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Authors: Enric González

Tags: #Biografía, Viajes

Historias de Londres (9 page)

BOOK: Historias de Londres
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LA RESERVA DE SAINT JAMES

Como todo el mundo sabe, o saben al menos todos aquellos que vieron la serie
Arriba y abajo
o quienes han visto a Anthony Hopkins ejerciendo de mayordomo en el cine, la estructura de clases de la sociedad inglesa es, básicamente, una proyección onírica de la clase obrera. Sin el mimo de la servidumbre, el talento de los lacayos y la benevolencia de los trabajadores, la aristocracia británica llevaría ya tiempo en el arroyo. Pero al inglés de a pie le gustan la monarquía, los terratenientes y los señores. Quizá porque proporcionan un cierto sentido de estabilidad, porque encarnan el orden, porque representan la historia, porque siempre han estado ahí. Esas son cosas que gustan en la isla. E incluso, ay, se contagian al visitante desprevenido.

El señorito inglés no vale gran cosa, pero el entorno en que se desenvuelve resulta tan agradable que debemos defender su conservación. ¿Quién puede ser tan cruel como para querer acabar con los Bertie Wooster y demás aristócratas descerebrados de este mundo? Obviamente, sólo un Bertie Wooster. El tipo más izquierdista del laborismo británico, el hombre que redactó el incendiario y catastrófico manifiesto electoral de 1983 (definido con razón como «la nota de suicidio más larga de la historia»), se hace llamar Tony Benn, pero su auténtico nombre es Sir Anthony Wegdwood Benn. Todo queda en casa.

Esta especie protegida, millonaria y frágil, tiene su santuario en Saint James. Una calle, más bien un barrio, que viene a ser como una reserva natural.

Como introducción al espíritu de Saint James podemos recurrir a un texto del gran Evelyn Waugh, un perfecto
club gentleman.
Se trata de una carta de 1945 dirigida a su esposa en la que se refiere a su hijo Auberon, hoy conocido columnista del
Telegraph
, gran polemista y, como su progenitor, buen ejemplar de esa especie típicamente inglesa que sobrevive encerrada en el espacio protegido del club.

Querida Laura:

He llegado a la lamentable conclusión de que el chico Auberon no es todavía un compañero apropiado para mí.

Ayer fue un día de supremo sacrificio. Le traje desde Highgate, le subí a la cúpula de San Pablo, le regalé un paquete de sellos triangulares, le llevé a comer al Hyde Park Hotel, le subí a la azotea del hotel, le llevé a Harrods y le permití comprar vastas cantidades de juguetes (los cargué en tu cuenta), le llevé a tomar el té con Maimie, que le dio una libra y una caja de cerillas, y le llevé de regreso a Highgate en un estado (yo, no el niño) de completo agotamiento. Mi madre le preguntó: ¿Has tenido un buen día? Un poco aburrido, contestó. Así que esta es la última vez por bastantes años que me molesto por mis hijos. Puedes reprochárselo.

Pasé una velada muy divertida emborrachándome en la Cámara de los Comunes con Hollis y Fraser y la viuda Hartington (que está enamorada de mí, me parece) y Driberg y Nigel Birch y Lord Morris y Anthony Head y mi primo comunista Claud Cockburn.

Ayer cené con Maimie. Vsevolode se pasó el rato yendo a la cama y volviendo.

Londres está más lleno y ruidoso que nunca.

Con todo mi amor, Evelyn.

Para definir a su padre, Auberon Waugh suele contar el traumático episodio de los plátanos. Se trata de dos plátanos que Evelyn Waugh consiguió en alguna parte —era el Londres de la posguerra y el racionamiento— y llevó a casa. Ninguno de los crios había visto jamás un fruto tan exótico. A la hora del postre, Waugh padre les quitó con cuidado la piel y los depositó sobre un plato, que hizo circular alrededor de la mesa. Luego pronunció en tono solemne una frase: «Me han dicho que se comen con azúcar». Los niños Waugh salivaban frenéticamente. El padre espolvoreó azúcar sobre los plátanos, empuñó cuchillo y tenedor y los engulló sin más comentarios.

Auberon odió durante muchos años a su padre por el episodio de los plátanos.

No me aventuraré a decir que todos los socios de todos los clubes de Saint James son comeplátanos. Pero hay bastante de eso.

Los clubes de Saint James son trece: Turf, Athenaeum, Travellers, Reform, RAC, Army&Navy, East India and Devonshire and Sports and Public Schools, United Oxford and Cambridge University, Carlton, Pratt's, Brooks, Boodle's y White's. Trece palacetes de fachadas impecables, mármoles impolutos y picaportes relucientes, que apenas llaman la atención en una calle impecable, impoluta y reluciente. Sólo uno de ellos, el Travellers, puede ser visitado. Algunos admiten ya mujeres —en salas especiales— y se ha extinguido poco a poco el espíritu fundacional común a todos ellos: se trataba de disponer de un lugar donde beber, apostar y frecuentar prostitutas —esas mujeres sí podían entrar— sin trabas familiares. Actualmente son una combinación bastante normal de bar, restaurante, hotel, hemeroteca y gimnasio.

