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Authors: Laini Taylor

Tags: #Fantasía

Hija de Humo y Hueso (17 page)

BOOK: Hija de Humo y Hueso
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—Veamos, la cuestión es que sé dónde los guardas.

El cazador se quedó paralizado, y Karou miró de reojo la escopeta colocada sobre la mesa. Estaba desmontada, no suponía ningún peligro. Consideró la posibilidad de que tuviera otra arma al alcance de la mano. Seguramente. No era la clase de tío que confiaba su vida a una sola.

Bain movió los dedos de manera casi imperceptible.

Karou sintió en las manos cómo se le aceleraba el pulso.

Él se abalanzó sobre el sofá, pero ella ya estaba en movimiento. Karou saltó con agilidad por encima de la mesa, como en un baile, interceptó la cabeza de Bain con la palma de la mano y la lanzó contra la pared. Con un gruñido, Bain se desplomó sobre el sofá, y durante un instante quedó libre para rebuscar frenéticamente con ambas manos entre los cojines, hasta que halló lo que buscaba.

Se dio la vuelta, con una pistola en alto. Karou le agarró la muñeca con una mano y la barba con la otra. Sonó un disparo y el arma escupió una bala por encima de su cabeza. Karou apoyó un pie en el sofá, arrastró a Bain de la barba y le lanzó contra el suelo. La mesa se volcó y las piezas de la escopeta rodaron desperdigadas. Con la muñeca de Bain aún aprisionada y la pistola apuntando hacia otro lado, Karou estrujó el antebrazo del hombre con su rodilla, hasta oír un crujir de huesos. Bain soltó un alarido y dejó caer el arma. Karou la recogió y apretó el cañón contra el ojo del cazador.

—Te voy a perdonar este desliz —dijo—. Me imagino que desde tu punto de vista todo esto apesta. Pero yo no creo que esté tan mal.

Bain respiraba con dificultad y la miraba con ojos asesinos. De cerca, olía a rancio. Sin retirar la pistola de su ojo, Karou se armó de valor y alargó la mano hacia la grasienta barba para hurgar en ella. Al instante su mano palpó algo metálico. Así que era cierto. Bain escondía sus deseos en la barba.

Karou sacó el cuchillo que guardaba en la bota.

—¿Quieres saber cómo lo descubrí? —preguntó. Bain había agujereado las monedas de los deseos para atarlas con los asquerosos pelos de su barba. Karou fue cortando aquellas amarras una a una—. Fue Avigeth. ¿La serpiente? Tuvo que enroscarse a tu repugnante cuello, ¿te acuerdas?
No
sentí ninguna envidia. ¿Pensaste que no le contaría a Issa lo que habías escondido en esta desagradable pelambrera?

Karou se estremeció al recordar aquellas noches tranquilas en la tienda, sentada en el suelo con las piernas cruzadas, dibujando a Issa y charlando mientras las herramientas de Twiga zumbaban en un rincón y Brimstone enfilaba sus interminables collares de dientes. ¿Qué estaría sucediendo allí ahora?

¿Qué?

Los deseos de Bain eran en su mayoría
shings
. No obstante, había también algunos
lucknows
, y lo mejor de todo, dos
gavriels
pesados como martillos. Era un buen botín. Muy bueno, en realidad. De los demás traficantes a los que había visitado hasta ese momento, solo había conseguido
lucknows
y
shings.

—Deseaba con todas mis fuerzas que no los hubieras gastado todavía —dijo Karou—. Gracias. Sinceramente,
gracias
. No sabes lo que esto significa para mí.

—Zorra —murmuró Bain.

—Qué valiente —respondió Karou en tono coloquial—. Me refiero a llamar eso a la chica que tiene un arma contra tu ojo.

Siguió cortando puñados de barba, mientras él permanecía rígido. Probablemente Bain pesara el doble que ella, pero no se revolvió. Los ojos de Karou transmitían una luz salvaje que le intimidaba. Además, había escuchado rumores sobre San Petersburgo, y sabía que no se mostraba tímida con el cuchillo.

Desvalijó el escondite de los deseos y, apoyada sobre los talones, le apartó el labio inferior con el cañón de la pistola. Karou hizo una mueca al verle los dientes. Los tenía torcidos y oscurecidos por el tabaco, pero eran
los suyos
. Por lo tanto, no había esperanza de encontrar un
bruxis.

—¿Sabes?, eres el quinto traficante de Brimstone al que localizo, y el único que conserva los dientes.

—Bueno, me gusta comer carne.

—Te gusta la carne. Claro que sí.

Todos los traficantes a los que había regalado sus «visitas de cortesía» habían intercambiado sus dientes por
bruxis
, y todos los habían gastado ya, la mayoría para conseguir una larga vida. Uno de ellos, la desagradable matriarca de un clan de furtivos pakistaníes, había desperdiciado el deseo al olvidar incluir juventud y salud, lo que la había convertido en una calamidad de carnes flácidas, y en testimonio de la advertencia de Brimstone de que incluso los
bruxis
tenían sus límites.

