillos, y se terminará comprendiendo que en Brequinda del Foth de Avalars había un montón de gente que sufría graves daños por parte de los dragones.

Pero ¿les importaba? Nada en absoluto.

¿Se les oía lamentarse de su destino? No.

En todas las regiones de Brequinda del Foth de Avalars se reverenciaba a los dragones de fuego de Fuolornis por su belleza salvaje, sus nobles modales y su costumbre de morder a los que no los veneraban.

¿Y por qué?

La respuesta es sencilla. Sexo.

Por alguna razón inescrutable, siempre resulta insoportablemente atractivo el hecho de que existan grandes dragones mágicos de aliento de fuego que vuelan bajo en las noches de luna que ya son peligrosas por su fragancia y suavidad.

La razón de ello no habrían sabido darla los habitantes de Bequinda, tan inclinados a los asuntos amorosos, y no se habrían parado a hablar del tema una vez que sentían los efectos, porque en cuanto una bandada de media docena de dragones de fuego de Fuolornis de alas plateadas y piel de gamuza aparecían en el horizonte de la tarde, la mitad de los habitantes de Brequinda se escabullía en el bosque con la otra mitad para pasar juntos una noche de intenso ajetreo, saliendo de la espesura con los primeros rayos de sol sonrientes y felices y afirmando con mucho encanto que seguían siendo vírgenes, aunque un tanto sofocados y pegajosos.

Las feromonas, dijeron algunos investigadores. Algo sónico, afirmaron otros.

El país siempre estaba plagado de investigadores que trataban de llegar al fondo de la cuestión y dedicaban un montón de tiempo a sus estudios.

No es de sorprender que la seductora y gráfica descripción de la Guía sobre la situación general de dicho planeta resultara ser asombrosamente popular entre los autostopistas que se dejaban guiar por ella, de manera que nunca la suprimieron y, en consecuencia, a los viajeros de los últimos tiempos les toca averiguar por sí mismos que la moderna Brequinda, en el Estado Ciudad de Avalars, es poco más que hormigón, antros de strip-tease y Hamburgueserías el Dragón.

22

En Islington, la noche era suave y fragante.

Claro que en el callejón no había dragones de fuego de Fuolornis, pero si alguno se hubiera atrevido a pasar por él, más le habría valido largarse a tomar una pizza, porque allí no iban a necesitarle.

Si surgiese una emergencia inesperada cuando aún se encontraban a la mitad de su American Hots con una anchoa extra, siempre podría enviar un mensaje para que pusieran a Dire Straits en el estéreo, cosa que surte el mismo efecto, como ya se sabe.

- No - dijo Fenchurch -, todavía no.

Arthur puso a Dire Straits en el estéreo. Fenchurch abrió de par en par la puerta de arriba para que entrara un poco más del aire suave y fragante de la noche. Ambos se sentaron en una parte del mobiliario hecho a base de cojines, muy cerca de la abierta botella de champán.

- No - repitió Fenchurch -. No, hasta que averigües lo que me pasa, en qué parte. Pero supongo - añadió en voz muy, muy queda - que podríamos empezar por donde tienes la mano ahora.

- Así que, ¿por dónde tengo que ir?

- De momento hacia abajo - señaló Fenchurch. Arthur movió la mano.

- Hacia abajo - le recordó ella -, es justamente la otra dirección.

- Ah, sí.

Mark Knopfler tiene una habilidad extraordinaria para hacer que un Schecter Custom Stratocaster grite y cante como los ángeles un sábado por la noche, agotado de ser bueno toda la semana y con necesidad de una cerveza fuerte, lo que en este momento no es estrictamente oportuno ya que el disco no ha llegado aún a ese punto, pero cuando llegue pasarán muchas cosas y, por otra parte, el cronista no pretende sentarse aquí con la lista de grabación y un cronómetro, de manera que le parece mejor mencionarlo ahora, cuando las cosas aún tienen un ritmo lento.

- Y así llegamos - anunció Arthur - a tu rodilla. A tu rodilla izquierda le pasa algo horrible y trágico.

- Mi rodilla izquierda esta perfectamente bien - aseveró Fenchurch.

- Desde luego que sí.

- ¿Sabías que...?

- ¿Qué?

- Bueno, nada. Estoy segura de que lo sabes. Sigue.

- Así que tiene algo que ver con tus pies...

Ella sonrió en la penumbra y se frotó los hombros contra los cojines. Como en el Universo, en Squornshellous Beta para ser exactos, a dos mundos de distancia de las marismas de los colchones, hay cojines que efectivamente disfrutan con que alguien se frote contra ellos, en particular si se hace con toda naturalidad debido al ritmo sincopado con que se mueven los hombros. Es una lástima que no estuvieran allí pero así es la vida.

Arthur mantuvo en el regazo el pie de Fenchurch y lo escrutó con atención. Toda clase de cosas sobre cómo le caía el vestido dejando ver las piernas, le impedían pensar con claridad en aquel momento.

- Debo admitir que no tengo ni idea de lo que estoy buscando.

- Lo sabrás cuando lo encuentres - repuso ella con un tonillo burlón -. Te aseguro - su voz se entrecortó ligeramente -. No es ése.

Sintiéndose cada vez más confuso, Arthur le dejó el pie izquierdo en el suelo y se desplazó un poco para poder cogerle el derecho. Ella se inclinó hacia adelante, le rodeó con los brazos y le besó, porque el disco había llegado al punto en que, si se conocía la música, resultaba imposible dejar de hacerlo.

Luego le dio el pie derecho.

Arthur lo acarició, pasando los dedos por el tobillo, por la parte carnosa de la planta, por el empeine, sin encontrar nada malo.

Ella lo miraba muy divertida. Se rió y meneó la cabeza. - No, no te pares - dijo -; ése no es.

Arthur se detuvo y frunció el ceño ante el pie izquierdo que reposaba en el suelo.

- No te pares.

Le acarició el pie derecho, pasando los dedos por el tobillo, por la parte carnosa de la planta, por el empeine y dijo:

- ¿Quieres decir que tiene algo que ver con la pierna que estoy sujetando?

- inquirió.

Volvió a encogerse de hombros con ese movimiento que habría puesto tanta alegría en la vida de un simple cojín de Squomshellous Beta.

Arthur frunció el entrecejo.

- Cógeme en brazos - dijo Fenchurch con voz queda.

Arthur depositó el pie derecho en el suelo y se incorporó. Ella también. El la abrazó y se besaron de nuevo. Así continuaron un tiempo, al cabo del cual ella dijo:

- Ahora ponme en el suelo otra vez. Así lo hizo Arthur, aún perplejo.

- ¿Y bien?

Le lanzó una mirada casi desafiante. - Así que, ¿qué les pasa a mis pies?

Arthur seguía sin comprender. Se sentó en el suelo y luego se puso a gatas para mirarle los pies in situ, por decirlo así, en su habitat normal. Y al mirarlos con atención, descubrió algo raro. Bajó la cabeza hasta el suelo y entornó los ojos. Hubo una larga pausa. Con gesto pesado, volvió a sentarse pesadamente.

- Sí - dijo -, ya veo lo que les pasa a tus pies. Que no tocan el suelo.

- Y... ¿qué te parece?

Arthur alzó la vista rápidamente hacia ella y vio que un hondo temor le oscurecía súbitamente la mirada. Se mordía el labio y estaba temblando.

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