Authors: Dan Simmons
Un mes después de su llegada a aquel infierno orbital, ya habían explorado toda la ciudad excepto dos zonas: el fondo de la fermería donde habían encontrado a Calibán y un largo y oscuro corredor a la derecha del punto donde la ciudad se curvaba bruscamente alrededor del polo norte del asteroide. Ese estrecho corredor, de no más de veinte metros de diámetro, carecía de ventanas y estaba lleno de ondulantes algas, un escondite perfecto para Calibán, y en su primer viaje alrededor del asteroide ambos decidieron permanecer apartados de aquel oscuro lugar y registrar el resto de la ciudad de los posthumanos. Ahora ya habían recorrido toda la ciudad: no había naves espaciales, ni otras compuertas, ni salas de control, ni otras fermerías, ni salas de almacenamiento llenas de comida, ni otras fuentes de agua. Tenían la opción de volver a las cavernas para abastecerse de lagartos, ya que se estaban quedando sin ellos, o de volver a la fermería para probar los tanques de fax-nódulos, o de explorar el oscuro corredor lleno de algas.
—El lugar oscuro —votó Harman.
Daeman se limitó a asentir, cansado.
Se abrieron paso flotando entre la maraña de algas; iban del brazo para no separarse. Daeman llevaba ese día la pistola y la movía de un lado a otro con cada espectral movimiento de las algas. Sin ventanas ni reflejos del núcleo central de la ciudad, sólo la linterna de Savi indicaba el camino. Ambos hombres tenían dudas respecto a la carga de la linterna, pero no expresaban su preocupación en voz alta. Daeman se tranquilizaba recordando que el tenue brillo de la mayoría de las cavernas de abajo, no todas, era suficiente para cazar lagartos, con suerte, pero la verdad era que no quería regresar a aquellos espantosos terrenos de caza nunca más. Dos noches antes le había preguntado a Harman por el vacío casi absoluto que los rodeaba.
—¿Qué sucedería si me quitara mí máscara de osmosis?
—Te morirías —dijo Harman sin emoción. El hombre mayor estaba enfermo, un estado que los humanos no conocían a menudo pues la fermería se encargaba de esas cosas, y temblaba de frío, a pesar de que la termopiel preservaba todo su calor corporal—. Te morirías —repitió.
—¿Con rapidez?
—Despacio, creo —dijo Harman. Su termopiel azul estaba manchada de lodo del río y sangre de lagarto—. Te asfixiarías. Pero aquí no estamos en vacío total, así que te debatirías durante un rato.
Daeman asintió.
—¿Y si me quitara la termopiel pero me dejara puesta la máscara?
Harman reflexionó al respecto.
—Eso sería más rápido —reconoció—. Te morirías congelado en un minuto o menos.
Daeman no dijo nada y le pareció que Harman volvía a quedarse dormido, pero entonces el hombre maduro susurró por el comunicador:
—Pero no lo hagas sin decírmelo primero, ¿de acuerdo, Daeman?
—De acuerdo —respondió Daeman.
El corredor estaba tan repleto de algas salvajes que casi tuvieron que darse la vuelta, pero, haciendo que uno se retorciera y empujara las flotantes algas a un lado mientras el otro se abría paso, consiguieron avanzar unos doscientos metros en la oscura columna sin ventanas. Había una pared al fondo, justo lo que ambos hombres esperaban después de sus problemas, pero Daeman no dejaba de alumbrar con la linterna más allá del lecho de algas, y de repente distinguieron levemente un cuadrado blanco en el oscuro mamparo de material exótico. Daeman sostenía la pistola, así que pasó el primero por la membrana semipermeable.
—¿Qué ves? —llamó Harman por el comunicador. No había pasado todavía—. ¿Puedes ver algo?
—Sí. —La respuesta le llegó por el comunicador de la termopiel, pero no en la voz de Daeman—. Puede ver cosas maravillosas.