El más antiguo, discreto e inaccesible es White's, en el número 37 de St. James Street. Fue creado en 1693 a partir de una tienda de chocolate propiedad de un tal Francis White y es desde siempre el club de los más ricos y reaccionarios terratenientes.

Boodle's (en el 28 de la misma calle) es algo más moderno (1762) y siempre ha presumido de un servicio exquisito: hasta bien entrado este siglo, todas las monedas que entraban en caja se hervían y lustraban, por si los distinguidos socios se veían obligados a tocar alguna de ellas.

Brooks (St. James Street, sin número: no es necesario) es el más célebre, por el lujo de su interior y por las fortunas que se han apostado y perdido en sus salones; se identifica con la aristocracia liberal y sus empleados tienen el deber sagrado de mantener vivo el fuego que arde ininterrumpidamente en la chimenea del vestíbulo desde 1764.

El Carlton está en el número 69 y es tan fiel a las ideas
tories
que durante décadas constituyó la sede central del Partido Conservador y el IRA intentó destruirlo con una potente bomba; a pesar de todo eso, sus socios se negaron a hacer una excepción en las normas contra las mujeres para admitir a su idolatrada Margaret Thatcher, quien tuvo que contentarse con ser socia de honor.

El mayor punto de gloria del Reform (104 de Pall Mall), fundado en 1836 por aristócratas ligeramente liberales y levísimamente democratizadores, es que Jules Verne hizo salir de sus salones a Phileas Fogg para dar
La vuelta al mundo en 80 días.

El Travellers (106 de Pall Mall) imponía desde su fundación en 1819 una condición
sine qua non
a los aspirantes a socios: haberse alejado más de 500 millas de Londres una vez en su vida. La condición consiste actualmente en haber viajado al extranjero. Un par de peculiaridades del Travellers: se come en la llamada Coffee Room, la única sala del club en la que está prohibido servir café, y dispone de mesas individuales con atril para los socios que quieran disfrutar de una gozosa colación con lectura.

Otras dos instituciones de St. James Street son alcohólicas. La primera, en el número 61, es Justerini and Brooks Ltd., fabricante del whisky J&B. El negocio fue fundado en 1749 como Johnson & Justerini por un vinatero llamado George Johnson y un joven italiano, hijo de un destilador de Bolonia, llamado Giacomo Justerini. El italiano había viajado a Londres por amor a una cantante de ópera, pero unió el placer a la utilidad y aprovechó la ocasión para crear un establecimiento que le hizo muy rico en sólo diez años. En 1760, Justerini volvió a Italia con la cantante y varias sacas de oro. Poco después, Jorge III —el rey loco— concedió a la tienda de vino el título de proveedora de la casa real, y en 1831 el nieto de Johnson la vendió a Alfred Brooks, quien la rebautizó como Justerini & Brooks. El whisky vino después, cuando los americanos implantaron la moda de beberlo con hielo.

La segunda combinación de vino y whisky se encuentra en el número 3, bajo el nombre de Berry Bros. & Rudd. Se trata de un comercio de apariencia discreta —fachada de madera vieja pintada de negro y escaparate con botellas de precio accesible—, propiedad desde 1690 hasta hoy de las familias Berry y Rudd, que resulta ser, sin discusión posible, la mejor tienda de vinos del mundo. Fabrica el whisky Cutty Sark, pero los beneficios del espirituoso se utilizan para ampliar y mejorar las cavas. La gente de Berry Bros. & Rudd almacena en sus sótanos unas 200.000 botellas y puede servir cualquier cosa de cualquier año. Yo he hecho la prueba. Entré muy decidido y me acerqué a un joven alto e impecablemente trajeado.

—¿Tendrían un oporto de 1820?

—Por supuesto, señor. ¿Qué marca prefiere?

Gran nivel.

Hasta 1993, un carruaje tirado por caballos cruzaba al menos dos veces al día el barrio de Saint James y reforzaba su irreal atmósfera de pretérito perfecto. El carruaje hacía el servicio de mensajería entre el palacio de Buckingham y la banca Coutts & Co. (440 del Strand), gestora de la descomunal fortuna del monarca británico desde el siglo
XVIII
, y fue sustituido por un automóvil en 1993 tras una serie de engorrosos accidentes de tráfico.

Aunque Coutts ya no pertenece a la familia del mismo nombre, sino al Natwest Bank, mantiene las viejas formas. La sala de juntas está decorada con el papel pintado chino que el primer embajador de Londres en Pekín (1794) regaló al banco, y sólo en la fragorosa década de los ochenta fueron abiertas 3.500 cajas de seguridad cuyo contenido no había sido reclamado durante 150 años o más. Una de las cajas contenía una hermosa guitarra en una funda de piel verde, depositada poco antes de la batalla de Waterloo.

