Homicidio (67 page)

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Authors: David Simon

BOOK: Homicidio
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En un turno de cuatro a doce de mediados de verano, Edgerton está sentado ante su mesa en la oficina principal, con el teléfono al hombro y un cigarrillo en la comisura de los labios.

Worden pasa por delante y Edgerton empieza una pantomima exagerada que hace que el detective de más edad saque un mechero Bic de los pantalones y lo encienda; Edgerton se inclina por encima de la mesa para prender el cigarrillo.

—Oh, vaya —dice Worden, manteniendo quieto el mechero—. Espero que nadie me vea haciendo esto.

Veinte minutos más tarde y todavía preso de la misma conversación telefónica, Edgerton hace señas a Garvey para que le encienda otro cigarrillo, y Worden, que mira desde la sala del café, lo ve.

—Eh, Harry, te estás acostumbrando demasiado a que chicos blancos te enciendan el cigarrillo.

—¿Qué puedo decir? —dice Edgerton, tapando con la mano el micrófono del teléfono.

—¿Tratas de demostrar algo, Harry?

—¿Qué puedo decir? —repite Edgerton, colgando el teléfono—. Me gusta el aspecto que tiene la escena.

—Eh —dice Kincaid, interviniendo en la conversación—, mientras Harry siga contestando llamadas, no nos importa encenderle los cigarrillos, ¿verdad, Harry? Sigue contestando ese teléfono y yo te aseguro que vendré a trabajar con una caja de cerillas en el bolsillo.

—Trato hecho —dice Edgerton, casi divertido.

—Estamos recuperando a Harry, ¿no? —dice Kincaid—. Lo estamos domando para que vuelva a homicidios. Mientras lo mantengamos apartado de Ed Burns, todo irá bien.

—Así es —dice Edgerton, sonriendo—. Ya fue lo bastante malo que Ed Burns me liara a mí y me embaucara para meterme en todas aquellas largas investigaciones, y me dijera que no os hiciera ni caso a vosotros… Todo fue culpa de Burns. Toda la culpa fue suya.

—¿Y dónde está ahora ese tío? —añade Kincaid—. Está allí con el FBI, y tu estás aquí con nosotros.

—Te utilizó, Harry —dice Eddie Brown.

—Sí —dice Harry, dando uña calada a su cigarrillo—. Creo que el viejo Eduardo me la jugó.

—Te utilizó, abusó de ti y luego te dejó tirado como un condón usado —dice Garvey, desde el fondo de la sala.

—¿Habláis del agente especial Burns? —dice Ed Brown—. Eh, Harry, he oído que Burns ya tiene su propio despacho en la oficina del FBI. He oído que se ha mudado allí definitivamente.

—Su propio despacho y su propio coche —añade Kincaid.

—Eh, Harry —dice Ed Brown—. ¿Estás en contacto todavía con tu compañero? ¿Te llama alguna vez y te cuenta cómo van las cosas allí en Woodlawn?

—Sí, una vez me mandó una postal —dice Edgerton—. Decía: «Ojalá estuvieras aquí».

—Tú quédate con nosotros, Harry —dice Kincaid con cinismo—. Nos ocuparemos de ti.

—Sí —dice Edgerton—. Sé que lo haréis.

