Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] (57 page)

BOOK: Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República]
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En realidad la retirada de Yebala y Xauen, conquistadas por Berenguer en 1920 y no prevista originariamente por Primo de Rivera, no fue, por tanto, el resultado de una política abandonista ni tampoco una fórmula preparatoria del posterior desembarco de Alhucemas, sino un procedimiento pragmático, basado en el sentido común, para enfrentarse a una situación difícil. Ante los ataques rífenos la respuesta del dictador, que asumió por sí mismo el mando militar, consistió en una retirada que le permitió acortar sus líneas, pero que se realizó, en medio de un temporal, con un número importante de bajas, unas diez mil, aunque los muertos no llegaran ni a una quinta parte de estas cifras. Las consecuencias de la retirada afectaron tanto a la posición de Abd-el Krim como a la actitud del ejército africanista. A finales de 1924 el dirigente rifeño tenía sus líneas a tan sólo 10 kilómetros de la capital del Protectorado; además, había conseguido controlar tres cuartas partes del mismo. A comienzos de 1925 capturó a El Ray Suli, quien moriría al poco, y con ello se convirtió en la autoridad indígena indiscutible. Primo de Rivera asumió en octubre de 1924 la Alta Comisaría mientras arreciaban las maniobras de los políticos en Madrid para, aprovechando esta situación, marginarle del poder. En torno a septiembre y octubre hubo rumores acerca de una posible retirada del dictador, auspiciada por un Alfonso XIII muy preocupado por los acontecimientos de Marruecos. El Ejército allí situado necesariamente había de reaccionar de forma airada ante el curso de los acontecimientos. Además, y sobre todo, debió enfrentarse, durante un almuerzo, con una insubordinación extendida entre la oficialidad en Ben Tieb. Entre los protestatarios, con mayor o menor indignación, figuraban dos personajes que habrían de tener un papel en la vida política contemporánea: el general Queipo de Llano, que fue relevado, y el entonces teniente coronel Francisco Franco que, con el paso del tiempo, acabaría por convertirse en colaborador estrecho del dictador. La propia victoria de Abd-el Krim fue la causante de nuevo giro copernicano de Primo de Rivera respecto del problema de Marruecos y de su posterior éxito. Al principio lo único que el dictador hizo fue lamentarse del grave contratiempo militar sufrido, que, en metáfora desgraciada, presentó como «el precio elevado, pero mínimo, del braguero con que el país ha de contener la hernia de Marruecos». En una carta a uno de sus colaboradores íntimos lamentó que los rifeños hubieran atacado «en el momento en que iniciamos un replanteo de la cuestión».

