Ilión (2 page)

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Authors: Dan Simmons

BOOK: Ilión
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En cualquier caso, de momento, aquí tienen ustedes la primera parte de
Ilión
(que titulamos
El Asedio
, como se ha hecho en Italia) y, en dos o tres meses, esperamos poder poner a su alcance la segunda parte,
La Rebelión
(¡y vaya rebelión...! se lo advierto), siguiendo también la senda marcada por el editor italiano.

Y nada más por ahora. Les dejo con la amena y a la vez compleja narración que Simmons ha elaborado para su regreso, por la puerta grande, a la mejor ciencia ficción de todos los tiempos. Tal vez porque se ha convertido en un tópico decir que el mayor pecado de los españoles es la envidia, no me molesta reconocer que envidio (¡y mucho!) a Simmons su excepcional maestría de narrador. Y sólo me conformo y lo soporto gracias a la gran satisfacción que me produce leer novelas como
Ilión
. Una gozada. De verdad. Que ustedes la disfruten.

Miquel Barceló

Mientras tanto la Mente, de placer mermada,

se retira a la felicidad.

La Mente, ese Océano donde cada especie

busca con afán su parecido;

y sin embargo crea, trascendiéndolos,

muchos otros Mundos, y otros Mares;

aniquilando todo lo que está hecho

en un verde Pensamiento, en una verde Sombra.

Andrew Marvell,
The Garden

Se pueden apresar los bueyes y las pingües ovejas, se pueden adquirir los trípodes y los tostados alazanes; pero no es posible prender ni coger el alma humana para que vuelva, una vez ha salvado la barrera que forman los dientes.

Aquiles,
La Ilíada
, Canto Noveno, 405-409

Un corazón amargo que deja pasar el tiempo y muerde.

Robert Browning,
Caliban upon Setebos

1
Las llanuras de Ilión

Cólera.

Canta, oh, Musa, la cólera de Aquiles, hijo de Peleo, asesino, ejecutor de hombres destinados a morir, canta la cólera que costó a los aqueos tantos buenos hombres y envió tantas almas vitales y valerosas a la temible Casa de la Muerte. Y de paso, oh, Musa, canta la cólera de los propios dioses, tan petulantes y poderosos aquí en su nuevo Olimpo, y la cólera de los posthumanos, muertos y desaparecidos como parecían, y la cólera de los pocos humanos auténticos que quedan, por ensimismados e inútiles que puedan haberse vuelto. Mientras estás cantando, oh, Musa, canta también la cólera de esos seres pensativos sintientes, serios pero no del todo humanos que soñaban bajo los hielos de Europa, morían en la ceniza sulfurosa de Io y nacían en los fríos pliegues de Ganímedes.

Oh, y cántame, oh, Musa, a mí el pobre Hockenberry, nacido contra su voluntad... el pobre y muerto Thomas Hockenberry, doctorado en clásicas, Hockenbush para los amigos, amigos convertidos en polvo en un mundo ya olvidado. Canta mi cólera, sí, mi cólera, oh, Musa, por pequeña e insignificante que pueda ser esa cólera en comparación con la furia de los dioses inmortales, o con la ira del aniquilador de dioses, Aquiles.

Pensándolo bien, oh, Musa, no cantes nada de mí. Te conozco. Te he servido, oh, Musa, incomparable zorra. Y no me fío de ti, oh, Musa. Ni pizca.

Si voy a ser el coro reacio de esta historia, entonces puedo empezar por donde quiera. Elijo empezar por aquí.

Es un día como cualquier otro de los más de nueve años transcurridos desde mi renacimiento. Me despierto en los barracones de Escolo, ese lugar de arena roja y cielo azul y grandes rostros de piedra. Convocado por la musa, olisqueado y aprobado por los asesinos cerbéridos y transportado diligentemente veinticinco kilómetros en vertical hasta las verdes cumbres del Olimpo por la escalera mecánica de cristal a gran velocidad, (una vez en la mansión vacía de la musa) me entrega la misión el escólico saliente de guardia, me pongo mis ropas mórficas y la armadura de impacto, me coloco al cinto el bastón táser y luego me TCeo a las llanuras nocturnas de Ilión.

