Imajica (Vol. 2): La Reconciliación (17 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: Imajica (Vol. 2): La Reconciliación
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—Ven aquí, maestro —dijo Atanasio—. Hay algo que deberías ver.

Cortés entró en el círculo esperando que Atanasio le mostrase el cadáver de un niño o de alguna frágil belleza, un cuerpo roto. Pero el rostro que tenía a sus pies era el de un varón y en absoluto inocente.

—Lo conocías, creo.

—Sí. Se llamaba Estabrook.

Charlie tenía los ojos cerrados y la boca también: sellada en el momento de su fallecimiento. No había grandes señales de daño físico. Quizá su corazón se había limitado a rendirse en medio del alboroto.

—Nikaetomaas dijo que lo trajisteis aquí porque pensasteis que era yo.

—Pensamos que era un Mesías —dijo Atanasio—. Cuando nos dimos cuenta que no lo era, seguimos buscando; esperábamos un milagro. Y en su lugar…

—Me encontrasteis a mí. Por si sirve de algo, tenías razón. Es cierto que yo traje toda esta destrucción conmigo. No sé muy bien por qué y no espero que me perdones por ello pero quiero que entiendas que no encuentro ningún placer en ella. Todo lo que quiero es compensar el daño que he causado.

—¿Y cómo lo harás, maestro? —dijo Atanasio. El ojo bueno se había inundado de lágrimas al examinar los cuerpos—. ¿Cómo vas a compensar esto? ¿Puedes resucitarlos con lo que tienes entre las piernas? ¿Es ese el truco? ¿Puedes follarlos hasta devolverles la vida?

Cortés emitió un sonido gutural de asco.

—Bueno, eso es lo que pensáis los maestros, ¿no? No queréis sufrir, sólo queréis la gloria. Posáis vuestra vara en la tierra y la tierra da frutos. Eso es lo que pensáis. Pero no funciona así. Es vuestra sangre lo que la tierra quiere, es vuestro sacrificio. Y mientras lo neguéis, otros van a morir en vuestro lugar. Créeme, me cortaría la garganta ahora mismo si pensara que podría revivir a estas personas pero me han gastado una broma miserable. Tengo la voluntad de hacerlo pero mi sangre no vale nada. La tuya sí. No sé por qué. Ojalá no fuera así. Pero así es.

—¿A Urna Umagammagi le gustaría verme sangrar? —dijo Cortés—. ¿O a Tishalullé? ¿O a Jokalaylau? ¿Es eso lo que tus cariñosas madres quieren de este hijo?

—Tú no les perteneces. No sé a quién perteneces pero tú no saliste de sus dulces cuerpos.

—De algún sitio tengo que proceder —dijo Cortés y por primera vez en su vida dio voz a ese pensamiento—. Hay un propósito en mi interior y creo que Dios lo puso ahí.

—No busques demasiado lejos, maestro. Tu ignorancia quizá sea la única defensa que el resto de nosotros tenemos contra ti. Renuncia ahora a tu ambición antes de que averigües de lo que eres capaz de verdad.

—No puedo.

—Ah, pero si es muy fácil —dijo Atanasio—. Suicídate, maestro. Que la tierra beba tu sangre. Ahora mismo, ese es el favor más grande que podrías hacerles a los Dominios.

Cortés oyó en esas palabras el eco más amargo de una carta que había leído meses antes, en otra clase de jungla.

«Hazlo por las mujeres del mundo», le había escrito Vanessa. «Rebánate esa embustera garganta».

¿De verdad había recorrido los Dominios sólo para que le devolvieran el consejo que le había dado una mujer a la que había engañado en el amor? Después de tanto esfuerzo en busca de la comprensión, ¿al final era un maestro tan dañino y fraudulento como lo había sido en su papel de amante?

Atanasio leyó la precisión de este último dardo en el rostro de su objetivo y con una sonrisa salvaje lo remachó.