Los errores de Abd-el Krim, sin embargo, permitieron al dictador modificar la situación en beneficio propio y de España. En este momento el cabecilla rifeño había alcanzado el máximo de su esplendor militar y político. Disponía de lo que, en la práctica, podía ser considerado como un Estado independiente con, al menos, 100.000 hombres en armas (aunque no como ejército permanente), dos centenares de cañones y algún avión que no podía ni sabía utilizar. Su situación económica era buena por la ayuda que le prestaban algunos aventureros internacionales, atraídos por la esperanza de obtener compensaciones en las minas de la región. Contaba, además, con el apoyo de la Internacional comunista, y algunos de sus consejeros le presentaban como un dirigente político nacionalista y revolucionario, futuro líder de la independencia. Pero su propio éxito le hizo cometer errores, tanto respecto de España como de Francia. En un momento en que Abd-el Krim podía haber negociado en una posición de ventaja con España renunció a hacerlo, como si ya la considerara liquidada como adversario; incluso desistió de atacar la zona oriental española y, en vez de ello, eligió como adversarios a los franceses. En realidad resultaba casi inevitable este enfrentamiento porque parte de las tribus que reconocían su jefatura estaban situadas a caballo entre los dos protectorados y en el francés obtenía la mayor parte de sus recursos alimenticios. En abril de 1925 se produjo una ofensiva rifeña como consecuencia de la cual cayeron 43 de las 66 posiciones defensivas francesas, se causaron a este Ejército casi 6.000 bajas y se situó la vanguardia de Abd-el Krim a tan sólo 30 kilómetros de Fez, que difícilmente podría haber sido ocupada con un tipo de ofensiva semejante a la que practicaban sus tropas. Como ha escrito Madariaga, este éxito rifeño consiguió lo que años enteros de diplomacia española no habían logrado obtener de Francia: una política de unión ante el enemigo común. En mayo de 1925 se iniciaron las conversaciones entre los dos países que llegaron poco después a una rápida conclusión, plasmándose en tres tratados; incluían la acción militar coordinada (que hasta entonces había rechazado el Ejército francés para evitar atraerse las iras de los rifeños) y una lucha común contra el comercio de armas, al mismo tiempo que se hacían genéricas promesas de autonomía. Lo decisivo fue, sobre todo, que las tropas de ambos países aumentaron hasta 500.000 hombres. Primo de Rivera, ante lo que era un inminente cambio de rumbo en su política, se apresuró a declarar que «en asuntos de interés patrio no hay derecho a dejarse guiar por el amor propio, ni negarse a la rectificación». Pero si él cambió de posición entre sus compañeros del Directorio militar perduraron actitudes muy reticentes frente a aquella operación que acabaría por decidir la guerra de Marruecos, el desembarco de Alhucemas. Uno de sus opositores fue el almirante Magaz y el propio Rey se mostraba receloso. Pero Primo de Rivera tuvo el apoyo de otros, como Jordana, que sería el principal protagonista de la política marroquí.

Los frutos de la colaboración entre Francia y España no se hicieron esperar. El desembarco de Alhucemas había sido imaginado como operación desde nada menos que 1911 y planeado sucesivamente en fechas posteriores; era, por otro lado, una operación lógica que los rifeños podían prever. El mismo Primo de Rivera imaginó allí una pequeña operación en 1924, incluso con colaboración indígena. Una novedad en su planteamiento final consistió en que se planteara ahora como el resultado, no de un avance terrestre desde Melilla, sino de la utilización exclusiva de la flota, la artillería y la aviación. El desembarco fue una operación casi exclusivamente española, aunque también participara en ella la Marina francesa, y se saldó con un éxito espectacular: con sólo 16 muertos se había conseguido tomar al adversario por la espalda con la posibilidad, además, de dividir en dos la zona por él dominada. Así sucedió en un periodo muy corto de tiempo. El desembarco había tenido lugar en septiembre de 1925; en abril del año siguiente era Abd-el Krim quien solicitaba entablar negociaciones y, al mes siguiente, se producía el encuentro entre las tropas españolas y las francesas. Coincidiendo con él el dirigente rifeño se entregó a los franceses, que lo desterraron, junto a 150 de sus partidarios, a la isla de la Reunión. El Gobierno español protestó agriamente, pues pensaba someterlo a juicio por haber exterminado a la totalidad de los oficiales que mantenía en sus manos. Si en un principio Primo de Rivera había tratado de llegar a un acuerdo con él pretendía ahora un castigo ejemplar. A finales de 1926 las tropas españolas experimentaron una drástica reducción concluyendo la lucha prácticamente en 1927, no sin que un momentáneo recrudecimiento exigiera una nueva presencia de Primo de Rivera en Marruecos.

A partir de ese año Marruecos dejó de ser un problema para España: la mejor prueba es que, si en 1927 se incautaron casi 70.000 armas a los indígenas, entre 1929-1930 lo fueron sólo 54. El cabecilla rifeño, una especie de precursor de los movimientos en pro de la independencia nacional, murió en 1963 en El Cairo, y la región del Rif siguió demostrando, con su belicosidad e indisciplina, que no sólo los españoles tenían problemas en ella: también los tuvieron las autoridades del Marruecos independiente.