—Dime otra vez qué estás viendo— dijo, hablando no por tensorrayo sino a través de cable enlace-k. Mahnmut iba montado sobre la espalda del ioniano como un jockey a lomos de un elefante flotante. El enlace-k les había proporcionado suficiente banda ancha para descargar todo el lenguaje griego y las bases de datos de la
Ilíada
en unos segundos.
—Los líderes griegos y troyanos están reunidos en la cima de este montículo —dijo Mahnmut—. Estamos justo detrás del contingente griego: Aquiles, Hockenberry, Diomedes, Ayax el Grande y Ayax el Pequeño, Néstor. Idomeneo, Toas, Tiepolemo, Nireo, Macaón, Polipetes, Meriones y medía docena de otros hombres cuyos nombres no pillé cuando Hockenberry hizo las presentaciones.
—Pero, ¿no está Agamenón? ¿Menelao tampoco?
—No, siguen en el campamento de Agamenón, recuperándose tras el combate singular con Aquiles. Hockenberry me dijo que los atiende Asclepio, su médico. Los hermanos tienen costillas rotas y cortes y magulladuras (Menelao tiene una contusión porque Aquiles le dio en la cabeza un golpe con el escudo) pero nada que amenace sus vidas. Según el escólico, ambos podrán caminar dentro de un par de días.
—Me pregunto si Asclepio podría devolverme mis ojos y mis brazos —murmuró Orphu.
Mahnmut no tenía nada que decir al respecto.
—¿Y los troyanos? —preguntó Orphu, ansioso. Hablaba como Mahnmut había imaginado siempre a un niño humano: feliz, entusiasta, casi impaciente—. ¿Quien está representando a Ilión?
Mahnmut se puso de pie en el cascado caparazón para ver mejor las líneas troyanas por encima de las cabezas empenachadas de los héroes griegos.
—Héctor lidera el contingente, naturalmente —dijo Mahnmut—. Su penacho rojo y su brillante casco destacan mucho. Lleva también una capa roja. Es como si estuviera desafiando a los dioses para que bajen a luchar.
Mahnmut ya había transmitido a Orphu la escena que Hockenberry le había descrito antes, cuando Héctor y su esposa, Andrómaca, caminaron entre los miles de guerreros de Ilión mostrando el cuerpo mutilado de su hijo muerto, Escamandrio, todavía vestido con la ensangrentada saya real, para que todos los troyanos lo vieran. Hockenberry informó de que había miles de aqueos que seguían pensando en huir al mar en sus negras naves, pero después de la sombría procesión de Héctor y Andrómaca, todos los troyanos y sus aliados estaban dispuestos a luchar contra los dioses, a brazo partido si era necesario.
—¿Quién representa a Ilión además de Héctor? —preguntó Orphu.
—Paris lo acompaña. Y el viejo consejero, Antenor, y el mismísimo rey Príamo. Los ancianos están un poco apartados, para no estorbar a Héctor.
—Los dos hijos de Antenor, Acamante y Arquéloco, ya han muerto, creo —dijo Orphu—. Los mató a ambos Ayax Telemonio... Ayax el Grande.
—Creo que así es —respondió Mahnmut—. Debe resultarles difícil estrechar sus antebrazos en una tregua tal como hacen ahora. Veo a Ayax el Grande hablar con Antenor como si no hubiera pasado nada.
—Todos son soldados profesionales —dijo Orphu—. Saben que crían a sus hijos para la batalla y la muerte. ¿A quién más ves en el contingente de Héctor?
—Allí está Eneas —dijo Mahnmut.
—Ah, la
Eneida
—suspiró Orphu—. Eneas está...
estaba
destinado a ser el único superviviente de la casa real de Ilión. Está destinado...
estaba
destinado a huir de la ciudad en llamas con su hijo, Ascanio, y un grupito pequeño de troyanos; sus descendientes acabarán por fundar una ciudad que se convertirá en Roma. Según Virgilio, Eneas...