—Hazlo pronto, maestro —dijo—. Ya hay suficientes huérfanos en los Dominios, no hace falta que sigas satisfaciendo tus ambiciones ni un día más.

Cortés dejó pasar estos comentarios crueles.

—Tú me casaste con el amor de mi vida, Atanasio —dijo—. Jamás olvidaré ese favor.

—Pobre Pai'oh'pah —respondió el otro hombre para terminar de machacar el mismo punto—. Otra de tus víctimas. Qué veneno debe de haber en ti, maestro.

Cortés se volvió y abandonó el círculo sin responder mientras Atanasio repetía su anterior consejo para que lo acompañara durante el camino.

—Suicídate pronto, maestro —dijo—. Por ti, por Pai, por todos nosotros. Suicídate pronto.

2

A Cortés le hizo falta un cuarto de hora para abrirse camino entre los estragos provocados por la tormenta y salir a un claro; de camino tenía la esperanza de poder encontrar algún vehículo (el de Floccus, quizá) que pudiera requisar para el viaje de vuelta a Yzordderrex. Si no encontraba nada, sería una larga marcha a pie pero así tendrían que ser las cosas. La poca iluminación que le brindaban los fuegos que ardían tras él pronto fueron reduciéndose y se vio obligado a buscar a la luz de las estrellas, cosa que con toda probabilidad no habría llegado a mostrarle el vehículo si no se hubiera desviado su camino al oír los chillidos de la mascota porcina de Floccus Dado, Sighshy, que, junto con su carnada, seguía dentro. El coche había quedado volcado durante la tormenta, así que fue hasta allí sólo para soltar a los animales, luego planeaba continuar para encontrar otro. Pero mientras forcejeaba con la manilla apareció un rostro humano en la ventana empañada. Floccus estaba dentro y recibió la aparición de Cortés con un clamor de alivio casi tan agudo como el de Sighshy. Cortés trepó al costado del coche y después de muchas maldiciones y sudor consiguió abrir la puerta a base de fuerza bruta.

—Oh, sois toda una visión para mis ojos, maestro —dijo Floccus—. Creí que me iba a asfixiar ahí dentro.

El hedor era punzante y salió con Floccus cuando este trepó al exterior. Tenía la ropa recubierta de los excrementos de la carnada, y los de mamá también.

—¿Cómo demonios te metiste ahí? —le preguntó Cortés.

Floccus se limpió los restos de un zurullo de las lentes y parpadeó para mirar a su salvador a través de ellas.

—Cuando Atanasio me dijo que fuera a buscaros, pensé, Aquí pasa algo, Dado. Será mejor que te vayas mientras todavía puedes. Acababa de meterme en el coche cuando empezó la tormenta y el caso es que se volcó con todos dentro. Las ventanillas son irrompibles y las cerraduras estaban atascadas. No podía salir.

—Tuviste suerte de estar ahí dentro.

—Eso veo —observó Floccus mientras examinaba el lejano paisaje de destrucción—. ¿Qué ha pasado aquí fuera?

—Algo salió del Primero para cazar a Pai'oh'pah.

—¿El Invisible hizo esto?

—Eso parecería.

—Qué desagradable —dijo Floccus en voz baja y sin ninguna duda fue el eufemismo de la noche.

Floccus sacó a Sighshy y su carnada (dos de los cuales habían perecido bajo el peso de su madre) del vehículo y luego él y Cortés se pusieron a la tarea de volverlo a poner sobre las cuatro ruedas. Hizo falta cierto esfuerzo pero Floccus compensó con fuerza lo que carecía en altura y entre los dos pronto terminaron el trabajo.

Cortés había dejado clara su intención de volver a Yzordderrex pero no estaba seguro de las intenciones de Floccus hasta que arrancaron el motor. Luego dijo:

—¿Vas a venir conmigo?

—Debería quedarme —respondió Floccus. Hubo una pausa incómoda—. Nunca se me ha dado muy bien la muerte.

