Con fríos que en lo sucesivo podían pasar de los sesenta grados centígrados la muerte era inevitable si no se encontraba habitación conveniente.
El termómetro a la sazón manteníase en un término medio de seis grados bajo cero, y la estufa instalada en el cuerpo de guardia iba devorando la leña disponible, pero sólo producía un calor mediano. Como siempre no se podría contar con combustible, era preciso a todo trance encontrar otra habitación que estuviera al abrigo del descenso de temperatura, porque el mercurio y quizás el alcohol de los termómetros no tardarían mucho en helarse.
No podía tampoco pensarse en buscar refugio en la
Dobryna
y en la
Hansa
, porque ya hemos dicho que estos barcos no estaban en condiciones de luchar contra fríos tan vivos.
¿Quién sabe, por lo demás, la suerte que correrían estos buques cuando los hielos se acumularan a su alrededor en masas enormes?
Si el capitán Servadac, el conde Timascheff y el teniente Procopio hubieran sido hombres capaces de desanimarse, estas gravísimas contrariedades les habrían desanimado. ¿Quién hubiera podido imaginar que la extraña dureza del subsuelo iba a impedir que se abrieran silos?
Las circunstancias apremiaban cada día más. La disminución aparente del disco solar iba reduciéndose visiblemente a consecuencia de la distancia. Cuando pasaba por el cenit, sus rayos perpendiculares emitían todavía cierto calor; pero, durante la noche, el frío era muy intenso.
El capitán Servadac y el conde Timascheff, cabalgando en
Céfiro
y
Galeta
, recorrieron por completo la isla en busca de algún retiro habitable y los dos caballos volaban por encima de los obstáculos como si tuviesen alas. ¡Empeño inútil! En diversos puntos se practicaron sondeos y siempre se encontró la dura armazón a pocos pies debajo de la superficie del suelo. Era necesario renunciar a la habitación subterránea.
A falta de un silo los galianos decidieron habilitar el cuerpo de guardia; defendiéndose todo lo posible contra los fríos exteriores. Se ordenó recoger toda la leña, seca o verde, que hubiera en la isla y derribar los árboles de que estaba cubierta la llanura y, como no había tiempo que perder, procedióse en seguida a practicar esta operación.
Y, sin embargo, el capitán Servadac y sus compañeros lo sabían perfectamente, aquélla era insuficiente. El combustible se agotaría pronto. El oficial de Estado Mayor, sumamente intranquilo, aunque sin manifestarlo, recorría la isla repitiendo:
—¡Una idea, una idea! Un día dijo a Ben-Zuf:
—Pardiez, ¿no se te ocurre nada, Ben-Zuf?
—No, mi capitán —respondió el asistente, quien agregó—: ¡Si nos encontrásemos en Montmartre! Allí sí que hay hermosas canteras ya hechas.
—Imbécil —replicó el capitán Servadac—, si estuviéramos en Montmartre no necesitaría tus canteras.
Pero como Dios acude siempre en socorro de los hombres que en Él confían, y los galianos habían impetrado con fe su divina misericordia, hizo que la naturaleza proporcionara a los colonos el abrigo que necesitaban para luchar contra los fríos del espacio. Véase las circunstancias en que éstos lo descubrieron.
El 10 de marzo el teniente Procopio y el capitán Servadac, que habían salido a explorar la punta sudoeste de la isla, caminaban hablando de la terrible suerte que les reservaba el porvenir.
Discutían animosamente, sin llegar a ponerse de acuerdo, la mejor manera de combatir las inclemencias de la temperatura, y el uno persistía en buscar de todos modos la morada subterránea que no podía encontrarse, mientras que el otro se ingeniaba en imaginar un nuevo método de calefacción para la habitación que ya ocupaban.
El teniente Procopio era partidario de esta última combinación, y exponía sus motivos cuando de repente se detuvo en medio de un argumento. En aquel instante estaba vuelto hacia el Sur y el capitán Servadac vio que se pasaba la mano por los ojos como para aclarar la vista y mirar después de nuevo con suma atención.
—¡No, no me engaño! —exclamó—. Es un resplandor que hay allí abajo.
—¡Un resplandor!
—Sí, en esa dirección.
—Efectivamente —asintió el capitán Servadac que acababa de ver el punto señalado por el teniente.
No era posible dudar; un resplandor aparecía sobre el horizonte del Sur, mostrándose bajo la forma de un punto vivo, más luminoso cuanto más avanzaba la oscuridad.
—¿Será un buque? —preguntó el capitán Servadac.
—Si fuera un buque estaría incendiado —respondió el teniente Procopio—, porque de otro modo, no podría verse a esta distancia ni a esta altura.
—Además —añadió el capitán Servadac—, ese fuego permanece inmóvil y parece como si se estableciera una reverberación en las brumas de la noche.