BUCKINGHAM, SA

El propietario del grupo Virgin, Richard Branson, es un hombre muy consciente de su imagen pública y, en general, de cómo la gente percibe las cosas. Es un gran publicista. Aunque ha alcanzado ya una edad razonablemente madura, mantiene el atuendo y la actitud juveniles y aventureros sobre los que se asienta en buena parte su éxito empresarial. Y dice vivir en su palacete de Holland Park, un coto de millonarios
enrollados
, al igual que Cheyne Walk en Chelsea o algunas zonas de Islington. Branson, en realidad, no vive en Holland Park, sino en una aristocrática mansión rural, como cualquiera de los
toffs
de la vieja oligarquía financiera. Lo de Holland Park no es más que una gran oficina donde trabaja el servicio personal de relaciones públicas de Branson y donde el que fue joven multimillonario se deja fotografiar en un ambiente de estudiado desorden, entre montones de periódicos, pantallas gigantes y esculturas contemporáneas: un escenario mucho más apropiado que el auténtico, con sus mayordomos y sus techos artesonados.

Una vez, después de una entrevista para el periódico, charlamos un rato sobre los impagables
royals.

—Acabar con la monarquía —dijo Branson— sería tan grave y traumático como perder India de nuevo. Los Windsor son una versión lúgubre de la familia Addams, de acuerdo, pero forman parte del gran negocio de Londres. La imagen de esta ciudad sólo puede competir con la de Nueva York porque a la modernidad, la efervescencia, la moda y todo eso, une los anacronismos de la realeza, los palacios, las carrozas y el relevo de la guardia en Buckingham. No se engañe: los
royals
nos cuestan caros, pero son rentables.

El hecho es que, de los aproximadamente 15 millones de turistas que visitan anualmente Londres, casi la mitad asiste a un relevo de la guardia en Buckingham Palace. Dos millones visitan la Torre de Londres. Y otros tantos compran
souvenirs
relacionados con la monarquía.

Eso es algo que, quizá no tan claramente como Branson, percibe el conjunto de los británicos. En una encuesta publicada por el
Daily Express
sobre la institución monárquica y sus posibles ventajas, la pregunta ¿cuál es el mejor argumento para preservar la monarquía? recibió una respuesta mayoritaria: «El atractivo turístico».

Si la familia real británica constituye el elenco de un interminable culebrón, su cúspide, o sea, el monarca, ejerce un papel crucial en el inconsciente colectivo del país. Más de la mitad de los varones ingleses adultos reconocen —según un estudio realizado por psicólogos— haber soñado alguna vez que compartían el té, u otras cosas, con Isabel II. Amigos, ¿no es este un gran país?

La exhibición del lujo más obsceno y el protocolo más fantasioso constituyen un signo de identidad de los
royals.
¿Quién puede permitirse un palacio como Buckingham, el más grande del mundo, con más de 300 empleados y una cocina capaz de servir cientos de comidas diarias de alto nivel? ¿Quién puede permitirse un yate como el Britannia, el mayor barco privado del mundo, con una tripulación de 21 oficiales y 256 marineros? ¿Quién puede permitirse tres aviones, dos helicópteros y un tren privado? Por no hablar de las decenas de figurantes que pululan por el escenario de la realeza, instalados todos ellos en alguno de los 135 palacios y residencias propiedad de la reina y bien remunerados por ejercer cargos como los Pajes de Presencia, los Pajes de la Escalera Trasera, el Gran Jefe de Salsas, el Maestro del Hogar Real (jefe de mayordomos), el Guardián de la Bolsa (que, además de controlar las finanzas reales, es jefe supremo de la denominación de flores en el Reino), la Maestra de los Vestidos (jefa de las Damas de Dormitorio y de las Mujeres de Dormitorio), el Guardián de los Cisnes Reales, el Alabardero del Cristal y la Porcelana, el Caballero Guardián de la Porra Negra, el Caballero del Palo de Oro y el Caballero del Palo de Plata (guardaespaldas simbólicos desde la conspiración papista de 1678), el presidente del Consejo del Paño Verde (encargado de las licencias de los pubs en los alrededores de palacio) y muchos otros por el estilo.

La galería de figurantes es insuperable. Han sido necesarios una larga genealogía de personajes anacrónicos y poderosos esfuerzos de imaginación —muchos de los cargos y ceremonias fueron inventados o adaptados durante el siglo pasado con el fin de realzar el trono Victoriano, y un ritual de aire tan druídico y misterioso como la investidura del príncipe de Gales se creó hace menos de 40 años— para elaborar una pompa tan brillante y tan absurda en torno a La Firma, que así se llama a sí misma la familia real británica. Incluso el apellido Windsor fue ideado en 1917 para sobrellevar la Primera Guerra Mundial: todos los apellidos de la dinastía eran alemanes (Battenberg, Saxe-Coburg, Gotha, etcétera), algo inadecuado en un momento de germanofobia intensa en Inglaterra. Se optó por el genérico Windsor, nombre de castillo, para los más cercanos al trono, y por Mountbatten, traducción directa al inglés de Battenberg, para los demás.

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