—Dijiste lo mismo del sexo.

—Es cierto.

—Eso no te deja muchas opciones, ¿verdad?

—¿Preferiríais ir sin mí, maestro?

—En absoluto. Si quieres venir, ven. Pero tenemos que irnos ya. Quiero estar en Yzordderrex antes del amanecer.

—¿Por qué, qué pasa al amanecer? —dijo Floccus con un temblor supersticioso en la voz.

—Es un nuevo día.

—¿Deberíamos dar las gracias por eso? —inquirió el otro hombre como si percibiera algún profundo saber en la respuesta del maestro pero no pudiera entenderlo del todo.

—Desde luego, Floccus, desde luego. Por el día y por la oportunidad.

—¿Y qué… esto… qué oportunidad sería esa exactamente?

—La oportunidad de cambiar el mundo.

—Ah —dijo Floccus—. Claro. Cambiar el mundo. Haré de eso mi plegaria de ahora en adelante.

—La compondremos juntos, Floccus. A partir de ahora tenemos que inventarlo todo, quienes somos, lo que creemos. Ya se han tomado demasiados caminos pasados. Se han repetido demasiados dramas antiguos. Cuando llegue la mañana, tenemos que haber encontrado una nueva forma.

—Una nueva forma.

—Eso es. Haremos de eso nuestra ambición, ¿de acuerdo? Ser hombres nuevos para cuando salga el cometa.

Las dudas de Floccus eran bien visibles, incluso a la luz de las estrellas.

—Eso no nos da mucho tiempo —observó.

Muy cierto, pensó Cortés. En el Quinto, no podía faltar mucho para el solsticio de verano y si bien todavía no comprendía las razones, sabía que la Reconciliación sólo se podía llevar a cabo ese día. Qué gran ironía. Después de haber desperdiciado varias vidas en busca de sensaciones, el tiempo que le quedaba para compensar el error de tal derroche se podía medir en términos de horas.

—Habrá tiempo —dijo con la esperanza de responder a las dudas de Floccus y calmar las suyas propias pero en el fondo de su corazón sabía que no estaba consiguiendo ninguna de las dos cosas.

Capítulo 6
1

A
Jude la despertó del letargo en el que la había sumido la cama narcótica de Quaisoir no el ruido (ya hacía tiempo que se había acostumbrado a la anarquía que había rugido sin un instante de descanso durante toda la noche, sino una sensación de desasosiego demasiado vaga para identificarla y demasiado insistente para hacer caso omiso de ella. Algo de importancia había ocurrido en el Dominio y si bien el lujo le había embotado el ingenio, despertó demasiado inquieta para volver a la comodidad de una almohada perfumada. Con la cabeza a punto de estallar, salió de la cama con cierto esfuerzo y fue en busca de su hermana. Concupiscencia estaba en la puerta con una sonrisa maliciosa en la cara. Jude medio recordaba que la criatura se había deslizado en uno de los sueños provocados por las drogas, pero los detalles eran vagos y el presentimiento con el que se había despertado era ahora más importante que recordar unas fantasías que ya se habían ido. Encontró a Quaisoir en una habitación oscurecida, sentada al lado de la ventana.

—¿Te ha despertado algo, hermana? —le preguntó Quaisoir.

—Todavía no sé muy bien qué pero sí. ¿Sabes lo que era?

—Algo en el desierto —respondió Quaisoir volviendo la cabeza hacia la ventana, aunque carecía de ojos para ver lo que yacía fuera—. Algo trascendental.

—¿Existe alguna forma de averiguar qué?

Quaisoir respiró hondo.

—Ninguna fácil.

—¿Pero hay alguna?

—Sí, hay un lugar debajo de la Torre del Eje…

Concupiscencia había seguido a Judith al interior de la habitación pero ahora, al mencionarse ese lugar, hizo el gesto de retirarse. Pero no fue lo bastante callada ni lo bastante rápida. Quaisoir la llamó de nuevo.