Los observadores miraron con atención suma durante algunos instantes más, y luego el oficial de Estado Mayor tuvo una repentina revelación.
—¡El volcán! —exclamó—. ¡Es el volcán cuya punta hemos doblado al volver con la
Dobryna
! Y, como inspirado, agregó:
—Teniente Procopio, ésta es la habitación que buscamos. Allí la naturaleza ha hecho los gastos de calefacción, que nosotros utilizaremos en todas nuestras necesidades: la inagotable e hirviente lava que vierte la montaña. ¡Ah, teniente! El cielo no nos abandona. Mañana estaremos en ese litoral y, si hay que bajar a buscar el calor a las entrañas de Galia, bajaremos.
Mientras el capitán Servadac, entusiasmado, se expresaba de esta forma, el teniente Procopio trataba de reunir sus recuerdos. Desde luego la existencia del volcán en aquella dirección parecióle fuera de duda, porque se acordaba de que a la vuelta de la
Dobryna
cuando marchaba a lo largo de la costa meridional del mar galiano, un alto promontorio le cerró el paso, obligándole a remontarse hasta la antigua latitud de Oran. Allí tuvo que doblar una alta montaña de rocas coronada por un penacho de humo. Sin duda alguna a este humo habían sucedido las llamas y la lava incandescente, y esto era lo que iluminaba entonces el horizonte meridional, reflejándose sobre las nubes.
—Tiene usted razón —dijo—. Sí, éste es el volcán y mañana mismo lo exploraremos.
Héctor Servadac y el teniente Procopio se apresuraron a volver al gurbí, donde dieron conocimiento al conde Timascheff de sus proyectos de expedición.
—Acompañaré a ustedes —respondió el conde— e iremos en la
Dobryna
.
—La goleta —dijo entonces el teniente Procopio— puede quedarse en el puerto del Cheliff, porque nuestra chalupa de vapor será suficiente con el buen tiempo que reina para hacer una travesía de ocho leguas a lo sumo.
—Haz lo que quieras, Procopio —contestó el conde.
La
Dobryna
, como muchas de las lujosas goletas de recreo, iba provista de una chalupa de vapor de gran celeridad, cuya hélice se ponía en movimiento por medio de una caldera del sistema «Oriolle» de gran potencia. El teniente Procopio, que desconocía la naturaleza de la tierra en que iba a desembarcar, hacía bien en preferir aquella ligera embarcación a la goleta, porque le permitiría reconocer sin peligro las menores aberturas del litoral.
A la mañana siguiente, 11 de marzo, la chalupa de vapor era cargada de carbón, del que quedaron todavía unas diez toneladas a bordo de la
Dobryna
. Luego, entraron en ella el capitán, el conde y el teniente y abandonaron el puerto del Cheliff con gran sorpresa de Ben-Zuf, que ignoraba de lo que se trataba.
El asistente quedóse en la isla Gurbí con plenos poderes del gobernador general, de lo que no estaba poco orgulloso.
Los treinta kilómetros que separaban la isla de la punta en que se encontraba el volcán fueron recorridos por la rápida embarcación en menos de tres horas. Entonces vieron los expedicionarios la cima del alto promontorio, cubierta de llamas; la erupción era considerable.
¿Habíase combinado recientemente el oxígeno de la atmósfera de Galia con las materias eruptivas de sus entrañas para producir aquella llama intensa, o, lo que era más probable, aquel volcán, como los de la Luna, era alimentado por un manantial de oxígeno que le era propio y peculiar?
La chalupa siguió la ruta a lo largo de la costa en busca de punto conveniente para desembarcar; después de media hora de exploración encontró al fin una especie de concha semicircular, donde las rocas formaban una pequeña bahía que podía servir con el tiempo de refugio a la goleta y a la urca, si las circunstancias permitían su traslación.
Amarrada la chalupa, los pasajeros desembarcaron en un lugar de la costa opuesto a las pendientes por donde se derramaba el torrente de lava que desembocaba en el mar; pero al acercarse, reconocieron con gran satisfacción que la temperatura se elevaba allí sensiblemente. Quizá las esperanzas del oficial de Estado Mayor se habían realizado; quizás habría en aquel momento alguna excavación habitable donde los habitantes de Galia podrían evitar el enorme peligro de que estaban amenazados.
Empezaron, pues, los expedicionarios a buscar, a registrar, a dar vueltas a los ángulos de la montaña, trepando por sus pendientes más ásperas, escalando las altas pendientes, saltando de una a otra roca como cabras, cuya ligereza específica poseían; pero no lograron encontrar más terreno que los prismas hexagonales de aquella sustancia que parecía ser el único mineral del asteroide.
Sus investigaciones no fueron inútiles.
Detrás de una gran cortina de rocas, cuya cima se elevaba como una gran pirámide hacia el cielo, presentóse a su vista una especie de galería estrecha o, por mejor decir, un túnel oscuro, abierto en el plano de la montaña, y el teniente Procopio y el capitán Servadac se apresuraron a penetrar por aquel orificio, situado a veinte metros sobre el nivel del mar.