—No nos adelantemos a los acontecimientos —le interrumpió Mahnmut—. Como dice Hockenberry, ahora todas las apuestas han sido canceladas. No creo que haya ninguna parte de la
Ilíada
que me has descargado en la que griegos y troyanos se alíen en una cruzada contra el Olimpo.
—No —dijo Orphu—. ¿Quién más está con Héctor además de Eneas, Paris, el viejo Príamo y Antenor?
—Otrioneo —dijo Mahnmut—. El prometido de Casandra.
—Dios mío —dijo Orphu—. Otrioneo estaba destinado a morir a manos de Idomeneo esta noche o mañana. En la batalla por los barcos griegos.
—Todas las apuestas han sido canceladas —repitió Mahnmut—. parece que no va a haber ninguna batalla por los barcos esta noche.
—¿Quién más?
—Deífobo, otro hijo de Príamo. Su armadura pulida brilla tanto que he tenido que colocarme más filtros polarizadores sólo para mirarlo. Junto a Deífobo está ese tipo de Pedeo, el cuñado de Príamo, cómo se llama... Imbrio.
—Oh, vaya. Imbrio estaba destinado a morir a manos de Teucro dentro de unas horas...
—¡Ya basta! —dijo Mahnmut—. Va a oírte alguien.
—¿Oírme por tensorrayo o enlace-k? —dijo Orphu con un estremecimiento—. No es probable, viejo amigo. A menos que los griegos y troyanos tengan un poco más de tecnología de lo que me has contado.
—Bueno, es desconcertante —dijo el moravec más pequeño—. La mitad de la gente que está aquí en la Colina de Espinos se supone que va a estar muerta dentro de un día o dos, según tu estúpida
Ilíada
.
—No es mi estúpida
Ilíada
—replicó Orphu—. Y además...
—Todas las apuestas han sido canceladas —terminó Mahnmut—. Oh-oh.
—¿Qué?
—Las negociaciones han terminado. Héctor y Aquiles dan un paso al frente, se agarran por el antebrazo ahora... ¡santo Dios!
—¿Qué?
—¿Oyes eso? —jadeó Mahnmut.
—No.
—Lo siento, lo siento —-dijo Mahnmut—. Lo siento. No lo decía literalmente. Sólo quería decir...
—Venga insistió el ioniano—. ¿Qué es lo que no he oído?
—Los ejércitos, griego y troyano por igual, están rugiendo. Santo Dios, es un sonido abrumador. Cientos de miles de aqueos y troyanos juntos, vitoreando, agitando estandartes, alzando sus espadas y lanzas y banderas al aire... La muchedumbre se extiende hasta las murallas de Ilión. La gente que está en las murallas (puedo ver a Andrómaca Y Helena y las otras mujeres que señaló Hockenberry) grita también. Los otros aqueos (los que estaban indecisos, esperando junto a sus navíos) han vuelto a los fosos griegos y vitorean y gritan también. ¡Qué ruido!
—Bueno, no hace falta que tú también grites —dijo Orphu secamente—. El enlace-k funciona bien. ¿Qué pasa ahora?
—Bueno... no mucho —-respondió Mahnmut—. Los capitanes se estrechan la mano por toda la colina. Suenan campanas y gongs en la ciudad amurallada. Los ejércitos se congregan, soldados de infantería de cada bando cruzan la tierra de nadie para darse palmadas en el hombro o intercambiar nombres o lo que sea... y todos parecen dispuestos a combatir, pero...
—Pero no hay nadie a quien combatir.
—Exacto.
—Tal vez los dioses no bajen a luchar —dijo el ioniano.
—Lo dudo.
—O tal vez el Aparato haga volar el Olimpo en mil millones de pedazos —dijo Orphu.
Mahnmut guardó silencio pensando en aquello. Había visto a los dioses y diosas, allá arriba, seres sentientes a millares, y no tenía ningún deseo de convertirse en un asesino de masas.