Considerando que se trata de Edgerton, esta es una conversación suave y casi afectuosa. Después de todo, esta es la misma unidad de homicidios en la que el diagnóstico de la diabetes de Gene Constantine fue recibido con una pizarra en la cafetería dividida con dos encabezamientos: «Aquellos a los que no les importa una mierda si Constantine muere o no» y «Aquellos a los que les importa una mierda si Constantine muere o no». El inspector jefe Childs, el teniente Stanton, la Madre Teresa y Barbara Constantine encabezaron esta última lista. En la columna más corta aparecían el propio Gene, seguido por el sindicato de funcionarios municipales. Con ese nivel de camaradería, Edgerton no está soportando nada fuera de lo normal en este turno de cuatro a doce. De hecho, la escena que se está representando en la oficina principal es una de las pocas actuaciones en las que Harry Edgerton se comporta como Uno Más de los Muchachos, un hombre de homicidios entre hombres de homicidios. No importa que Edgerton siga teniendo una elevadísima opinión de Ed Burns y de la investigación Boardley, que todavía está en marcha. Y no importa que Kincaid y Eddie Brown no crean de verdad que Edgerton quiera estar investigando asesinatos comunes y corrientes mientras su colega de toda la vida está en la oficina local del FBI armando una investigación por conspiración de malhechores que lleva dos años en marcha. Tampoco importa toda la mala sangre que ha habido anteriormente, porque ahora mismo Edgerton está trabajando asesinatos.

Es un nuevo Harry, que se ríe cuando sus colegas le aseguran que se van a ocupar de él, un hombre nuevo que, cada vez que entra en la oficina, anuncia que está listo para contestar el teléfono.

—A por él, Harry.

—No te hagas daño corriendo, Harry.

—Lo ha cogido la tercera vez que ha sonado. Que alguien convoque una puta rueda de prensa.

Edgerton se ríe, la imagen misma de la tolerancia. Pone una mano sobre el micrófono y se vuelve hacia ellos, fingiendo confusión.

—¿Y ahora qué se tiene que hacer? —pregunta, simulando no tener ni idea— ¿Se habla por aquí?

—Sí, ponte la parte de arriba en la oreja y habla por la de abajo.

—Edgerton, unidad de homicidios.

—Así se hace, Harry, colega.

SABADO 9 DE JULIO

Aquí arriba hace más calor que en el infierno.

Son las tres de la mañana y en la sala del café hay treinta y tres grados o más. Al parecer, algún genio de los números del departamento de servicios fiscales ha decidido que el turno de medianoche no necesita ningún tipo de calefacción antes de febrero ni aire acondicionado antes de agosto, y ahora Donald Kincaid está en la oficina principal, con la camisa por fuera, en calzoncillos y calcetines y amenazando con desnudarse por completo si la temperatura no desciende antes del amanecer. Y tener a Kincaid desnudo en un turno de noche es algo peligroso.

—Oh, Dios mío —dice Rich Garvey, su rostro bañado en la luz azul y enfermiza del televisor—. Donald se ha quitado los pantalones. Que Dios proteja a todos los que duermen boca abajo.

Es una vieja rutina de la brigada de Nolan, una broma que se repite sobre que Kincaid busca amor durante el turno de noche y fuerza a los inspectores más jóvenes a recibir sus atenciones. La última noche, McAllister se quedó dormido en el sofá verde de vinilo sólo para despertarse muerto de miedo una hora después: Kincaid estaba sobre él, arrullándole suavemente.

—No, esta noche no —dice Kincaid, quitándose la corbata y tumbándose en el sofá—. Hace demasiado calor.

Todo el mundo en la habitación emite la misma oración: señor, haz que suene el teléfono. Has que esa extensión 2100 se ilumine con muerte y destrucción antes de que nos ahoguemos en nuestro propio sudor. Cualquiera en la habitación cogería ahora mismo un asesinato por drogas. Hasta uno doble, con dos esqueletos descompuestos en un sótano en alguna parte y sin un solo testigo o sospechoso a la vista. No les importa de qué vaya la llamada mientras puedan salir a la calle, donde, increíblemente, hay siete u ocho grados menos.

Roger Nolan ha conectado el vídeo en la oficina principal para que la brigada pueda ver alguna película horrible en la que todo el mundo persigue a todo el mundo en interminables carreras de coches. La i mera película en la sesión triple del turno nocturno de Nolan suele excelente, y la segunda acostumbra a ser tolerable. Pero hacia las tres de la madrugada, Nolan siempre consigue dar con algo que irremediablemente produce somnolencia, y, en ese punto, el sueño empieza a parecer realmente atractivo.

