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Authors: Geoffrey de Monmouth

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Historia de los reyes de Britania (22 page)

BOOK: Historia de los reyes de Britania
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Pocos días después, se dirigieron a la ciudad de Kaerliudcoit, a la sazón sitiada por los antedichos paganos. Se encuentra esta ciudad en la provincia de Lindsey, sobre una colina, entre dos ríos; se la conoce también por el nombre de Lincoln. Una vez llegados allí con toda su hueste, presentaron batalla a los Sajones, infligiéndoles inaudita matanza; seis mil de ellos cayeron aquel día para no levantarse, ahogados en el río o abatidos por las armas; los demás, aterrados, abandonaron el asedio y emprendieron la fuga. Arturo los persiguió implacablemente hasta el bosque de Calidón. Allí confluyeron de todas partes los fugitivos Sajones y se dispusieron a resistir a Arturo. Una vez más trabaron batalla ambos bandos, y en esta ocasión los Sajones mataron un buen número de enemigos, defendiéndose valientemente; al amparo de los árboles, evitaban las flechas de los Britanos. Apercibiéndose de esta circunstancia, Arturo ordenó derribar los árboles de esa parte del bosque y colocar sus troncos en círculo, bloqueándoles la salida. Pretendía con ello mantenerlos sitiados en su encierro hasta que muriesen de hambre. Así lo hizo, ordenó a sus hombres que rodearan el bosque y permaneció allí por tres días. Los Sajones no tenían con qué alimentarse, y, temiendo morir de hambre, pidieron licencia para salir sobre la base de que les permitiesen regresar a Germania con solas sus naves, dejando tras de sí todo el oro y la plata que llevaban; y prometieron, además, enviar tributo a Arturo desde Germania y entregarle rehenes como garantía de pago. Convenientemente asesorado, Arturo accedió a lo que le pedían: retuvo sus riquezas y los rehenes que garantizaban el pago del tributo; a cambio, les concedió permiso para abandonar el país.

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Surcaban los Sajones el mar rumbo a su patria cuando se arrepintieron del pacto que habían llevado a cabo, de modo que, virando en redondo, volvieron a Britania y desembarcaron en la costa de Totnes. Tomaron posesión del país y lo devastaron hasta la desembocadura del Severn, dando muerte a muchos paisanos. Después se dirigieron a marchas forzadas al distrito de Bath y pusieron sitio a la ciudad. Cuando Arturo lo supo, se quedó estupefacto ante semejante doblez y ordenó que fueran juzgados sumarísimamente los rehenes y, acto seguido, fuesen ahorcados. Interrumpió las operaciones que había emprendido contra Escotos y Fictos, y se apresuró a acudir en auxilio de los sitiados. Para aumentar las preocupaciones que lo agobiaban, había tenido que dejar a su sobrino
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Hoel en la ciudad de Alclud, pues se encontraba seriamente enfermo. De manera que marchó a Bath y, llegado que hubo a la provincia de Somerset, dijo a la vista del asedio:

—«Puesto que esos Sajones de impío y detestable nombre han faltado a su palabra, quiero yo cumplir con la mía, la que le debo a mi Señor, y vengar hoy en ellos la sangre de mis compatriotas. ¡Armaos, hombres, armaos y atacad a esos traidores con todas vuestras fuerzas! No hay duda de que triunfaremos con la ayuda de Cristo».

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Dicho esto, el venerable Dubricio, arzobispo de Ciudad de las Legiones, desde lo alto de una colina exclamó:

—«¡Soldados! Ya que habéis recibido de vuestros padres la fe cristiana, recordad en nombre de Dios la lealtad que le debéis a vuestra patria y a vuestros compatriotas, que, conducidos al exterminio por la traición de los paganos, constituirán un motivo eterno de oprobio para vosotros, si no acudís a defenderlos. Luchad por vuestra patria y aceptad la muerte por ella, si fuese necesario, que en la muerte está la victoria y la liberación del alma. El que muere por sus hermanos se ofrece a Dios como una hostia viva y no duda en seguir a Cristo, que consintió en dar la vida por sus hermanos. Si alguno de vosotros sucumbe en la batalla, su propia muerte le servirá de penitencia y absolución de todos sus pecados, siempre que muera con ese espíritu».

