Hoy caviar, mañana sardinas (6 page)

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Authors: Carmen Posadas y Gervasio Posadas

BOOK: Hoy caviar, mañana sardinas
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Les tuve que aclarar que no teníamos pensado decir que regalábamos caballos ni ninguna otra cosa y que, para mi desgracia, la embajada no tenía presupuesto para una, y mucho menos dos secretarias sociales. Las pobres señoritas se pusieron algo tristes, aunque siguieron comiendo grandes trozos de tarta de dulce de leche.

—¿Estás segura de que podrás arreglártelas sola, mi hijita? En el fondo somos familia, así que si necesitas algo, avísanos.

—Sí, avísanos, somos familia —dijo... ¿Emma? ¿Delia?, bueno, quienquiera que fuese, con un guiño idéntico, idéntico al de mi suegro.

Luego se pusieron sus tapados de visón, uno con manga doble y el otro simple, se atusaron el pelo rubio una y levemente pelirrojo la otra, y se despidieron a coro.

Cuando las vi irse, viejitas y frágiles, también me entristecí, aunque a veces no puedo evitar pensar: toda una vida viviendo en el Palace. ¿Dónde hay que firmar?

AGUSTINA DE ARAGÓN EN LA COCINA

¡Pasamos el primer examen! Ayer tuvimos nuestra primera recepción en casa para despedir al ministro López Bravo, que se va de visita a Uruguay. Más que pasar el examen creo que hemos sacado sobresaliente, porque todo fue un éxito, tanto por la comida como por los invitados que vinieron. Como llegamos hace poco y no conocemos todavía a mucha gente, temíamos encontrarnos en un embarazoso mano a mano, los dos solitos con el ministro. Además, parece que los ministros de Franco están divididos en distintas tendencias algo enfrentadas (y eso en una dictadura). Los del Opus Dei, como López Bravo, no están bien vistos por los falangistas ni por los militares, y como desconocíamos a qué bando pertenecía el resto de los invitados, no sabíamos si aquello iba a acabar en una batalla campal o por el contrario no iba a venir nadie. Por un momento eché en falta las sabias advertencias de las señoritas de Sampognaro, pero me sentí incapaz de llamarlas para pedirles consejo después de la conversación del otro día. Tendríamos que enfrentarnos al fracaso solos.

En contra de lo que suele ser habitual, el ministro llegó el primero. Es muy amable, tiene una conversación de lo más agradable y parece muy interesado por todo lo relacionado con Uruguay. Pero pasaban los minutos y no llegaban los otros invitados. Nadie había confirmado su asistencia y parecía que se cumplirían mis más negros presagios. Yo empezaba a sentir que me fallaban las piernas y que me iba a caer redonda en cualquier momento. Afortunadamente, al cabo de unos diez minutos sonó el timbre, una vez y otra y otra. Fue el sonido más lindo que había oído en mi vida. Yo no contaba con una cosa: la foto de Luis en la portada del ABC el día de la presentación de credenciales había obrado milagros. Gracias a ella aparecieron un montón de personas que habíamos invitado sin mucha esperanza de que vinieran: el alcalde de Madrid, Carlos Arias Navarro; el presidente de Banesto, el marqués de Deleitosa (el pope de las finanzas españolas); el ministro de Información y Turismo, Manuel Fraga; Gregorio Marañón y un montón de marqueses y condes a los que no habíamos visto nunca. Y lo más importante es que todo el mundo quedó encantado y creo que con ganas de volver.