—No tengas miedo —le dijo a la criatura—. No te necesitamos con nosotras una vez que estemos dentro. Pero vete a buscar una lámpara, ¿quieres? Y algo para comer y beber. Quizá estemos allí un rato.

Había pasado medio día y más desde que Jude y Quaisoir se habían refugiado en las habitaciones de esta y durante ese tiempo los últimos ocupantes del palacio se habían escapado, sin duda por temor a que el celo revolucionario quisiera limpiar la fortaleza de los excesos del Autarca, hasta el último burócrata debía desaparecer. Estos habían huido pero no habían aparecido los fanáticos para sustituirlos. Aunque Jude había escuchado alguna conmoción en los patios mientras dormitaba, nunca le había parecido que estuviera cerca. O bien se había agotado la furia que había movido la marea y los insurgentes estaban descansando antes de comenzar el asalto al palacio, o bien su fervor había perdido por completo su excepcional propósito y la conmoción que había oído eran facciones que luchaban entre sí por el derecho a desvalijar, conflictos que los habían destruido a todos, a diestro y siniestro. Como fuera, el resultado era el mismo: un palacio construido para alojar a varios miles de almas (sirvientes, soldados, chupatintas, cocineros, camareros, mensajeros, torturadores y mayordomos) estaba desierto y ellas lo atravesaban, Jude guiada por la lámpara de Concupiscencia y Quaisoir guiada por Jude, como tres diminutas motas de vida perdidas en una vasta y oscura maquinaria. Los únicos sonidos que se oían era los de sus pasos y los que hacía dicha maquinaria al agotarse: cañerías de agua caliente que se estremecían a medida que los hornos que las alimentaban se iban apagando; contraventanas que se convertían a golpes en astillas en habitaciones vacías; perros guardianes que ladraban sobre las correas mordisqueadas, temerosos de que sus amos no volvieran. Y no lo harían. Los hornos se enfriarían, las contraventanas se romperían, y los perros, entrenados para traer la muerte, tendrían que verla llegar a su vez. La era del autarca Sartori había terminado y no había empezado todavía una nueva.

Mientras caminaban, Jude pidió una explicación sobre el lugar al que se dirigían y a modo de respuesta, Quaisoir le ofreció primero una historia del Eje. De todos los mecanismos que tenía el Autarca para dominar y gobernar los Dominios Reconciliados, dijo su esposa (subvertir las religiones y los gobiernos de sus enemigos; enemistar nación contra nación) ninguno lo habría mantenido en el poder durante más de una década si no hubiera poseído el don necesario para robar y colocar en el centro de su imperio el mayor símbolo de poder de Imajica. El Eje era la señal de Hapexamendios y el hecho de que el Invisible le hubiera permitido al arquitecto de Yzordderrex acariciar siquiera, por no hablar ya de mover, su torre, fue para muchos prueba de que, por mucho que despreciaran al Autarca, éste estaba tocado por la divinidad y nunca podrían derrocarlo. Qué poderes le había transmitido a su poseedor ni siquiera ella lo sabía.

—A veces —dijo—, cuando estaba muy colocado de kreauchee, hablaba del Eje como si estuviera casado con él y él fuera la esposa. Incluso cuando hacíamos el amor hablaba así. Decía que estaba en su interior del mismo modo que él lo estaba en el mío. Por supuesto, después lo negaba pero siempre lo tenía presente. Está presente en la mente de cada hombre.

Jude lo dudaba y así lo dijo.

—Pero quieren de tal forma que los posean —respondió Quaisoir—. Quieren tener en su interior algún Espíritu Santo. Escucha sus plegarias.

—No es algo que yo oiga con mucha frecuencia.

—Lo harás cuando se despeje el humo —replicó Quaisoir—. Tendrán miedo cuando comprendan que el Autarca se ha ido. Quizá lo hayan odiado pero odiarán su ausencia aún más.

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