Al punto, confortados por las bendiciones del santo varón, se apresuró cada cual a armarse y a obedecer sus recomendaciones. Arturo, por su parte, se reviste de una loriga digna de rey tan grande; se ajusta a la cabeza un yelmo de oro, con la cresta tallada en forma de dragón, y a los hombros su escudo, llamado Pridwen, sobre el que está pintada una imagen de la Santísima Virgen, madre de Dios, para tenerla siempre presente en la memoria; se ciñe a Caliburn, la espada sin par que fue forjada en la isla de Avalón, y empuña con la diestra a Ron, su lanza, que es larga y ancha, y se encuentra sedienta de sangre.

Luego, ordenó a sus tropas para el combate y atacó bravamente a los Sajones, que, según su costumbre, se hallaban alineados en forma de cuña. Todo aquel día resistieron valientemente los Sajones a los Britanos, pero éstos insistían una y otra vez. Declinaba ya el sol cuando ocuparon una colina próxima que podía servirles de campamento, pues, fiados en su número, la sola elevación del terreno les parecía suficiente protección. Sin embargo, al amanecer del siguiente día, consiguió Arturo acercarse a la cumbre con su ejército, aun a costa de grandes pérdidas. Los Sajones, en efecto, desde posiciones más elevadas, podían herir más fácilmente a los Britanos, pues eran más veloces sus movimientos al descender que los de sus adversarios al intentar penosamente el ascenso. Con todo, los Britanos, esforzándose al máximo, alcanzaron la cumbre y trabaron combate cuerpo a cuerpo con el enemigo. Los Sajones, a pecho descubierto, ponen todo su empeño en resistir. Ha transcurrido ya de ese modo la mayor parte de la jornada cuando Arturo no puede reprimir su cólera viendo que el enemigo se mantenía firme y que no terminaba de llegar la victoria; desenvaina su espada Caliburn, invoca el nombre de Santa María y se precipita en veloz ataque sobre las apretadas filas de los Sajones. El que prueba su filo no necesita ya otro golpe. Y no ceja en su esfuerzo, en el nombre de Dios, hasta haber dado muerte con Caliburn, su espada, a cuatrocientos setenta guerreros. Lo vieron los Britanos y, en formación compacta, lo siguieron entusiasmados, sembrando por doquier la matanza. En esta batalla cayeron Colgrin y Baldulfo, su hermano, y muchos miles de Sajones. Sólo Cheldric, que se apercibió del peligro que amenazaba a sus compatriotas, consiguió huir con los supervivientes.

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Obtenido el triunfo, ordenó el rey a Cador, duque de Cornubia, que persiguiera a los fugitivos, mientras él mismo se apresuraba a dirigirse a Albania, pues había llegado a sus oídos que los Escotos y los Pictos habían puesto sitio a la ciudad de Alclud, donde se hallaba Hoel enfermo, como ya dije más arriba. De modo que hacia allá se encaminó rápidamente Arturo, temiendo que la ciudad cayese en manos de los bárbaros. Por su parte, el duque de Cornubia, a quien acompañaban diez mil hombres, no quiso perseguir a los Sajones, sino que prefirió dirigirse a toda prisa hacia sus naves e impedirles la entrada a bordo. Se apoderó, pues, de las naves y dejó en ellas como guarnición a lo mejor de sus soldados, con órdenes de que no permitieran a los paganos el acceso a las mismas, si intentaban abordarlas. Después, y de acuerdo con las órdenes de Arturo, se apresuró a perseguir a los enemigos y a degollarlos sin piedad conforme los iba encontrando. Los Sajones, que hasta entonces habían combatido con la ferocidad del rayo, retrocedían cobardemente ahora, buscando refugio en las profundidades de los bosques, o en montañas, o en cuevas, para prolongar un poco más sus vidas. Finalmente, no hallándose seguros en ninguna parte, retiraron su quebrantada hueste a la isla de Thanet. Hasta allí los siguió el duque de Cornubia, renovando la acostumbrada matanza, y no descansó hasta haber obtenido su rendición sin condiciones, no sin antes haber dado muerte a Cheldric y haber aceptado rehenes.