La verdad es que un
bruxis
habría supuesto un verdadero hallazgo, pero lo que Karou realmente necesitaba era un par de
gavriels
, y los había conseguido. Amontonó todos los deseos, con sucios pelos de barba colgando, y empujó toda aquella porquería dentro de su cartera. Conservó un
shing
en la palma de la mano; lo necesitaría para marcharse.

—¿Crees que esto no tendrá consecuencias? —preguntó Bain en voz baja—. Acabas de joder a un cazador, vivirás como una presa, pequeña, preguntándote en todo momento quién anda detrás de ti.

Karou hizo un gesto como si cavilara.

—Vaya. No queremos que eso suceda, ¿verdad?

Levantó la pistola y dirigió el cañón hacia Bain. Vio cómo se le agrandaban los ojos y los cerraba con fuerza al tiempo que ella lanzaba un entusiasta e infantil «¡Pillado!». Bajó de nuevo la pistola.

—Era broma. Has tenido suerte de que no sea de ese tipo de chicas.

Karou colocó el arma sobre el sofá y mientras Bain se incorporaba, deseó que se quedara dormido. La cabeza del hombre golpeó el suelo con un ruido sordo y el
shing
se desvaneció de su mano. Karou no volvió la cabeza. Bajó los escalones del porche con pesadez y recorrió el sendero de grava negra hacia el lugar en donde había dejado un taxi esperando, junto a unos buzones.

Llegó a los buzones, pero el taxi había desaparecido.

Karou suspiró. Seguramente el taxista habría escuchado el disparo y se había largado. No podía culparle. Parecía una escena de una película de cine negro: una chica le paga una suma ridícula por que la lleve desde Boise hasta aquel lugar perdido, desaparece en una cabaña de caza y suena un disparo. ¿Quién en su sano juicio se quedaría a ver cómo acaba todo?

Lanzó otro suspiro y cerró los ojos. Iba a restregárselos, pero recordó que había estado hurgando en la asquerosa barba de Bain, así que se frotó las manos contra los pantalones. Estaba tan cansada… Rebuscó en el bolso. Consideró que necesitaría un
lucknow
para traer el taxi de regreso, así que agarró uno. Estaba a punto de pedir el deseo cuando se detuvo.

—¿En qué estaré pensando?

Sus labios se abrieron en una sonrisa y un hoyuelo se dibujó en su mejilla.

Optó por coger un
gavriel.

—Hola, amigo —susurró. Calculó su peso sobre la palma de la mano, inclinó la cabeza hacia atrás y miró al cielo.

22

UN TROZO DE CARAMELO HUECO

Tres meses.

Hacía tres meses que los portales se habían incendiado, y Karou no había recibido ni una sola noticia en todo ese tiempo. ¿Cuántas veces sus pensamientos, a pesar de encontrarse ocupados en otros asuntos, se habían deslizado de repente hacia la nota quemada en las garras de Kishmish? Como un arañazo en un disco, la nota había dejado un surco en su mente. ¿Qué pondría en aquel papel? ¿Qué querría transmitirle Brimstone mientras los portales ardían?

¿Qué le habría revelado aquella nota?

Y a ella había que añadir el hueso de la suerte, que ahora llevaba en torno al cuello, igual que Brimstone. Por supuesto, se le había ocurrido que
podría
equivaler a un deseo, uno más poderoso incluso que un
bruxis
, y lo había colocado sobre su mano para pedir que apareciera un portal hacia Otra Parte, pero no sucedió nada. No obstante, se sentía reconfortada al notar su roce sobre la piel. Las frágiles puntas de aquella espoleta se acomodaban entre sus dedos como si estuviera hecha para sujetarla de aquel modo. Pero si era más que un hueso, no podía adivinar qué, y en cuanto a la razón por la que Brimstone se lo había enviado, temía que nunca la descubriría. El miedo aumentaba al enfrentarse a todas sus preguntas sin respuesta, y con él surgían nuevos temores, extraños e indefinidos.

Karou sentía que le estaba sucediendo algo.

En ocasiones, cuando se miraba al espejo, su reflejo le resultaba totalmente desconocido durante un instante, como si se enfrentara a la mirada de una extraña. Si alguien la llamaba por su nombre, no siempre se sentía identificada, e incluso la silueta de su sombra podía llegar a parecerle ajena. Hacía poco, se había sorprendido a sí misma comprobando con movimientos rápidos que de verdad era la suya. Estaba casi segura de que ese comportamiento no era normal.

Zuzana discrepaba.

—Seguramente se trate de un trastorno de estrés postraumático —había diagnosticado—. Lo que sería raro es que estuvieras bien. Después de todo, has perdido a tu familia.

Karou aún se maravillaba del modo en que Zuzana había aceptado su extraño relato. Su amiga no era de las que creían en ese tipo de historias, pero después de ver a Kishmish y de recibir una pequeña demostración de cómo funcionaban los
scuppies
, admitió todo el paquete, lo que resultaba magnífico. Karou la necesitaba. Zuzana era el único anclaje con su vida normal. O con lo que quedaba de ella.