Yo estaba bastante nerviosa, la verdad, porque todavía no me manejo bien con los gustos españoles, que son muy distintos a los nuestros. Por ejemplo: en nuestro país no se come prácticamente nunca pescado y los uruguayos abominan de cualquier cosa que tenga espinas. Acá se vuelven locos por una buena merluza. En Uruguay el pollo es un artículo de lujo que resulta muy distinguido servirlo en una cena y acá es una cosa muy corriente, casi ordinaria (desde que llegamos en casa no hacemos otra cosa que comer pollo, como si se fuera a acabar, y a los chicos les encanta). Luego está esa costumbre española de comer lentejas, judías o garbanzos incluso en las mejores casas, algo que no se le ocurriría ni al último peón de la estancia más perdida de Uruguay. Por no hablar de algunos platos españoles que yo no me atrevería a probar ni aunque estuviera muriéndome de hambre en mitad del desierto, como esos chipirones en su tinta que parecen sumergidos en grasa de automóvil, o unos gusanos que, según ellos, son muy ricos y se llaman angulas.

A la hora de elegir el menú está el problema adicional de que Uruguay tiene una gastronomía propia algo exigua. La mejor carne del mundo, eso sí, buena pasta y unos postres riquísimos con dulce de leche que, desgraciadamente, a los españoles les parece demasiado empalagoso. Los chinos, por ejemplo, pueden poner un buen arroz y salir del apuro. Nosotros no. Ante este panorama sólo nos queda recurrir a la cocina diplomática por excelencia, la francesa. Y aquí es donde topé con Lola, la cocinera, que no es que sea arisca como yo pensaba al principio, sino que tiene un carácter de mil demonios y un odio visceral a todo lo que venga del otro lado de los Pirineos, como si Napoleón hubiera retirado sus tropas ayer por la tarde de Madrid.

—Si es que ustedes, los extranjeros, se creen que to'lo que hacen los gabachos es lo mejor del mundo. Y lo que pasa es que ellos se adueñan de lo nuestro, ¡pero si hasta la tortilla francesa es española! Mire, mire, aquí —dijo entregándome un libro que, por lo desgastado que está, debe de ser su oráculo: el manual de cocina regional de la Sección Femenina de Falange—. Aquí lo pone bien clarito, la receta de la tortilla francesa la escribió uno de los cocineros de Felipe II y la llamó Tortilla de la Cartuja. Lo mismo pasa con la mahonesa, que es de aquí, de Mahón, ¿se entera usted? ¿Qué es eso de mayo, mayonesa? Mayo es el mes en el que nosotros les dimos pa'l pelo a los gabachos, y aquí mismo, en la Puerta del Sol. Si es que el problema es que, como somos buena gente, acaban robándonoslo tó. ¡Si por mí fuera se iban a enterar esos sinvergüenzas!

No sé qué les habrán hecho los franceses a los antepasados de Lola ni cuántos siglos hace, pero lo que estaba claro era que no iba a dar su brazo a torcer. Por mucho que yo intentara persuadirla de que canard a l'orange era un plato portugués, la muy tozuda no se dejaba engañar y se empeñaba en hacer paella que, según decía,
«eso le gusta a to'el mundo»
. Después de gritarnos como locas durante un buen rato y, cuando se acercaba peligrosamente la hora a la que llegarían los invitados, acabamos pactando unos langostinos (lo del marisco le debe haber sonado español) al curry, una receta de Ramona, la cocinera de mis padres, que recordé milagrosamente. La voy a apuntar para que no se me olvide en recuerdo de nuestra primera cena en España y de mi primera (espero que no la última) victoria sobre Lola.

LANGOSTINOS AL CURRY

Ingredientes

(para 8 personas)

1 kg de langostinos crudos y pelados

2 cebollas grandes

4 tazas de café de nata fresca

100 g de mantequilla

2 yemas de huevo

1 cucharadita de curry en polvo

sal y pimienta roja

PREPARACIÓN

Dorar la cebolla picada en 50 g de mantequilla y añadir el curry en polvo. Cuando la cebolla esté ya tierna agregar los langostinos y una taza de nata líquida.

Reducir la salsa a fuego lento, removiendo constantemente hasta que empiece a espesarse.

Retirar del fuego y agregar las yemas batidas, el resto de la nata y la mantequilla, y una pizca de pimienta y sal.

Calentar un poco para que recupere la temperatura y servir en una fuente profunda. Acompañar con arroz indio.