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Restablecida así la paz, Cador marchó a la ciudad de Alclud, a la que Arturo había liberado ya de la hostilidad de los bárbaros. Condujo luego el rey su ejército a Moray, donde los Escotos y Pictos se encontraban sitiados. Habían combatido en tres ocasiones contra el monarca y su sobrino
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, y, al ser derrotados, se refugiaron en esa provincia. Cuando llegaron al lago Lomond, tomaron posesión de las islas del mismo, en busca de un refugio seguro. Contiene este lago sesenta islas y recibe las aguas de sesenta ríos, de los que sólo uno desemboca en el mar. En las islas pueden verse sesenta riscos, sobre los cuales se sostienen otros tantos nidos de águilas. Las águilas solían reunirse una vez al año para dar a conocer cualquier suceso extraordinario que fuese a acontecer en el reino por medio de un agudo chillido que todas emitían al mismo tiempo. En estas islas se refugiaron los mencionados enemigos, a fin de aprovechar la protección del lago. Pero de poco les sirvió, pues Arturo, fletando una escuadra, clausuró las entradas y salidas, de manera que Pictos y Escotos, víctimas del hambre, morían por millares. Mientras Arturo iba así destruyendo a sus enemigos, Gilomaur, rey de Hibernia, llegó en auxilio de los sitiados con una flota y una gran muchedumbre de bárbaros. Interrumpió Arturo el asedio y volvió sus armas contra los Hibernenses, sembrando la muerte en sus filas y obligándolos a regresar a su país. Una vez obtenida la victoria, se pudo dedicar de nuevo al exterminio de Escotos y de Fictos. Se entregó a ello con un implacable rigor, sin perdonar la vida a ninguno de cuantos caían en sus manos, hasta el punto de que todos los obispos de aquel desdichado país, junto con todo el clero a ellos sometido, se dirigieron al encuentro de Arturo con los pies descalzos, llevando las reliquias de sus santos y los objetos sagrados de sus iglesias, para implorar del rey misericordia por la salvación de su pueblo. Una vez en presencia del monarca, se hincaron de hinojos ante él y le rogaron que tuviese piedad de su asendereada gente. Les había infligido ya suficiente castigo —decían los obispos— y no tenía necesidad alguna de exterminar a los pocos que quedaban hasta el último hombre; podía permitirles conservar una pequeña parte de su país, y a cambio ellos se comprometían a llevar para siempre sobre sus hombros el yugo de la servidumbre. De esta manera suplicaban, y su patriotismo impresionó vivamente a Arturo, llegando a hacer brotar lágrimas de sus ojos. Finalmente, el rey accedió a la petición de los santos varones y concedió el perdón a su pueblo.

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Luego que hubieron tenido lugar estos sucesos, el convaleciente Hoel visitó el emplazamiento del antedicho lago, y mucho se maravilló al ver cómo tantos ríos e islas, tantas rocas y nidos de águilas, coincidían en número. Mientras se admiraba contemplando prodigio tan extraño, se le acercó Arturo y le dijo que en la misma provincia, no lejos de donde se encontraban, había otro lago aún más extraordinario: medía veinte pies de anchura por la misma distancia en longitud y cinco pies de profundidad; fuese la propia naturaleza quien le dio aquella forma de cuadrado, o la industria del hombre, lo cierto es que aquel lago producía cuatro clases diferentes de peces en sus cuatro ángulos, y nunca había un pez de una zona en ninguna de las otras tres.

