Imajica (Vol. 2): La Reconciliación (67 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: Imajica (Vol. 2): La Reconciliación
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Pero antes de poder hacerlo, oyó un sollozo procedente del círculo y, al mirar atrás, vio a Cortés tirado bajo el peso de su hermano; sufría horribles heridas, el pecho abierto por varios sitios, profundos cortes en la mandíbula, las mejillas y las sienes, las manos y los brazos surcados de arañazos. Pero el sollozo no lo había emitido él, sino Sartori, que había levantado el cuchillo y estaba profiriendo un último grito antes de hundir la hoja en el corazón de su hermano.

Aquel dolor era prematuro. Al bajar el cuchillo, Cortés encontró las fuerzas necesarias para agitarse una última vez y en lugar de encontrar el corazón, la hoja entró por la parte superior del pecho, debajo de la clavícula. Manchado de sangre, el mango se deslizó entre los dedos de Sartori. Pero no tuvo necesidad de recobrarlo. La recuperación de Cortés había terminado tan repentinamente como comenzó. Su cuerpo se desenroscó, cesaron los espasmos y el maestro yació quieto.

Sartori se levantó del vientre de su hermano y contempló el cuerpo durante un momento, luego se volvió para examinar el espectáculo del vacío. Aunque los oviáceos ya estaban cerca de la superficie, Sartori no se apresuró a actuar ni tampoco a retirarse sino que examinó todo el panorama, en cuyo centro él se encontraba, y por fin posó los ojos sobre Jude.

—Oh, amor —dijo en voz baja—. Mira lo que has hecho. Me has entregado a mi Padre Celestial.

Luego se inclinó, sacó la mano del círculo para recoger la piedra que había quitado Cortés y, con la delicadeza de un pintor que da la última pincelada, la volvió a poner en su lugar.

El estatus quo no quedó restaurado al instante. Las formas del mundo inferior siguieron subiendo, hirviendo de furia al presentir que algo había sellado la ruta que los llevaría al Quinto. El fuego de la piedra empezó a apagarse pero antes de que se agotara del todo, Sartori les murmuró una orden a los gek-a-gek y estos se inclinaron para abandonar el lugar que ocupaban junto a la puerta, las cabezas planas rozando el suelo. Jude pensó al principio que venían a por ella pero era a Cortés al que les habían ordenado recoger. Las bestias se separaron, rodearon el círculo, extendieron las garras sobre el perímetro y cogieron el cuerpo casi con ternura para luego levantarlo y apartarlo del camino de su maestro.

—Al piso de abajo —les dijo éste y las criaturas se retiraron por la puerta con su carga tras dejar a Sartori como único dueño del círculo.

Había descendido una terrible calma sobre la habitación. Habían desaparecido los últimos destellos del In Ovo, la luz de las piedras ya casi había desaparecido. En medio de la creciente oscuridad, Jude vio que Sartori encontraba su lugar en el centro del círculo y se sentaba.

—No lo hagas —le murmuró.

Su amante levantó la cabeza y emitió un pequeño gruñido, como si le sorprendiera que la joven siguiera en la habitación.

—Ya está hecho —le respondió él—. Todo lo que tengo que hacer es conservar el círculo hasta la medianoche.

Jude escuchó un gemido abajo, era Clem, que había visto lo que los oviáceos habían traído a la cima de las escaleras. Luego se oyeron tres golpes secos cuando tiraron el cuerpo escaleras abajo. Sólo podían faltar unos segundos para que las bestias volvieran a por ella, unos segundos para convencerlo de que saliera del círculo. Jude sólo conocía una manera y si fracasaba, no habría apelación.

—Te quiero —le dijo al hombre.

Estaba demasiado oscuro para verlo, pero sintió los ojos de él.

—Lo sé —le dijo su amante sin ningún sentimiento en la voz—. Pero mi Padre Celestial me amará más. Ahora está en Sus manos.

Jude sintió a los oviáceos moviéndose detrás de ella, sus alientos fríos en la nuca.

—No quiero volver a verte jamás —le dijo Sartori.

—Por favor, llámalos —le rogó Jude al recordar el modo en que aquellas bestias habían sujetado a Clem y habían estado a punto de devorarle los brazos.

—Vete por voluntad propia y no te tocarán —le dijo él—. Yo me estoy ocupando de los asuntos de mi Padre…

—Él no te quiere…

—Vete.

—Es incapaz de…

—Vete.

Jude se puso en pie. No quedaba nada más que decir o hacer. Al darle la espalda al círculo, los oviáceos le apresaron las piernas entre sus fríos flancos y la mantuvieron atrapada entre los dos hasta que llegó al umbral, querían asegurarse de que no atentaba por última vez contra su invocador. Luego le permitieron llegar sin escolta al rellano. Clem había comenzado a subir las escaleras con la porra en la mano pero la joven le ordenó que se quedara donde estaba, temía que los gek-a-gek lo hicieran trizas si subía un escalón más.

