Read Historia de España contada para escépticos Online
Authors: Juan Eslava Galán
Tags: #Novela Histórica
«España —escribió Estrabón—, se parece a una piel de toro extendida... Casi toda ella está cubierta de montes, bosques y llanuras de suelo pobre y desigualmente regado. El norte es muy frío; por ser muy accidentado y estar al lado del mar, se encuentra incomunicado respecto a las demás tierras, así que resulta inhóspito. El sur es, casi todo él, fértil, especialmente la zona próxima al estrecho de Gibraltar.»
Durante bastante tiempo esta tierra de conejos estuvo más abierta a África que al resto de Europa. La verdad es que los doce kilómetros del estrecho de Gibraltar resultaban más fáciles de salvar que los escarpados Pirineos. De hecho, los íberos procedían del mismo tronco que los bereberes africanos, y los romanos incluso consideraron su colonia marroquí, la Mauritania Tingitania, una provincia de Hispania. Del mismo modo, Fernando III el Santo, el rey más despabilado de nuestra historia, consideraba natural continuar la reconquista en tierra africana. De no haber muerto cuando preparaba la expedición, quién sabe si ahora parte del Magreb sería cristiano.
—¿Que los íberos procedían de África?
Pues sí, escéptico lector: no sólo los íberos, sino sus remotos predecesores, los que poblaron estas tierras mucho antes que ellos. La propia especie humana procede de África, y esto incluye a todas las razas, nacionalidades, credos y creencias. El hombre, como se sabe, es resultado de una lentísima evolución que comenzó en África oriental hace entre cuatro y diez millones de años. El primero fue el
Australopithecus afarensis,
con un cerebro de unos quinientos centímetros cúbicos, apenas la cuarta parte del hombre actual. A partir de él se desarrollaron varias familias de
Australopithecus
a lo largo de millones de años: la pequeña y frágil
africanus;
la más corpulenta
robustus,
en el sur de África; la
boisei,
en el este de África, y quizá alguna otra. De todas ellas, la única que perduró fue la que produjo el
Homo habilis.
El
Homo habilis
o «ser humano diestro», hace unos dos millones de años, mes arriba mes abajo, era ya un hombre hecho y derecho, a pesar de su aspecto simiesco. Con un cerebro de setecientos centímetros cúbicos sabía servirse del fuego y hasta fabricar toscas herramientas de piedra golpeando un canto rodado de sílex o cuarzo y haciendo saltar lascas de ambas caras hasta obtener un filo cortante.
No era fácil la vida del
Homo habilis.
Al evolucionar se había hecho omnívoro y vagaba por la sabana devorando todo lo que le venía a mano: raíces, frutos, tallos tiernos, huevos, larvas, lagartos. No le hacía ascos a casi nada, ni siquiera a los cadáveres, porque el cuitado era todavía mal cazador y se contentaba con la carroña dejada por los tigres de grandes colmillos y otras fieras que señoreaban la llanura. También era, a menudo, víctima de estos terribles predadores.
Del
Homo habilis
se derivaron, por anagénesis, las especies posteriores: el
Homo erectus
y el
Homo sapiens.
El
Homo erectus,
desarrollado hace unos 1,6 millones de años, era un sujeto fornido, de hasta 170 centímetros de estatura y, a pesar de sus facciones bestiales, alcanzaba ya una capacidad craneal de entre 850 y 1250 centímetros cúbicos, un setenta por ciento de la del hombre moderno, lo que no está mal. En un lento proceso, el
Homo erectus
fue extendiéndose por la faz de la tierra: después de ocupar toda África, pasó a Asia y a Europa hace 1,5 millones de años.