Sin duda alguna la victoria en Marruecos fue el triunfo más espectacular de Primo de Rivera. Como hemos visto, sus propósitos originales habían sido muy diferentes de lo que luego fueron los resultados obtenidos; no sólo fue versátil sino incluso volátil en la planificación del programa a desarrollar y de sus contenidos estratégicos o tácticos. No cabe duda de que hizo un auténtico aprendizaje de la realidad de Marruecos. Como los políticos liberales a los que desplazó, hubiera preferido el abandono o un empleo mínimo de recursos y sólo con el transcurso del tiempo reconoció que la presencia española exigía acciones militares. Por otro lado, sus objetivos no se lograron sin sangre. Pero esto no obsta para que el régimen pudiera atribuirse el haber eliminado un grave problema de la vida nacional que los gobernantes anteriores, por la inestabilidad parlamentaria y la incapacidad de imaginar un programa, habían sido incapaces de enfocar con eficacia. En suma, el desembarco de Alhucemas sentó las bases para la política exterior que a continuación siguió la Dictadura, al tiempo que explica su permanencia y su voluntad de constitucionalización.

La política exterior: Tánger y la Sociedad de Naciones

D
esde la pérdida del imperio colonial ultramarino la política internacional española estuvo siempre muy directamente relacionada con la posición que nuestro país desempeñaba en Marruecos por imperativo de las circunstancias. Resulta, pues, oportuno referirse en este momento a la política exterior dictatorial a la que, al menos de manera implícita e indirecta, se aludía también en el epígrafe anterior. Al hacerlo se ha de partir, como primera consideración, de la peculiaridad de esta etapa: si, en general, toda política necesita un lapso de tiempo para llevarse a cabo, esto es especialmente cierto de la exterior. Así, a su favor tuvo Primo de Rivera el realizar una política más duradera que los gobiernos parlamentarios pudiendo llevar a la práctica iniciativas que habían tenido su primera enunciación en el cambio de siglo, como el acercamiento a Hispanoamérica y a Portugal. Por otro lado, Primo de Rivera dio un paso adelante en la modernización del servicio diplomático, no sólo mediante la ampliación de la representación en el exterior sino también al unificar la carrera diplomática y la consular, y elevando el nivel de exigencia a la hora del ingreso en ambas. En términos generales, la política exterior de Primo de Rivera, aun con ciertas novedades, permaneció en el marco tradicional de lo que había sido la posición española en el contexto internacional, basada en una vinculación fundamental (y subordinada) con Francia y Gran Bretaña, debido a la situación geográfica de nuestro país. Las circunstancias (principalmente, el buen resultado de las operaciones de Marruecos) favorecieron que, por vez primera, España tratara de contrapesar la influencia franco-británica con la de otros países, como Italia. No obstante, la propia estabilidad del escenario internacional acabó por tener como consecuencia que no se produjera ninguna alteración fundamental de la posición española, a la que Primo de Rivera sirvió con patriotismo pero también a menudo con exceso de vehemencia, imprevisión de las consecuencias de su acción y falta de habilidad. La fórmula para contrapesar la influencia franco-británica no podía ser otra que el acercamiento a Italia, que, desde meses antes de que llegara al poder Primo de Rivera, presenciaba la experiencia de la llegada del fascismo al poder. Sin embargo, no debe pensarse, en realidad, que fuera la identidad (que no existió) entre ambos regímenes lo que fundamentó el acercamiento hispano-italiano. La mejor prueba es que en pleno régimen liberal en España el embajador italiano había informado a su país que «por natural reacción (contra Francia) la simpatía de este país se vuelve en los últimos años a Italia». El único mérito inicial de Primo de Rivera fue, por tanto, haber concluido unas largas negociaciones comerciales y haber llevado a cabo, con el Monarca, un viaje a Italia en noviembre de 1923. Durante éste, pese a las apariencias, no dejaron de manifestarse discrepancias entre los dos regímenes, especialmente por lo que respecta a las declaraciones muy clericales del Rey ante el Papa, que irritaron a Mussolini. Éste, sin embargo, no dudó en aprovechar la ocasión para proponer al dictador español una colaboración permanente entre los dos países. Sin embargo, Primo de Rivera, a su vuelta a España, afirmó inmediatamente que ese acercamiento no debía perjudicar a la relación que mantenía con otras naciones.