La puerta de la sala de meditación se cerró de golpe tras ella y Jude volvió la vista para confirmar lo que ya había supuesto, que los oviáceos la habían seguido hasta el exterior y ahora montaban guardia ante el umbral. Todavía nerviosa por si le lanzaban un último golpe, Jude cruzó el espacio que la separaba del primer escalón como si estuviera pisando huevos y sólo apresuró el paso al llegar a las escaleras.

Abajo había luz, pero la escena que iluminaba era tan sombría como todo lo que dejaba arriba. Cortés yacía al pie de las escaleras con la cabeza apoyada en el regazo de Celestine. La sábana que llevaba la mujer se le había deslizado de los hombros y había dejado al descubierto sus senos, ensangrentados allí donde se había llevado el rostro de su hijo a la piel.

—¿Está muerto? —le murmuró Jude a Clem.

Este negó con la cabeza.

—Resiste.

La joven no tuvo que preguntar por qué. La puerta de la calle estaba abierta, colgaba de los goznes, medio demolida y a través de ella, Jude oyó en una torre lejana la primera campanada de la medianoche.

—El círculo está completo —dijo.

—¿Qué círculo? —le preguntó Clem.

Jude no respondió. ¿Qué importaba ya? Pero Celestine había dejado de meditar contemplando el rostro de Cortés y había levantado la cabeza, había la misma pregunta en sus ojos que en los labios de Clem así que Jude les respondió con tanta claridad como pudo.

—Imajica es un círculo —dijo.

—¿Cómo lo sabes? —le preguntó Clem.

—Las Diosas me lo dijeron.

Ya casi había llegado al pie de la escalera y ahora que estaba más cerca de madre e hijo vio que Cortés estaba literalmente aferrándose a la vida, se agarraba al brazo de Celestine y tenía los ojos clavados en el rostro de su madre. Sólo cuando Jude se hundió en el último escalón la miraron los ojos de Cortés.

—No… lo sabía —le dijo.

—Lo sé —le respondió Jude pensando que él hablaba del complot de Hapexamendios—. Yo tampoco quería creerlo.

Cortés negó con la cabeza.

—Me refiero al círculo —dijo—. No sabía que era un círculo…

—Era el secreto de las Diosas —dijo Jude.

Entonces habló Celestine, su voz tan tenue como las llamas que le iluminaban los labios.

—¿Hapexamendios no lo sabe?

Judo sacudió la cabeza.

—Entonces sea cual fuere el fuego que envíe —murmuró Celestine—, se abrirá camino ardiendo alrededor del círculo.

Jude estudió el rostro de aquella mujer, sabía que se podía aprovechar de alguna forma aquel conocimiento pero estaba demasiado agotada para encontrarle sentido. Celestine bajó los ojos y miró el rostro de Cortés.

—¿Hijo? —dijo.

—Sí, mamá.

—Ve con Él —le respondió Celestine—. Lleva tu espíritu al Primero y encuentra a tu Padre.

El esfuerzo de respirar ya parecía casi demasiado para Cortés por no hablar de un viaje. Pero aquello de lo que su cuerpo era incapaz, quizá podría lograrlo su espíritu. Levantó los dedos hacia el rostro de su madre y esta los cogió entre los suyos.

—¿Qué vas a hacer? —dijo Cortés.

—Invocar su fuego —dijo Celestine.

Jude miró a Clem para ver si aquel intercambio tenía más sentido para él que para ella pero el ángel parecía igual de perplejo. ¿De qué servía buscar la muerte cuando esta iba a llegar de todos modos, y con demasiada rapidez?

—Retrásalo —le decía Celestine a Cortés—. Ve con Él como amante hijo y mantén su atención todo el tiempo que puedas. Halágalo. Dile cuánto deseas ver su rostro. ¿Puedes hacer eso por mí?

—Por supuesto, mamá.

—Bien.

Satisfecha al saber que su hijo iba a hacer lo que le había encargado, Celestine volvió a colocarle la mano en el pecho y con un movimiento delicado apartó las rodillas de debajo de su cabeza y la posó con suavidad en las tablas. Tenía una última indicación para él.

—Cuando entres en el Primero, ve por los Dominios. Él no debe saber que hay otro camino, ¿entiendes?

—Sí, mamá.

—Y cuando llegues allí, hijo, escucha la voz. Está en el suelo. La oirás, si escuchas con atención. Dice…

—Nisi Nirvana.