Avanzando a rastras por aquella profunda oscuridad, tocando las paredes del negro túnel y sondando las depresiones del suelo, oyeron el ruido sordo del volcán que iba aumentando a medida que adelantaban, lo que les hizo comprender que la chimenea central no debía de estar lejos. Todo su temor consistía en ser de pronto detenidos en su exploración por una pared final que les fuera imposible atravesar.
Sin embargo, el capitán Servadac confiaba ciegamente en la protección de Dios, y de esta confianza participaban el conde y el teniente Procopio.
—¡Vamos, vamos! —gritaba—. En las circunstancias excepcionales en que nos encontramos es necesario acudir a los medios excepcionales. El fuego está encendido: la chimenea no está lejos; la Naturaleza nos da el combustible gratis; no nos faltará, por consiguiente, calor.
Había una temperatura de quince grados sobre cero. Cuando los exploradores apoyaban las manos en las paredes de la sinuosa galería, un calor demasiado vivo les obligaba a retirarlas en seguida, como si la materia mineral de que el monte estaba formado tuviera el poder de conducir el calor del mismo modo que si fuera metálico.
—Bien lo ven ustedes —repetía Héctor Servadac—, hay un verdadero calorífero ahí dentro.
Por último, un resplandor enorme iluminó la galería y apareció ante ellos una vasta caverna resplandeciente de luz. Allí la temperatura era muy elevada, pero soportable aún.
¿A qué causa debía la luz y la temperatura aquella excavación abierta en el espesor de la roca? Sencillamente a un torrente de lava que, precipitándose dentro de una cuenca, iba a apagarse en el mar.
Aquel torrente asemejábase a las sabanas de agua del Niágara central, tendidas ante la célebre gruta de los Vientos, sin más diferencia que la de aquí no era una cortina líquida sino de llamas la que se desarrollaba delante de la vasta abertura de la caverna.
—¡Ah, cielo misericordioso! —exclamó el capitán Servadac—. No había pedido yo tanto.
ERA, efectivamente, una maravillosa habitación bien caldeada y bien iluminada aquella caverna en la que podían acomodarse todos los habitantes de Galia. No solamente Héctor Servadac y sus súbditos, como decía Ben-Zuf, podrían alojarse allí con toda comodidad, sino también los dos caballos y gran número de animales domésticos. Para todos había allí abrigo contra el frío hasta el fin del invierno galiano, si éste tenía fin.
La enorme excavación, como luego se vio, no era en realidad de verdad sino el ensanche formado por unos veinte túneles que, después de ramificarse por el interior de las rocas, terminaban en aquel sitio. El aire cálido manteníase allí a una temperatura muy elevada, como si el calor pasara al través de los poros minerales del monte. Bajo aquellas bóvedas espesas, al abrigo de todas las intemperies de un clima polar, arrostrando los fríos del espacio por muy intensos que fueran, todos los seres animados del nuevo astro debían encontrar refugio seguro mientras el volcán estuviera en actividad.
El conde Timascheff recordó a sus compañeros que no se había visto ningún otro monte ignívoro durante el viaje de la
Dobryna
por el perímetro del nuevo mar; y, por consiguiente, si aquella sola boca servía de vomitorio a los fuegos interiores de Galia, la erupción podía seguramente durar varios siglos.
Era, pues, necesario apresurarse, porque no había tiempo que perder. Había que volver a la isla Gurbí y mudarse prontamente, mientras que la
Dobryna
pudiera navegar, trasladando con toda rapidez al nuevo domicilio hombres y animales, almacenando cereales y forrajes e instalándose de un modo definitivo en la Tierra Caliente, nombre que se dio a aquella parte volcánica del promontorio, y que por cierto estaba bien justificado.
La chalupa volvió el mismo día a la isla Gurbí, y a la mañana siguiente dióse principio a los trabajos.
Tratábase de hacer los preparativos necesarios para un largo invierno y prevenir todas las contingencias que pudieran ocurrir. El invierno podía ser largo, interminable quizá y mucho más amenazador que los seis meses de noche y de hielo que arrostraban los navegantes de los mares árticos. ¿Quién podía con seguridad predecir el momento en que Galia podría verse libre de sus lazos de hielo? ¿Quién se atrevía a asegurar que iba a seguir en su movimiento de traslación una curva completamente abierta o que su órbita elíptica había de volverla alguna vez hacia el Sol?
El capitán Servadac, informó a sus compañeros del feliz descubrimiento que acababa de hacer y el nombre de Tierra Caliente fue acogido con indescriptible entusiasmo por Nina y por los españoles, que prorrumpieron con exclamaciones de delirante alegría. La Providencia, que hace tan bien todas las cosas, fue bendecida con gratitud, como debía serlo.