RANCIO ABOLENGO

A pesar de la caída de la monarquía, de la guerra, de Franco y de los cambios económicos, los aristócratas siguen siendo la piedra angular de la sociedad española.

Los nuevos industriales, como los Fierro, los March y los Barreiros, suelen tener más dinero y más poder y hacerse mansiones impresionantes, pero quienes deciden si se entra o no en el círculo de los elegidos son los aristócratas, y a Luis y a mí no nos queda otra que pasar por el aro, porque estamos aquí para establecer relaciones. De todas maneras parece que algunas cosas están cambiando también para los nobles. Muchos de sus grandes palacios están siendo vendidos y demolidos sin escrúpulos. Creo que los españoles son menos sentimentales que la gente de otros países. Les da igual que se tire abajo la vieja casa familiar llena de recuerdos, aunque ni siquiera les haga falta el dinero. Cuentan el caso de un viejo conde que tenía una gran mansión entre Serrano y la Castellana. Por esas cosas de los viejos excéntricos (o, como dicen acá,
«para hacer la puñeta»
), dejó dispuesto en su testamento que la casa continuara abierta como si él siguiera vivo durante un plazo de veinte años. Es decir, los sirvientes seguirían trabajando como siempre, se limpiaría toda la plata, se cambiarían las sábanas de la cama del señor conde y se prepararían tres comidas diarias. El mismo día en que venció el plazo, los herederos vaciaron la casa y la vendieron para construir en su lugar un hotel y unos grandes almacenes. Bueno, ahora que lo pienso mejor, en este caso podría estar más justificado, sería algo así como una venganza por todos los años que tuvieron que hacerle comiditas a un fantasma.

Pero existen más ejemplos de tan extravagante decadencia. El otro día me invitó a almorzar a su casa una vieja marquesa, una de las más renombradas de Madrid. Las paredes estaban cubiertas de Grecos, Velázquez y Goyas, pero el aspecto general del palacio era bastante decrépito. Estaba rodeado de un jardín raquítico y descuidado, sin ninguna gracia. Nos abrió la puerta un mayordomo viejísimo. Tenía aspecto de llevar allí sirviendo desde los tiempos en los que reinó Carolo más o menos. Llevaba la casaca raída e iba sin peinar. La marquesa me recibió con esa simpatía algo distante, frecuente en las mujeres de su condición y edad. Ya en el vestíbulo pude comprobar que por allí no había pasado una mano de pintura desde hacía décadas. Los muebles de época y los maravillosos tapices antiguos acumulaban polvo. La casa estaba tan oscura que, a pesar de que afuera hacía un día espectacular, las luces del comedor tenían que estar encendidas para que no corriéramos el riesgo de meternos el tenedor en un ojo.

El mismo mayordomo que nos había abierto la puerta nos sirvió la sopa. En la boca llevaba una mueca de hastío y... ¡un cigarrillo en la comisura de los labios! Yo me quedé de piedra, pero nuestra anfitriona ignoró completamente este inusual comportamiento, y siguió charlando como si tal cosa.

—Pues sí, querida, Fabiola es hija de los marqueses de Casa Riera, una de las mejores familias de Madrid y muy buenos amigos nuestros. Nunca en la vida he visto una chica más fea y con menos gracia. No había ni un pollo que la llamase ni la mirase a la cara. Y ya tenía más de treinta años. Como era muy religiosa, todo el mundo imaginaba que se metería a monja. En éstas se va a esquiar con Jimmy, su hermano, que es un bala perdida que ni te imaginas, a no sé dónde en Suiza y allí le presentan a Balduino. Al principio ella no tenía ni idea de quién era pero salieron varias veces y se ve que congeniaron. Seguro que todo fue pero que muy decente porque ya te digo que, si algo tenía esta chica, es que era muy seria. Él, que es muy religioso, estaba empeñado en buscar novia en España porque es el país más católico del mundo y, para su fortuna, se encontró con la más católica de España.