Si alguna vez han imaginado el asedio de Ilión, como yo hice profesionalmente durante más de veinte años, tengo que decirles que su imaginación, casi con toda certeza, no estaba a la altura de la tarea. La mía no lo estaba. La realidad es mucho más maravillosa y terrible de lo que incluso el poeta ciego nos haría ver.

Primero está la ciudad, Ilión, Troya, una de las grandes polis armadas del mundo antiguo: a más de cuatro kilómetros de distancia desde la playa donde ahora me encuentro pero aún visible y hermosa y dominando desde su terreno elevado, con sus vertiginosas murallas iluminadas por miles de antorchas y hogueras, sus torres no tan vertiginosas como Marlowe nos hizo creer, pero todavía sorprendentes: altas, redondeadas, extrañas, imponentes.

Allí están los aqueos y dánaos y otros invasores: técnicamente no son todavía «griegos», ya que esa nación no existirá hasta dentro de dos mil años, pero los llamaré griegos de todas formas. Cubren kilómetro tras kilómetro a lo largo de la costa. Cuando yo enseñaba la
Ilíada
, les contaba a mis estudiantes que la Guerra de Troya, a pesar de toda su gloria homérica, no había sido probablemente en realidad más que un asunto menor: unos cuantos miles de guerreros griegos contra unos cuantos miles de troyanos. Incluso los miembros mejor informados de la
scholia
(el grupo de expertos en la
Ilíada
que se remonta hasta hace casi dos mil años) estimaron a partir del poema que no podrían haber acudido más de cincuenta mil aqueos y otros guerreros griegos en sus naves negras.

Se equivocaban. Las estimaciones demuestran ahora que hay más de doscientos cincuenta mil griegos invasores y aproximadamente la mitad de troyanos defensores y sus aliados. Evidentemente todos los héroes guerreros de las Islas Griegas vinieron corriendo a la batalla (por el saqueo), y trajeron a sus soldados y aliados y criados y esclavos y concubinas consigo.

El impacto visual es sorprendente: kilómetro tras kilómetro de tiendas iluminadas, hogueras, defensas de estacas afiladas, kilómetros de zanjas cavadas en el duro terreno de las playas (no para ocultarse y resistir, sino como defensa contra la caballería troyana) e, iluminando todos esos kilómetros de tiendas y hombres y brillantes lanzas y escudos pulidos, miles de hogueras y fuegos de campamento y piras funerarias.

Piras funerarias.

Durante las últimas semanas, la enfermedad ha asolado las filas griegas, diezmando primero burros y perros, y luego abatiendo a un soldado aquí, un criado allá, hasta que, de repente, en los diez últimos días se ha convertido en una epidemia, y ha acabado con más héroes aqueos y dánaos de lo que han hecho en meses los defensores de Ilión. Sospecho que se trata de tifus. Los griegos están seguros de que es la ira de Apolo.

He visto a Apolo de lejos (tanto en el Olimpo como aquí), y es un tipo muy desagradable. Apolo es un dios guerrero, señor del arco plateado, «el que golpea desde lejos», y aunque es el dios de las curaciones, también es el dios de las enfermedades. Más que eso, es el principal aliado divino de los troyanos en esta batalla, y si pudiera salirse con la suya, los aqueos serían aniquilados. Proceda este tifus de los ríos llenos de cadáveres y demás aguas contaminadas o del arco plateado de Apolo, los griegos tienen razón al pensar que se la tiene jurada.

En este momento los «señores y reyes» aqueos (y cada uno de estos griegos es una especie de rey o señor en su propia provincia y a sus propios ojos) se reúnen en una asamblea pública cerca de la tienda de Agamenón para decidir un curso de acción que acabe con esta plaga. Me acerco despacio, casi reacio, aunque después de más de nueve meses de dedicar aquí mi tiempo, esta noche debería ser el momento más excitante de mi larga observación de esta guerra. Esta noche comienza en realidad la
Ilíada
de Homero.