El vídeo es la concesión de Nolan al infierno que es el turno de noche, al absurdo que es que seis hombres adultos se pasen una semana trasnochando juntos en un edificio de oficinas del centro. En Baltimore, un inspector de homicidios trabaja tres semanas de ocho a cuatro luego dos semanas de cuatro a doce, luego una semana de turno nocturno. Lo que lleva a una extraña inversión: en cualquier momento dado, un turno entero de tres brigadas trabaja durante el día, dos brigadas trabajan de cuatro a doce y la brigada que entra a medianoche está sola en las horas en las que ocurren casi la mitad del total de homicidios. En un turno de medianoche movido, nadie tiene tiempo de pensar en películas ni en nada más. En un turno con dos asesinatos y un tiroteo con implicación policial, por ejemplo, nadie ni siquiera piensa en dormir. Pero en las noches tranquilas, en una noche como esta, los inspectores comprenden en primera persona en qué consiste el rigor mortis.

—La espalda me está matando —dice Garvey.

Por supuesto. Después de todo, intenta dormir sentado en una silla de oficina metálica, con la cabeza echada hacia atrás sobre el borde del respaldo. En el sexto piso hace más calor que dentro de una barbacoa el fin de semana del 4 de julio, y, aun así, Garvey sigue con la corbata puesta. Ese tipo es increíble.

Kincaid está roncando en el sofá verde. Bowman está a la vuelta de la esquina, donde no se le ve, pero la última vez que alguien pasó por delante también estaba echando una cabezada, con la silla apoyada contra la pared y sus cortas piernas apenas tocando el suelo. Edgerton está Dios sabe dónde, probablemente en la calle Baltimore matando marcianitos.

—Eh, Rich —dice Nolan, a paso y medio de la pantalla de televisión—. Mira esta parte. Esta parte casi hace que valga la pena ver toda la película.

Garvey levanta la cabeza a tiempo de ver cómo el tipo duro vuela a otro por los aires con algo que parece un lanzagranadas.

—Espectacular, Rog.

Nolan percibe el aburrimiento y se desplaza hacia la televisión sin levantarse de la silla de ruedas, empujándose con las piernas. Revisa el lomo de otra cinta.

—¿Y una película de John Wayne?

Garvey bosteza y luego se encoge de hombros.

—Lo que sea —dice finalmente.

—Tengo dos en esta cinta en las que el Duque muere —dice Nolan, que todavía está muy despierto—. Una curiosidad: ¿En cuantas películas muere el personaje que interpreta John Wayne?

Garvey mira a Nolan y ve no al inspector jefe de su brigada, sino a un enorme hombre negro con un tridente y cuernos en la cabeza. El círculo más profundo del infierno, como Garvey sabe ahora, es un edificio municipal sin aire acondicionado ni camas, con paredes pintadas de verde de hospital y con un superior que te pregunta sobre curiosidades a las tres de la mañana.

—En trece —dice Nolan, respondiendo su propia pregunta— ¿0 eran catorce? Lo sacamos ayer por la noche… Creo que eran catorce. La que siempre se olvida todo el mundo es
La bruja roja
.

Nolan lo sabe. Nolan lo sabe todo. Pregúntale sobre los Oscar del año 1939 y te hablará de la pelea que hubo por el de mejor actriz secundaria. Pregúntale sobre la guerra del Peloponeso y te explicará las reglas básicas de la infantería de hoplitas. Menciona la costa oeste de Borneo y…; en fin, Terry McLarney cometió una vez ese error.

—¿Sabéis? —dijo durante un turno de cuatro a doce—. Creo que las playas de Borneo están hechas de arena negra.

