Hijo de hombre

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Authors: Augusto Roa Bastos

Tags: #narrativa,novela,paraguay

BOOK: Hijo de hombre
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Esta novela plasma el mundo trágico del hombre paraguayo durante el período de la dictadura de José Gaspar Rodríguez de Francia. Con un estilo periodístico, el autor muestra el cuadro sombrío de la pobreza provocada por el abuso de poder para ofrecernos una realidad matizada por la imaginación más cruda y delirante, que convierte al lector en testigo real de su anécdota. La exuberancia del medio y del hombre americano descrita por Roa Bastos, convierten a esta novela en lectura obligada para quienes aman la autenticidad y la dignidad humana.

Augusto Roa Bastos

Hijo de hombre

ePUB v1.0

Ninguno
13.06.12

Título original:
Hijo de hombre

Augusto Roa Bastos, 1960.

Glosario: Isabel Baca de Espínola, Ebelio Espínola Benítez

Diseño/retoque portada: Carlos G. Rubido

Editor original: Ninguno (v1.0)

ePub base v2.0

Nota a la edición

Se revisaron versiones de
Hijo de hombre
publicadas con anterioridad, a fin de constatar la presencia de alguna guía en relación a los vocablos y expresiones coloquiales guaraníes abundantes en la novela. Se comprobó que las ediciones carecen de este tipo de guía.

Esta edición anexa un glosario guaraní comparado y contextualizado, realizado por los investigadores Isabel Baca de Espínola y Ebelio Espínola Benítez, del Instituto Pedagógico de Barquisimeto, lo cual afortunadamente viene a suplir esta significativa ausencia.

Esto, independientemente de que, como citan los mencionados lingüistas, a su vez discutido y referido en ámbitos académicos: “…la novela contemporánea de América Latina utiliza estrategias diferentes al glosario para explicar el vocabulario desconocido en el español estándar general”.

Incluso, cuando, como se comentará en lo seguido, el propio autor, Augusto Roa Bastos, editó recientemente una versión corregida de la novela, sin incluir esta vez, y quizá a conciencia, un glosario guaraní para ayuda del lector común y de lectores extranjeros.

Por razones de derechos editoriales, no es la versión corregida la que ofrecemos al público lector. Es importante acotar que, en 1993, Alfaguara editó el texto revisado de
Hijo de hombre
, incluyendo una nota del autor, fechada en 1982, donde éste aclara los argumentos de la nueva versión. Esa corrección, como se explica en la nota, no se trata de un cambio que afecte el trasfondo ideológico o la visión de realidad social a la que alude la novela, pero sí cambia, en términos de relectura, ciertas perspectivas y conclusiones, dándole un cambio de profundidad teórica a su propuesta inicial dentro de la literatura indigenista. Además, incluye un capítulo nuevo (“Madera quemada”).

El autor argumenta su postura revisionista a la luz de lo que llama la “poética de las variaciones, que subvierte y anima los
textos establecidos
, forma palimpsestos que desesperan a los críticos sesudos, pero que encantan a los lectores ingenuos”, por lo cual “…hace posible la aventura de las metamorfosis de los libros éditos o inéditos en busca de su identidad…”. De ahí que agregue un nuevo epígrafe a la edición corregida: “Cuando retoco mis obras es a mí a quien retoco” (W. B. Yeats).

Prosiguiendo con sus palabras, así lo define Roa Bastos: “
Hijo de hombre
… me permitió precisamente profundizar esta experiencia de búsqueda en el intento de lograr la fusión o imbricación de los dos hemisferios lingüísticos de la cultura paraguaya en la expresión de la lengua literaria de sus narradores y poetas; dos universos lingüísticos de tan diferente estructura y funcionalidad. Traté de hacerlo a través de las formas de la experiencia simbólica y semántica que permitieran esta síntesis más allá o por lo menos en una dirección diferente de la simple mezcla de léxico y sintaxis jopará del castellano-paraguayo hablado, fórmula que utilicé sin éxito en mis primeros libros. La tentativa ensayada en
Hijo de hombre
por el camino de una aglutinación semántica tampoco me satisfizo del todo. Así, después de veinte años, me encontré retocando y corrigiendo el texto de
Hijo de hombre
, animado por las experiencias realizadas en dos novelas posteriores,
Contravida
(inédita aún) y
Yo, el supremo
”.

C. P. G

A mi padre

A la memoria de mi madre

Hijo del hombre, tú habitas en medio

de casa rebelde
… (XII, 2)

…Come tu pan con temblor y bebe tu agua con

estremecimiento y con anhelo
… (XII, 18)

Y pondré mi rostro contra aquel hombre, y le

pondré por señal y por fábula, y yo lo cortaré de

entre mi pueblo
… (XIV, 8)

E
ZEQUIEL


He de hacer que la voz vuelva a fluir por los huesos

Y haré que vuelva a encanarse el habla

Después que se pierda este tiempo y un nuevo

tiempo aparezca

H
IMNO DE LOS
M
UERTOS DE LOS
G
UARANÍES

I
Hijo de hombre
1

Hueso y piel, doblado hacia la tierra, solía vagar por el pueblo en el sopor de las siestas calcinadas por el viento norte. Han pasado muchos años, pero de eso me acuerdo. Brotaba en cualquier parte, de alguna esquina, de algún corredor en sombras. A veces se recostaba contra un mojinete hasta no ser sino una mancha más sobre la agrietada pared de adobe. El candelazo de resolana lo despegaba de nuevo. Echaba a andar tanteando el camino con su bastón de tacuara, los ojos muertos, parchados por las telitas de las cataratas, los andrajos de
aó-poí
sobre el ya visible esqueleto, no más alto que un chico.