Oh, he sido testigo de muchos elementos del poema de Homero poéticamente desplazados en el tiempo, como el llamado «catálogo de naves», el listado de todas las fuerzas griegas congregadas, recogido en el Canto Segundo de la
Ilíada
pero cuya reunión presencié hace nueve años durante los preparativos de esta expedición militar en Aulide, en el estrecho entre Eubea y el territorio griego. O la
Epipolesis
, la revista que pasó Agamenón al ejército, que tiene lugar en el Canto Cuarto de la epopeya de Homero pero que presencié poco después de que los ejércitos desembarcaran aquí, cerca de Ilión. Sucedió a este hecho lo que yo solía enseñar como la
Teichoskopia
, o «Vista desde la muralla», el momento en que Helena identifica a los diversos héroes griegos para Príamo y los otros líderes troyanos. La
Teichoskopia
, pertenece al Canto Tercero del poema, pero tuvo lugar después del desembarco y de la
Epipolesis
en el transcurso real de los acontecimientos.

Si es que hay un transcurso real de los acontecimientos.

En todo caso, esta noche se celebra la reunión en la tienda de Agamenón y tendrá lugar la confrontación entre Agamenón y Aquiles. Es aquí donde empieza la
Ilíada
, y debería ser el centro de mis energías y mi habilidad profesional, pero la verdad es que me importa un carajo. Que posen. Que griten. Que Aquiles eche mano a la espada. Bueno, confieso que me interesa observar eso. ¿Aparecerá de verdad Atenea para detenerlo, o fue sólo una metáfora para explicar que es el sentido común de Aquiles el que intervino? He esperado toda mi vida para responder a esa pregunta y la respuesta está sólo a unos minutos de distancia, pero, extraña, irrevocablemente... me... importa... un... carajo.

Los nueve años de doloroso renacimiento y lenta memoria regresan y la constante guerra y las constantes poses heroicas, por no mencionar mí propia esclavitud en manos de los dioses y la musa, se han cobrado su precio. Me sentiría completamente feliz si apareciera ahora un B-52 y dejara caer una bomba atómica sobre griegos y troyanos por igual. Al carajo todos estos héroes y los carros de madera en los que se desplazan.

Pero avanzo hacia la tienda de Agamenón. Éste es mi trabajo. Si no observo esto y hago mi informe para la musa, mi situación continuará siendo la misma. Los dioses me reducirán a astillas de hueso y ADN polvoriento y me recrearán a partir de ellos y eso, como ellos dicen, será todo.

2
Ardis Hills, Ardis Hall

Daeman se faxeó a estado sólido cerca de la casa de Ada y parpadeó estúpidamente al ver el sol rojo en el horizonte. El cielo estaba limpio de nubes y el ocaso ardía entre los altos árboles de la cordillera y hacía brillar el anillo-p y el anillo-e mientras rotaban en el cielo cobalto. Daeman se sentía desorientado porque era por la tarde y sólo un segundo antes, cuando se había faxmarchado de la fiesta del Segundo Veinte de Toby en Ulanbat, era de día. Habían pasado años desde la última vez que visitara la casa de Ada, y a excepción de en los casos de amigos a quienes visitaba regularmente (Sedman en París, Ono en Bellinbad, Risir en su casa en los acantilados de Chom, y pocos más), nunca había tenido ni idea de en qué continente o zona horaria se encontraría. Pero claro, Daeman no conocía los nombres ni las posiciones de los continentes, mucho menos los conceptos de geografía o zonas horarias, así que su propia falta de conocimiento no significaba nada para él.

Seguía siendo algo que desorientaba. Había perdido un día. ¿O lo había ganado? En cualquier caso, el aire olía distinto aquí: más húmedo, más rico, más salvaje.

Daeman miró en derredor. Se encontraba en el centro de un fax-nódulo genérico: el círculo habitual de permfalto con postes de hierro rematados por una pérgola de cristal amarillo y cerca del centro del círculo, el poste que sostenía el inevitable signo codificado que no podía leer. No había ninguna otra estructura visible en el valle, sólo hierba, árboles, un arroyo en la distancia, la lenta revolución de ambos anillos cruzándose como el soporte cardánico de un grandioso y lento giroscopio.