En aquel momento, aquella afirmación pareció un solitario
non sequitur
, pero McLarney acababa de leer recientemente un volumen de quinientas páginas sobre la isla de Borneo, su primera conquista de un libro de la biblioteca de Howard County en quizá tres años. Un hecho es un hecho, pero McLarney llevaba intentando meterlo en una conversación desde hacía quizá un mes.

—Así es —dijo Nolan—. Son negras por las cenizas volcánicas. El Krakatoa afectó a una serie de islas por ahí abajo…

A McLarney se le puso cara de que su perro acababa de morir.

—… pero sólo el lado oste de la isla es completamente negro. Cuando estuve en el cuerpo, practicamos allí desembarcos.

—¿Tú has estado allí?

—En el 63 o así.

—Bueno —dice McLarney, largándose de allí—, esta es la última vez que me molesto en leer un libro.

Para un policía, Roger Nolan es muy intimidante y una potencia a tener en cuenta en cualquier juego de preguntas y respuestas. Mientras intenta acomodarse en la silla de metal, Garvey sucumbe a la disertación académica de su sargento sobre la mística de John Wayne. Escucha en silencio porque no puede hacer otra cosa. Hace demasiado calor como para escribir aquella orden de encausamiento. Hace demasiado calor como para leer el
Evening Sun
sentado en el escritorio de Sydnor. Hace demasiado calor como para bajar a la calle Baltimore comprar un bocadillo de carne con queso. Hace demasiado calor.

¡Uf, que viene!

Garvey empuja la silla hacia la mesa de Edgerton y descuelga el teléfono a la primera llamada: el más rápido en desenfundar. Es su llamada. Es su vaca lechera. Es su billete para salir de allí.

—Homicidios.

—Distrito Noroeste, unidad seis-A-doce.

—Sí, ¿qué tienes?

—Es un anciano en una casa. No hay señales de heridas ni nada por el estilo.

—¿Hay señales de allanamiento?

—No, nada de eso.

La desilusión de Garvey se le nota en la voz.

—¿Cómo has entrado tú?

—La puerta de entrada estaba abierta. Un vecino vino a visitarle y lo encontró en su dormitorio.

—¿Vivía solo?

—Sí.

—¿Y está en la cama?

—Ajá.

—¿Cuántos años tiene?

—Setenta y un años.

Garvey da su nombre y su número de serie, sabiendo que si el agente ha malinterpretado la escena y el caso vuelve del forense convertido en un asesinato, será Garvey quien se lo tenga que comer. Aun así, suena bastante claro.

—¿Necesito algo más para el informe? —pregunta el policía.

—No. Has llamado al forense, ¿verdad?

—Sí.

—Entonces lo tienes todo.

Cuelga el auricular y separa la pegajosa y húmeda superficie en que se ha convertido su camisa del respaldo de la silla. Veinte minutos después, el teléfono vuelve a sonar con un apuñalamiento en la parte oeste, una menudencia que ha acabado con un chaval en urgencias del Universitario y otro en un calabozo del distrito Oeste que mira a Garvey y a Kincaid, que están fuera de su celda, a través de una niebla de cocaína.

—Se ha plantado aquí él solito y nos ha dicho que ha apuñalado a su hermano —dice el carcelero del distrito.

Garvey gruñe.

—¿Te parece que puede que esté drogado, Donald?

—¿Este? —dice Kincaid con tono fingidamente serio—. Qué va.

La llamada del apuñalamiento los tiene en la calle menos de veinte minutos, y cuando regresan a su oficina, Nolan está desmantelando el vídeo, y lo único que se oye son ronquidos en tres fases tan regulares que adquieren cierta cualidad hipnótica.

Edgerton ha regresado del país de los marcianitos, y pronto la brigada se sume en el peor de los sueños, ese tipo de sueño del que un inspector se levanta todavía más cansado de lo que se durmió, cubierto por una capa líquida de la oficina de homicidios de la que sólo puede librarse con una ducha de veinte minutos. Aun así, duermen. En una noche tranquila, todo el mundo duerme.

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