Seguía en la escuela, aunque solo técnicamente. Tras los incendios provocados por el ángel, sus heridas tardaron en curar alrededor de una semana, al menos lo suficiente como para que el color verde amarillento de los moratones pudiera ocultarse con maquillaje. Había retomado las clases un par de días, pero era una causa perdida. No podía concentrarse y su mano parecía incapaz de manejar el lapicero o el pincel con delicadeza. Una energía vertiginosa invadía su cuerpo y, más que nunca, la atormentaba aquella sensación de que debería estar haciendo algo distinto.

Algo distinto. Algo distinto. Algo
distinto.

Contactó con Esther y con otros de los socios menos desagradables de Brimstone en todo el mundo para confirmar que el fenómeno era global: los portales habían desaparecido, todos y cada uno de ellos.

Al mismo tiempo había descubierto algo bastante inesperado: que era rica. Brimstone había ido abriendo cuentas bancarias a su nombre a lo largo de los años. Suculentas cuentas bancarias repletas de ceros. Incluso era propietaria de bienes inmuebles, como los edificios en los que, hasta hacía poco, se ubicaban los portales. Y de
tierras
. Poseía nada menos que un pantano. Un pueblo medieval abandonado en el sendero de lava del Etna. La falda de una montaña en los Andes donde un paleontólogo aficionado aseguraba —para diversión de toda la comunidad científica— haber desenterrado restos de «esqueletos de monstruos».

Brimstone se había preocupado de que a Karou nunca le faltara el dinero, lo que resultó una suerte, ya que debía pagar sus «visitas de cortesía» como cualquier otro ser humano: aviones, pasaporte, hombres de negocios excesivamente amables, y todo lo demás.

Empezó a acudir a la escuela de forma esporádica, aduciendo problemas familiares. Y es posible que la hubieran expulsado de no ser por todo el trabajo adicional que realizó, los continuos dibujos en su nuevo cuaderno de bocetos —el número 93, que continuaba donde tan abruptamente había acabado el 92, abandonado en la tienda de Brimstone—. En esos momentos, su vida de estudiante pendía de un hilo.

La última vez que había asistido a clase, la profesora Fiala solo le había dedicado caras de desaprobación y críticas. Al hojear el cuaderno de bocetos de Karou, se había detenido en un dibujo en particular, un retrato del ángel en Marrakech, realizado de memoria. Representaba el momento en que Karou lo había visto de cerca por primera vez, en el callejón.

—Karou, esta es una clase de dibujo
del natural
—dijo Fiala—, no de dibujo
fantástico.

Karou tardó en reaccionar. Estaba casi segura de haber eliminado las alas y, de hecho, así era.

—¿Fantástico? —preguntó.

—Nadie es tan perfecto —respondió la profesora paseando una mirada desdeñosa por el dibujo.

Karou no protestó, pero más tarde le comentó a Zuzana:

—Lo gracioso es que ni siquiera le hice justicia. Aquellos
ojos
. Tal vez en un cuadro se podría capturar su expresión, pero nunca en un dibujo.

—Sí, bueno —añadió Zuzana—, es un bastardo guaperas con aspecto tétrico.

—Lo sé. Deberías haberlo visto.

—Espero con toda mi alma no encontrármelo jamás.

—A mí sí me gustaría, en cierto modo —afirmó Karou, que ya no cometía el error de salir de casa desarmada. En aquel enfrentamiento había demostrado muy poco sus habilidades, y sentía vergüenza al pensar en el modo en que había escapado. Si se encontrara de nuevo con el ángel, defendería su posición.

En la escuela, sin embargo, no tenía ninguna posición que defender. No había preparado el proyecto semestral y no podía seguir confiando en el cuaderno de bocetos y las febriles puestas al día de última hora; además, a pesar de lo duro que resultaba abandonar sin más, tenía asuntos más importantes que atender.

Tras los incendios, el primer lugar que visitó fue Marrakech. No dejaba de pensar en lo que Izîl le había gritado:

—Vuelve con Brimstone. Dile que los serafines están aquí. Que han regresado. ¡Debes advertirle!

Él sabía algo. Era lo que había deseado con su
bruxis
: conocimiento. Y aunque Karou siempre se había preguntado qué habría aprendido, en ese momento necesitaba urgentemente saberlo. Por eso había acudido en su busca, y descubrió, con gran tristeza, que se había lanzado desde el minarete de la Koutoubia la misma noche en la que ella había huido. ¿Se había
tirado? Algo poco probable
, pensó recordando el inexpresivo semblante del ángel, el mordisco de su espada y las cicatrices que le había dejado como recuerdo.

Zuzana había serigrafiado una camiseta en la imprenta de la escuela con la frase: CONOCÍ A UN ÁNGEL EN MARRUECOS Y LO ÚNICO QUE ME DEJÓ FUERON ESTAS ASQUEROSAS CICATRICES. Karou había encargado otra en la que ponía: YO HE VISTO UN ÁNGEL Y VOSOTROS NO, ¡QUE OS JODAN, MONOS EXTASIADOS!

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