Era una tarde cálida, más húmeda que en Ulanbat, y el faxpad estaba situado en un prado rodeado de colinas bajas. A tres metros del círculo había un antiguo carricoche abierto de una sola rueda, para dos personas, con un servidor igualmente antiguo que flotaba sobre el hueco del conductor y un único voynix de pie entre las varas de madera.

Había pasado más de una década desde que Daeman visitara por última vez Ardis Hall, pero ahora recordó la tremenda incomodidad de todo aquello. Absurdo, no tener tu casa en un fax-nódulo.

—¿Daeman
Uhr
? —inquirió el servidor, aunque obviamente sabía quien era.

Daeman gruñó y le tendió su ajada maleta Gladstone. El diminuto servidor se acercó flotando, recogió el equipaje con sus cuernos acolchados y lo cargó en el carruaje mientras Daeman subía a bordo.

—¿Esperamos a alguien más?

—Usted es el último invitado —repuso el servidor. Zumbó hasta su hueco hemisférico y chasqueó una orden. El voynix se enganchó a las varas y empezó a trotar hacia el sol poniente; sus oxidadas patas y la rueda del carruaje apenas levantaron polvo sobre el camino de grava. Daeman se acomodó en el cuero verde, apoyó ambas manos en su bastón y disfrutó del viaje.

Había venido no a visitar a Ada sino a seducirla. Esto era lo que hacía Daeman: seducir a mujeres jóvenes. Eso y coleccionar mariposas. El hecho de que Ada tuviera veintitantos años y Daeman se acercara a sus Segundos Veinte no suponía ninguna diferencia para él. Ni el hecho de que Ada fuera su prima hermana. Los tabúes sobre el incesto habían acabado hacía mucho tiempo. «Deriva genética» no era ni siquiera un concepto para Daeman, pero si lo hubiera sido, se habría confiado a la fermería para que lo arreglara. La fermería lo arreglaba todo.

Daeman había visitado Ardis Hill diez años antes en su papel de primo, para tratar de seducir a la otra prima de Ada, Virginia, por puro aburrimiento, puesto que Virginia tenía el atractivo de un voynix, cuando vio por primera vez a Ada desnuda. Caminaba por uno de los interminables pasillos de Ardis Hall en busca del conservatorio del desayuno cuando pasó ante la habitación de la joven. La puerta estaba entornada, y allí, reflejada en un alto espejo estaba Ada, bañándose ante una palangana con una esponja y expresión levemente aburrida (Ada era muchas cosas, pero Daeman había descubierto que no tendía al exceso de higiene). Su reflejo, el de esta mujer joven saliendo de la crisálida de su infancia, había sobresaltado al joven adulto que era sólo un poco mayor que Ada en la actualidad.

Incluso entonces, con la redondez de la infancia todavía presente en sus caderas y muslos y sus pechos de pezones en flor, Ada era una visión que merecía la pena contemplar. Pálida (la piel de la muchacha conservaba un suave tono blanco de pergamino no importaba cuánto tiempo estuviera al aire libre), de ojos grises, labios de frambuesa y pelo negro-negro que era el sueño de un erotómano aficionado. La moda era entonces que las mujeres se depilaran los sobacos, pero ni la joven Ada ni (según esperaba sinceramente Daeman) la adulta habían prestado más atención a eso que a la mayoría de las otras tendencias culturales. Congelado en el alto espejo (y clavado y montado en la bandeja de colección de la memoria de Daeman) estaba aquel cuerpo todavía infantil pero ya voluptuoso, de grandes pechos pálidos, piel cremosa, ojos atentos, con toda su palidez resaltada por cuatro matas de pelo negro: el signo curvo de interrogación del cabello, que llevaba cuidadosamente recogido excepto cuando jugaba, que era la mayor parte del tiempo; las dos comas bajo sus brazos, y el perfecto signo de exclamación negro (inmaduro aún para ser un delta) que conducía a las sombras entre sus muslos.

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