Cuando, meses después, tuvo lugar la visita del Monarca italiano a España las relaciones entre ambos países se habían ya enfriado y el propio Mussolini no formó parte de la comitiva. Primo de Rivera se había dado cuenta de que necesitaba a Francia para solucionar el problema marroquí. Cuando Abd-el Krim desapareció como enemigo, de nuevo se apoyó, más en la apariencia que en la realidad, en Italia, con la que firmó un intrascendente tratado de arbitraje, pero que muchos creyeron que encerraba cláusulas secretas de extraordinaria importancia estratégica. Tales elucubraciones no tuvieron, sin embargo, fundamento, aunque todavía eran objeto de especulación en los años treinta. Liquidado el problema de Marruecos España deseaba mejorar su posición en Tánger o en la Sociedad de Naciones y jugó con una aparente italianofilia para fortalecer su posición ante las potencias con las que mantenía una relación más habitual. Así se explica que, en 1927, Alfonso XIII viajara de nuevo a Italia y que una división naval italiana se presentara ante Tánger. En relación con esta ciudad, sin embargo, los intereses de las dos penínsulas mediterráneas eran incompatibles, pues España la quería para sí y Mussolini, para quien tenía un valor menor, como mera pieza de intercambio, estaba de acuerdo en la internacionalización. En suma, la relación hispano-italiana en la época sirvió a los dos países para obtener ventajas propias, aunque pequeñas, pero, como decían los diplomáticos británicos, no pasó de ser un flirteo frecuentemente acompañado de infidelidades mutuas.

Esta es la razón por la que lo esencial de la política exterior española durante este periodo se explica por la relación con Francia y Gran Bretaña, quienes siguieron siendo los vértices fundamentales de la presencia española en el mundo, aunque Italia fuera el tercero en el triángulo. Como en las dos décadas anteriores del reinado de Alfonso XIII, Francia, que despreciaba a España, en especial su forma de llevar el protectorado marroquí, fue la potencia con la que los conflictos fueron más habituales y ásperos. En cambio, Gran Bretaña, principal garante del «statu quo», ejerció repetidamente la función de mediador entre los dos países. Su opinión acerca de España no difería en exceso aunque fuera más paciente. La irritación de Alfonso XIII y Primo de Rivera en relación a Francia empezó manifestándose respecto del Estatuto de Tanger. Esta ciudad tenía una composición racial y lingüística en que el componente hispánico era fundamental (de los 65.000 habitantes, 20.000 eran españoles y otros 10.000 judíos, en su mayoría sefarditas). Además, constituía una posición clave desde el punto de vista estratégico y como vía para aprovisionar de armas a los rebeldes rífenos. Era, por tanto, lógico que España desempeñara un papel crucial en ella, pero a esto se oponían los intereses franceses. Antes de la Dictadura la negociación entre los dos países había llegado a un «impasse» debido a la diferencia de puntos de partida. Con muchas reticencias Primo de Rivera aceptó la solución propuesta por los franceses a comienzos de 1924, no sin criticarla duramente. Alfonso XIII calificó el acuerdo final al que se llegó de «despiadado», mientras que Primo de Rivera juzgaba que se había «menospreciado» a su país. La verdad es que los propios diplomáticos franceses se limitaron, a lo sumo, a simular atención a unas posiciones españolas que en realidad no se tomaron en serio. El contenido final del Estatuto demostró la desairada posición de España, que controlaba tan sólo las aduanas mientras que la autoridad indígena (Mendub) era nombrada por el califa (en realidad, por Francia) y los otros puestos clave eran responsabilidad de naciones como Bélgica, cuya importancia e interés en la zona era inferior al español.

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