La prehistoria española es todavía un terreno controvertido. ¿Recuerda el escéptico lector lo que aconteció a aquel grupo de ciegos que palpó un elefante para averiguar qué clase de animal era? A uno le tocó la cola y dijo que el elefante es alargado y cilíndrico, como la serpiente; los que palparon las patas coincidieron en que tiene forma de columna; los que reconocieron las orejas aseguraron que, mas bien, es parecido a la raya de mar, sólo que con cerdas, y el que había palpado la cabeza lo encontró más parecido a la tortuga gigante del Pacífico. Algo parecido acaece con los paleoantropólogos y con los prehistoriadores. Se han propuesto describir la evolución de la humanidad en grandes períodos de tiempo y sólo disponen de escasos y, a veces, dudosos restos, lo que determina que sus hipótesis y conclusiones sean, casi siempre, aventuradas y provisionales. Con un trocito de hueso deben cubrir el devenir de la humanidad a lo largo de milenios; de una docena de piedras talladas deducen el grado de inteligencia que asistía a los hombres que las produjeron. Al poco tiempo, el hallazgo de otro trozo de hueso o de otros cantos tallados en distinto lugar, o asociados a distintos estratos, invalida las anteriores teorías. Con esto no quisiéramos desautorizar la paleoantropología ni la arqueología del hombre remoto. Es más, nos parecen ciencias muy necesarias y, sin duda, constituyen la más apasionante actividad que una persona puede emprender sin quitarse los pantalones. Lo que pretendemos decir es que el escéptico lector hará bien en someter las etapas prehistóricas a una especie de cuarentena hasta que el asunto se aclare. Esto atañe también, naturalmente, a la prehistoria de nuestra Península, tan proclive a modas y oscilaciones. Vicens Vives, que era un gran escéptico, hizo notar que los mismos datos se interpretan de manera radicalmente distinta según el historiador sea de la escuela de Bosch Gimpera (partidario del iberismo) o de Almagro (partidario del celtismo). También es de señalar que, a menudo, los prehistoriadores se ponen al servicio de la ideología dominante. En los años cuarenta, cuando España marchaba por la senda del imperio hacia Dios, se proclamaba la existencia de un absurdo unitarismo antes de la llegada de Roma. El lector de cierta edad recordará la matraca que le dieron con las gestas de Sagunto y Numancia. Luego, transcurridas unas décadas, cuando el marxismo se puso de moda en la universidad, la historia comenzó a verse bajo el prisma de lo económico, de la plusvalía y de la lucha de clases, cuadros comparativos y grandes rimeros de cifras en gruesos apéndices, que más que libros de historia parecían informes de gestión de una entidad bancaria.
Sentadas estas advertencias, vayamos a la prehistoria (provisional) de España.
El fósil más antiguo encontrado hasta hoy en España es el fragmento de cráneo fosilizado de Orce (Granada), cuya edad se calcula entre 1,5 y 1,8 millones de años.
Hace unos novecientos mil años, varios individuos del
Homo erectus
se dejaron olvidados unos guijarros tallados en un paraje de Cádiz conocido como El Aculadero. ¿De dónde procedían? Seguramente de África. ¿En qué aventuradas pateras habían cruzado el Estrecho? ¿Qué fue de ellos? No lo sabemos. Siendo nómadas que vivían de la recolección, y, en menor medida, de la caza y de la pesca, permanecieron una temporada en El Aculadero y luego se mudaron sin dejar más rastro que aquellas herramientas, y vaya usted a saber adónde fueron a morir.
Los vestigios humanos más interesantes de la Península han aparecido en una zanja de veinte metros de profundidad, excavada en la sierra de Atapuerca (Burgos) a finales del siglo XIX para abrir paso al ferrocarril. Son los restos de una antigua comunidad, bautizada como
Homo antecessor
, o sea, «explorador», que habitó aquellos parajes hace un millón de años. El grupo mejor representado de estos individuos viviría hacia la mitad del pleistoceno medio (entre setecientos ochenta mil y ciento veinte mil años antes de nuestra era). Todavía faltaban unos cientos de miles de años para que apareciera el hombre de Neandertal en Europa, pero los
Homo antecessor
de Atapuerca ya lo anunciaban. Eran más bien bajitos, desconocían el fuego, vivían de la recolección de plantas y frutos comestibles y, después de comer, se escarbaban los dientes con un palito, o no lavaban las verduras (dos posibles explicaciones, no necesariamente excluyentes, de las rayadas que revela al microscopio el esmalte de sus dientes).