—¿Cuánto tiempo falta para que el disparador que preparaste active el Aparato? —preguntó Orphu, aunque debía saberlo.
—Cincuenta y cuatro minutos —dijo.
En el cielo, se formaron de repente unas nubes oscuras. Parecía que los dioses iban a bajar, después de todo.
Cuando Mahnmut se zambulló en el Lago de la Caldera, en el Monte Olympus, tenía pocas esperanzas de escapar. Necesitaba un minuto aproximadamente para preparar el Aparato (¿para que detonara?), y pensó que un poco de profundidad y presión podrían concederle ese tiempo.
Así fue. Mahnmut se zambulló a ochocientos metros, sintiendo la familiar y agradable sensación de la presión en cada milímetro cuadrado de su armazón, y encontró un saliente en el lado occidental de la empinada pared de la caldera donde pudo descansar, asegurar el Aparato y prepararlo. Los dioses no lo persiguieron bajo el agua. Mahnmut no sabía, ni le importaba, si se debía a que no sabían nadar o a si pensaban estúpidamente que sus rastreos con lásers y microondas de la superficie lo harían subir.
Había sido negligente por su parte no configurar un mecanismo de disparo remoto antes de que Orphu y él iniciaran su breve viaje en globo, así que lo hizo ahora, a ochocientos metros de profundidad, en el lago, iluminando con las lámparas de su pecho el ovoide Aparato macromolecular. Tras quitarse la tapa de acceso del caparazón de transaleación, Mahnmut canibalizó parte de sí mismo; una de sus cuatro células de energía proporcionó la necesaria señal disparadora de 32 voltios; soldó uno de sus tres receptores redundantes de radio/tensorrayo a la placa del disparador con su láser de muñeca, así como un temporizador obtenido a partir de su cronómetro externo; por último, colocó un burdo sensor de contacto consistente en uno de sus propios sensores, de modo que el Aparato se activara solo a esta profundidad si alguien que no fuera él lo tocaba.
Si esos dioses de antaño vienen por mí ahora, dispararé el Aparato manualmente
, pensó mientras esperaba sentado en el saliente, a ochocientos metros bajo la superficie del lago. Pero no quería autodestruirse (sí destrucción era, en efecto, el propósito del Aparato) y no quería ocultarse bajo el agua todo el día. Pero el humano Hockenberry le había prometido TCear de vuelta para recogerlo, así que esperaría. Quería volver a ver a Orphu. Además, su misión (la misión de los difuntos Koros III y Ri Po, en realidad) era llevar el Aparato al Monte Olympus y dar parte de su colocación a través del comunicador. Ambos objetivos habían sido cumplidos. En cierto modo, Mahnmut y el ioniano habían llevado a cabo con éxito su misión.
Entonces, ¿por qué estoy escondiéndome a ochocientos metros bajo la superficie de
este imposible Lago de la Caldera?
Pensó en el agua que hervía sobre él mientras los dioses descargaban su cólera y sus rayos caloríficos en el lago, y no pudo menos que reírse a su estilo moravec: aquella agua tendría que haber salido volando, de todas formas, ya que la cima del Monte Olympus estaba casi en el vacío.
Entonces llegó la hora de que el humano llamado Hockenberry regresara a por él y, sorprendentemente, lo hizo.
—Descríbeme la Tierra —dijo Orphu en la Colina de Espinos. Mahnmut se había bajado de su caparazón y guiaba a su amigo tirando de la cuerda que había atado al arnés de levitación—. ¿Y estás seguro de que estamos en la Tierra? —añadió.
—Bastante seguro —respondió Mahnmut—. La gravedad es la que corresponde, el aire también, el Sol tiene el tamaño adecuado y las formas de vida vegetal encajan con las imágenes de los bancos de datos. Oh, y también los seres humanos... aunque todos estos hombres y mujeres parecen miembros del mejor club deportivo del sistema solar.