Añade Arturo que existe un tercer lago, llamado Linligwan por los nativos, en la región de Gales regada por el Severn: cuando desagua el mar en él, traga su flujo en insondable torbellino, de manera que nunca puede llenarse lo suficiente como para cubrir las márgenes de sus riberas; en cambio, cuando mengua la marea, el lago regurgita las aguas que ha tragado, que se elevan tan alto como una montaña, y con ellas oculta y baña sus riberas; en el ínterin, si algún habitante de la región se encuentra cerca, con el rostro vuelto hacia el Linligwan, y las ondas salpican sus vestidos, nunca, o a duras penas, conseguirá evitar ser devorado por el lago; sin embargo, si está vuelto de espaldas, no tiene por qué preocuparse de ser engullido, aunque se encuentre en la mismísima ribera.

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Después de perdonar al pueblo de los Escotos, se dirigió el rey a Eboraco, donde se proponía celebrar la fiesta inminente de la natividad del Señor. Al entrar en la ciudad y observar el lamentable estado de sus iglesias, se entristeció mucho. El santo arzobispo Sansón había sido expulsado de su sede junto con los demás hombres de religión, y en los templos medio quemados se interrumpieron todas las ceremonias sacras: hasta ese punto llegó la insanía de los paganos. De manera que Arturo convocó al clero y al pueblo, y nombró a Píramo, su propio capellán, metropolitano de la sede. Después reconstruyó las iglesias, que habían sido destruidas hasta sus cimientos, y las dotó de comunidades religiosas de hombres y mujeres. Por otra parte, restableció en sus antiguas dignidades a los nobles expulsados por las invasiones sajonas.

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Había en Eboraco tres hermanos de regia alcurnia, a saber, Lot, Urián y Angusel, que antes de los triunfos sajones habían ejercido la soberanía sobre aquellas tierras. Queriendo de volverles, como a los demás, sus derechos hereditarios, Arturo repuso a Angusel en el trono de los Escotos, y a Urián, su hermano, le confió el gobierno de las gentes de Moray; en cuanto a Lot, que en tiempos de Aurelio Ambrosio
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había desposado a la propia hermana de Arturo y había tenido dos hijos de ella, Gawain y Mordred, lo reinstaló en el ducado de Lodonesia y territorios circundantes. Finalmente, cuando le hubo devuelto a todo el país los honores perdidos, tomó por esposa a Ginebra, una joven de noble estirpe romana que, educada en la corte del duque Cador, superaba en belleza a todas las mujeres de la isla.

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Llegó el verano, y Arturo preparó una escuadra y navegó rumbo a la isla de Hibernia, pues deseaba someterla a su poder. En cuanto desembarcó, le salió al encuentro el rey Gilomaur, arriba mencionado, con una innumerable hueste y el propósito de enfrentarse con él. Nada más comenzar el combate, los Hibernenses de Gilomaur, mal vestidos y peor armados, son derrotados y huyen en busca de un lugar donde refugiarse, mientras el propio rey es capturado e intimado a la rendición. Los demás príncipes del país, estupefactos ante lo sucedido, siguen el ejemplo de Gilomaur y se rinden sin condiciones. Una vez sometida Hibernia, Arturo enderezó su flota hacia Islandia, venció a los Islandeses y conquistó la isla. En las demás islas comenzó a correr el rumor de que ningún país podía oponer resistencia al monarca de los Britanos, y Doldavio, rey de Gotland, y Gunvasio, rey de las Oreadas, se presentaron voluntariamente ante Arturo, le prometieron el pago de un tributo y le rindieron homenaje. Pasó el invierno, y Arturo regresó a Britania, estableciendo firmemente la paz en sus dominios y manteniéndola a lo largo de doce años.

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