Mientras me contaban todo esto yo luchaba con una perdiz a la toledana (creo que así se llamaba el plato). Estaba durísima y llena de balines con los que, seguramente, uno de los hijos de la anfitriona había acabado con las penas del pobre animal. Tuve que sacarme las pelotitas metálicas de la boca con el mayor disimulo, porque la marquesa no me quitaba ojo de encima mientras seguía con su historia.

—El caso es que, cuando ella volvió a España, se cartearon durante mucho tiempo, aunque ella seguía sin contar en su casa quién era él. Llegó el momento en que Balduino decidió venir a visitarla a Madrid. La madre de Fabiola estaba horrorizada: un novio extranjero y amigo del tarambana de Jimmy. Lo último de lo último. A saber qué clase de aventurero se presentaba en su casa, ya sabes que las estaciones de esquí están llenas de cazafortunas de todo tipo, y su madre se imaginaba al típico sinvergüenza, como esos condes italianos que no son ni condes ni italianos ni nada. Y de repente se encuentran con que la niña iba a ser ¡reina de Bélgica! Imagínate. Cuando me lo contaron, creía que era broma. Luego, naturalmente, estuve en la boda, en Bruselas. Una cosa espectacular. El traje de novia de Balenciaga era una maravilla, pero ¡Dios mío, qué novia más fea! No sé qué va a pensar el mundo de una reina tan poco agraciada. Y que conste que me alegré mucho de lo de Fabiolita, porque los Casa Riera son muy amigos nuestros. Esta boda por lo menos les compensa de tener un hijo como Jimmy. Ni te imaginas, chica, un punto filipino, te lo digo yo. Pocos días antes de la ceremonia no se le ocurrió otra cosa que abrir el palacio familiar de la calle Zurbano a la prensa, ¡cobrándoles a todos! Por supuesto, no le dejaron ir a la boda. Imagínate la que hubiese podido montar allí. Es curioso cómo salen hijos tan distintos de unos mismos padres...

—¿Sabéis cómo les llaman ahora a los Citroën dos caballos, esos tan raros? —intervino otra de las invitadas que hasta ese momento no había abierto la boca.

—¿Cómo?

—Los Fabiola, porque son muy feos pero muy buenos.

Todos los invitados rieron la broma. El mayordomo pasaba la bandeja del postre cuando, de pronto, la dejó sobre la mesa y se dirigió a la invitada de mi izquierda.

—Disculpe que moleste a la señora. ¿Me podría dar un cigarrillo? —preguntó señalando un paquete de Kent que ella tenía a su lado.

Encendió allí mismo el cigarrillo y siguió sirviendo el postre como si tal cosa. La marquesa no movió ni una pestaña. Miré a las demás: ni un músculo.

Luego pasamos al salón, a tomar el café. Cuando ya nos íbamos, el mayordomo vino con los abrigos y, mientras ayudaba a ponérselo a mi compañera de mesa, le dijo:

—Perdone la señora si la he molestado al pedirle el cigarrillo, pero llevo cuarenta años en esta casa, y la señora marquesa me sigue pagando las mismas dos mil pesetas que en el año treinta y seis y por eso me permito algunas familiaridades.

Luis y yo conocemos además a otros condes de No Sé Cuántos que tienen un enorme y decrépito palacio en el centro de Madrid. Allí comparten casa nuestros amigos y sus siete hijos; otra hermana, casada con un torero venido a menos y sus ocho criaturas; una tía soltera con una señorita de compañía; y un tío mariquita de sesenta y tantos que lleva el pelo teñido de rubio platino y la cara siempre pintarrajeada. Ninguno trabaja, nadie se preocupa por nada, todo sigue su rumbo natural, aunque las paredes se estén cayendo a pedazos. Aquello es una especie de corrala que parece sacada de una película del neorrealismo italiano. De vez en cuando venden un mueble o un cuadro para pagar la calefacción. Aunque el palacio es muy grande, hay muchas habitaciones cerradas porque durante la guerra civil los comunistas habían tenido allí sus calabozos y nadie quiere ver qué hay dentro.

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