Los individuos de Atapuerca arrastraban una vida miserable. Vivían de las sobras de otros carroñeros más remilgados, es decir de lo que despreciaban las hienas. En su vecindad había ciervos y caballos, pero también, esto les gustaría menos, leones. Eran gente muy aprovechada, que, en la procura de las necesarias proteínas, no dudaban en comerse a sus propios difuntos. El examen de los dientes revela, además, «carencias alimenticias y problemas de desarrollo». Este dato suministra un firme soporte científico a nuestra teoría del hambre secular inscrita en el código genético del
Homo hispanicus,
que lo lleva a devorar las viandas a su alcance, como un saqueador, en bautizos, comuniones, bodas, fiestas patronales, Semana Santa, Navidad y cualquier otra celebración o acontecimiento social en que se sirva comida de balde o haya barra libre.
A las hambres arriba consignadas suceden el derroche, el rumbo y el despilfarro. Imaginemos ahora la paramera soriana hace unos doscientos cincuenta mil años: una herbosa sabana recorrida de ríos y parcheada de zonas encharcadas, a las que acudían, en su migración estacional, numerosas manadas de elefantes. Los suculentos solomillos de probóscide atraían cuadrillas itinerantes de cazadores
Homo sapiens
a un lugar conocido como Loma de los Huesos, entre los pueblecitos sorianos de Torralba y Ambrona. Otros cazaderos similares se han detectado en las terrazas fluviales del Jarama y en el Tajo.
En Loma de los Huesos, los arqueólogos han encontrado grandes cantidades de huesos de paquidermos, algunos de ellos machacados para extraer la sabrosa médula. Los cazadores que produjeron esta basura orgánica conocían el fuego y eran excelentes tramperos, capaces de conducir a sus presas, sin respetar inmaduros, a pozos y zanjas disimulados, donde las remataban y descuartizaban con instrumentos de sílex y de hueso. A veces, cazaban docenas de elefantes en una jornada, y la mayor parte de la carne se desaprovechaba o quedaba para las alimañas, puesto que cada grupo de caza no excedería de unas docenas de individuos.
¿Somos los actuales españoles biznietos de la familia de Atapuerca y de los cazadores de Loma de los Huesos? Sobre esto, hay encontradas opiniones. Por otra parte, los genetistas escrutadores del ADN placentario han proclamado que descendemos de un único antepasado femenino, una mujer africana a la que llaman
Eva mitocondrial,
que vivió hace doscientos mil años y cuyos descendientes se habrían extendido por todo el planeta, en sucesivas oleadas migratorias, desde hace unos ciento cincuenta mil años, sustituyendo a las especies existentes de
Homo sapiens.
Eso es lo que hay. La ciencia está en mantillas y tiene mucho camino por delante. Ya veremos en qué acaba la cosa.
Uno de los primeros pobladores de Europa y de Oriente Medio fue el hombre de Neandertal, hace unos cien mil años. Su origen no está muy claro. Algunos opinan que es una especie de híbrido, entre el
erectus
y el
sapiens.
El caso es que las dos especies, el
sapiens
y el Neandertal, coexistieron durante un tiempo, hasta que el Neandertal, más torpón, se extinguió hace cuarenta mil años, quizá algunos menos. A uno de estos tipos pertenecía el famoso cráneo hallado en Gibraltar en 1848.