—¡Gua, Macario!

Dejábamos dormir los trompos de arasá junto al hoyo y lo mirábamos pasar como si ese viejecito achicharrado, hijo de uno de los esclavos del dictador Francia, surgiera ante nosotros, cada vez como una aparición del pasado.

Algunos lo seguían procurando alborotarlo. Pero él avanzaba lentamente sin oírlos, moviéndose sobre aquellas delgadas patas de benteveo.

—¡Gua Macario Pitogüe!

Los mellizos Goiburú corrían tras él tirándole puñados de tierra que apagaban un instante la diminuta figura.

—¡Bicho feo… feo…, feo!


¡Karaí Tuyá colí
…,
güililí!

Los chillidos y las burlas no lo tocaban. Tembleque y terroso se perdía entre los reverberos, a la sombra de los paraísos y las ovenias que bordeaban la acera.

En aquel tiempo el pueblo de Itapé no era todavía lo que es hoy. A más de tres siglos de su fundación por mandato de un lejano virrey de Lima, continuaba siendo un villorrio perdido en el corazón de la tierra bermeja del Guairá.

El virrey achacoso se habría limitado a posar la uña sobre la inmensidad desconocida y vacía, despreocupado de las penurias y del sudor que empujaba a nacer, como sucedía siempre cuando se trataba de repartir la tierra a los encomenderos o de premiar las fatigas de los capitanejos que habían contribuido a reducir las tribus.

De aquel pueblo primitivo sólo quedaban unas casas de piedra y adobe alrededor de la iglesia. De las carcomidas paredes emergían tallos de helechos salvajes y amambay. De pronto algún horcón secular echaba su propio verde retoño. En la plazoleta, junto al campanario de madera, los cocoteros ardían al sol con sus penachos de llamas secas y lacias, entre los cuales el tufo caliente se ampollaba en chirridos como de pichones con sed.

Luego el tendido de las vías del ferrocarril a Villa Encarnación pasó por allí. Los itapeños se engancharon en las cuadrillas. Muchos quedaron bajo esos durmientes de quebracho que sonaban bajo las palas como lingotes de fundición.

Con las vías el pueblo comenzó a desperezarse. El andén de tierra soltaba su aliento bajo los pies desnudos que lo trajinaban. Los pómulos cobrizos y los andrajos de las chiperas y alojeras que se atareaban una vez por semana al paso del tren, estaban teñidos por esa pelusilla encarnada.

Ahora los trenes pasan más a menudo. Hay una estación nueva y un andén de mampostería, que ha acabado por tomar otra vez el color de antes. Un ramal conduce a la fábrica de azúcar que se ha levantado sobre el río, no lejos del pueblo. Frente a la estación están los depósitos de una bodega y las tiendas de los turcos hacen doler los ojos con sus paredes bañadas en cal viva. La iglesia nueva recubre los muñones de la antigua. Los velones negros de los cocoteros han sido talados. El campanario también. En su lugar han puesto palcos y un entarimado para las funciones patronales, el día de Santa Clara.

Ahora hay ruido y movimiento. Entonces no había más que eso.

Los ranchos amojonaban de trecho en trecho el camino a Borja y Villarrica, sobre cuya cinta polvorienta se eternizaba alguna carreta flotando en la llanura.

Y otra cosa resta de aquel tiempo.

Como a media legua del pueblo se levanta el cerro de Itapé. La carretera pasa a sus pies, cortada por el arroyo que se forma en el manantial del cerro. A ciertas horas, cuando el promontorio se hincha y deshincha en las retracciones, se alcanza a ver el rancho del Cristo en lo alto, recortado contra la chapa incandescente del cielo.

Allí solía solemnizarse la celebración del Viernes Santo. Los itapeños tenían su propia liturgia, una tradición nacida de ciertos hechos no muy antiguos pero que habían formado ya su leyenda.

El Cristo estaba siempre en la cumbre del cerrito, clavado en la cruz negra, bajo el redondel de espartillo terrado semejante al toldo de los indios, que lo resguardaba de la intemperie. No necesitaban, pues, representar las estaciones de la crucifixión. Luego del sermón de las Siete Palabras, venía el Descendimiento. Las manos se tendían crispadas y trémulas hacia el Crucificado. Lo desclavaban casi a tirones, con una especie de rencorosa impaciencia. El gentío bajaba el cerro con la talla a cuestas ululando roncamente sus cánticos y plegarias. Recorría la media legua de camino hasta la iglesia, pero el Cristo no entraba en ella jamás. Llegaba hasta el atrio solamente. Permanecía un momento, mientras los cánticos arreciaban y se convertían en gritos hostiles y desafiantes. Un rato después las parihuelas giraban sobre el tumulto y el Cristo regresaba al cerro en hombros de la procesión brillando con palidez cadavérica al humeante resplandor de las antorchas de los faroles encendidos con velas de sebo.

Era un río áspero, rebelde, primitivo, fermentado en un reniego de insurgencia colectiva, como si el espíritu de la gente se encrespara al olor de la sangre del sacrificio y estallase en ese clamor que no se sabía si era de angustia o de esperanza o de resentimiento, a la hora nona del Viernes de la Pasión.

Esto nos ha valido a los itapeños el mote de fanáticos y de herejes.

Pero la gente de aquel tiempo seguía yendo año tras año al cerro a desclavar al Cristo y pasearlo por el pueblo como a una víctima a quien debían vengar y no a un Dios que había querido morir por los hombres.

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