El Neandertal era un cachas: esqueleto robusto, hombros anchos, tórax poderoso, admirables bíceps..., pero guapo no era, para qué nos vamos a engañar. Tenía una mandíbula enorme, desprovista de mentón, y una especie de visera ósea encima de las cejas, y la frente escasita y tirando a plana, lo que no quiere decir que fuera tonto. Su cerebro era parecido al nuestro, e incluso algo mayor (lo que causa cierta perplejidad).
A pesar de su aspecto de portero de discoteca, el Neandertal era un sujeto de reposadas costumbres, que cualquier madre hubiese aceptado como yerno: sepultaba a sus muertos, cuidaba a sus enfermos y fabricaba con esmero herramientas de piedra. Lo malo es que no le hacía ascos a nada y también, cuando se terciaba, practicaba el canibalismo.
El hombre actual apareció hace unos treinta y cinco mil años como subespecie del
Homo sapiens.
Es el denominado, reduplicando adjetivo con evidente e inmerecida redundancia,
Homo sapiens sapiens.
El
sapiens sapiens,
que sustituyó en Europa al hombre de Neandertal, se conoce como hombre de Cromañón. Durante un tiempo, las dos especies coexistieron.
El Cromañón inventó una lanza que arrojaba a gran distancia con ayuda de un propulsor (la azagaya) y, más adelante, el arco y las flechas, así como el anzuelo y el arpón. Con ello se erigió en verdadero rey de la creación y pudo cazar eficazmente y defenderse de las fieras. También desarrolló el cincel, un instrumento básico para progresar en el tallado de hojas, cuchillos y puntas, con los que pudo trabajar delicadamente objetos de hueso, asta y, presumiblemente, madera.
El hombre de Cromañón, físicamente más débil que su vecino el Neandertal, pero más inteligente, no dejó de prosperar mientras el Neandertal decaía y desaparecía. Algunos autores sugieren que el débil listo acabó con el fuerte torpe. ¿Un genocidio? ¿Absorción por mestizaje? En tanto no aparezcan pruebas concluyentes que demuestren otra cosa, el escéptico lector puede pensar que el Neandertal se extinguió a causa de sus propias desventajas biológicas.
Esto es lo que sabemos, por ahora, del origen del hombre. No obstante, todas estas teorías son provisionales, dado que se basan en información fragmentaria y escasa. El paleontólogo está siempre expuesto a que cualquier huesecillo encontrado por unos excursionistas provoque una conmoción en el cotarro científico y eche por tierra sus pacientes e imaginativas hipótesis.
Hace como treinta mil años, cuando la edad del hielo tocaba a su fin, grupos más o menos numerosos de cazadores
sapiens sapiens
se instalaron en la Península. Unos pertenecían a la familia del hombre de Cromañón, que parece haber dejado sus trazas raciales en la fisonomía de algunos vascos y canarios. Otros, pertenecientes a la variedad Combe-Capelle, se establecieron en la zona mediterránea y pudieron originar la fisonomía levantina.
Una de las pocas cosas seguras que sabemos de aquellos primitivos habitantes del solar hispano es que vivían en abrigos naturales, es decir, en cuevas abiertas; que eran buenos cazadores, que fabricaban gran cantidad de instrumentos de hueso y asta, azagayas, arpones, agujas (lo que demuestra que ya cosían, seguramente pieles), que decoraban cuevas y abrigos con pinturas y que albergaban preocupaciones religiosas. El enterramiento de uno de ellos, descubierto en la cueva Morín, a unos diecisiete kilómetros de Santander, prueba que esperaban otra vida después de la muerte. Hace veinticinco mil años, sepultaron allí a un difunto, después de cortarle los pies y la cabeza, y le colocaron como ajuar funerario un cervatillo, un costillar y un cuenco lleno de pintura ocre. ¿Para que pudiera comer y adornarse en la otra vida? ¿Le mutilaron los pies para impedir que regresara? ¿Le mutilaron la cabeza para venerarla en casa, de la misma manera que todavía, en zonas rurales de España, se venera el siniestro retrato de los abuelos hace largo tiempo fallecidos que preside el comedor?