—Eso es.

—Lo recuerdo —dijo Cortés—. Nisi Nirvana.

Como si el nombre fuera una bendición y pudiera protegerlo al partir, Cortés cerró los ojos y se despidió.

Celestine no se permitió sumirse en sus sentimientos sino que se levantó y se envolvió en la sábana mientras cruzaba el espacio que la separaba de las escaleras.

—Ahora tengo que hablar con Sartori.

—Eso va a ser difícil —dijo Jude—. La puerta está cerrada con llave y vigilada.

—Es mi hijo —respondió Celestine mirando el tramo de escaleras—. A mí me abrirá.

Y diciendo eso emprendió el ascenso.

Capítulo 24
1

E
l espíritu de Cortés salió de la casa pensando no en el Padre que le aguardaba en el Primer Dominio sino en la madre que dejaba atrás. En las horas transcurridas desde su regreso de la torre de la Tabula Rasa habían compartido un tiempo demasiado breve. Se había arrodillado al lado de su cama unos minutos mientras ella le contaba la historia de Nisi Nirvana. Se había abrazado a ella bajo la lluvia de las Diosas, avergonzado por el deseo que sentía pero incapaz de negarlo. Y por fin, unos momentos atrás, había yacido en sus brazos desangrándose. Hijo; amante; cadáver. Allí estaba todo el arco de una breve vida y tendrían que conformarse con eso.

No comprendía del todo qué propósito perseguía su madre al enviarlo lejos de ella pero se sentía demasiado confuso para hacer otra cosa que no fuera obedecer. Celestine tenía sus razones y él tenía que confiar en ellas ahora que el oficio por cuyo logro tanto había trabajado se había empañado. Y eso tampoco conseguía comprenderlo del todo. Había ocurrido demasiado rápido. En un momento determinado se encontraba tan lejos de su cuerpo que ya casi estaba listo para olvidarlo y al siguiente había vuelto a la sala de meditación, los dedos de Jude le arrancaban gritos, su hermano subía las escaleras tras ella y los cuchillos relucían. Había sabido entonces, al ver la muerte en la cara de su hermano, por qué se había destrozado el místico para obligarlo a buscar a Sartori. El Padre de ambos estaba allí, en ese rostro, en aquella certeza desesperada y sin duda lo había estado todo el tiempo. Pero él nunca lo había visto. Todo lo que había visto siempre había sido su propia belleza, retorcida y tergiversada, y se había dicho lo maravilloso que era ser el Cielo del Infierno de su otro yo. ¡Valiente burla! Había sido la marioneta de su Padre (Su agente, su bufón) y quizá jamás se hubiera dado cuenta si Jude no lo hubiera sacado a rastras del Ana y le hubiera mostrado los terribles detalles del destructor que esperaba en el espejo.

Pero la admisión había llegado demasiado tarde y él estaba muy mal equipado para deshacer el daño que había hecho. Sólo podía esperar que su madre entendiera mejor que él dónde se encontraba la poca esperanza que les quedaba. En su busca, ahora sería el agente de ella y entraría en el Primero para hacer todo lo que pudiera a petición de su madre.

Fue por el camino más largo, como ella le había pedido y el camino lo volvió a llevar sobre los territorios por los que había viajado cuando buscaba al Sínodo y aunque anhelaba descender en picado y pasar aquel nuevo día con los otros, sabía que no podía rezagarse.

Los vislumbró al pasar, sin embargo y vio que habían sobrevivido a los últimos caóticos minutos del Ana y habían vuelto a sus Dominios, radiantes por el triunfo conseguido. En el Monte de Ola Bayak, Ácaro Bronco aullaba a los cielos como un lunático, despertando a todo el que durmiera en Vanaeph e inquietando a los guardias de las torres de vigilancia de Patashoqua. En el Kwem, Scopique trepaba por la ladera del pozo del Eje, donde se había sentado para hacer su parte, tenía lágrimas de alegría en los ojos cuando los alzó hacia el cielo. En Yzordderrex, Atanasio estaba de rodillas en la calle, fuera del kesparate eurhetemec, lavándose las manos en un manantial que le saltaba a la cara como un perro que quisiera lamerlo bien. Y en las fronteras del Primero, donde el espíritu de Cortés ralentizó su marcha, Chicka Jackeen contemplaba la Mácula y esperaba que el muro se disolviera y le ofreciera un destello del Dominio de Hapexamendios.

Su mirada dejó aquel paisaje, sin embargo, cuando sintió la presencia de Cortés.

—¿Maestro? —dijo.

Más que con cualquiera de los otros, Cortés quería compartir algo de lo que se estaba tramando con Jackeen pero no se atrevió. Cualquier intercambio tan cerca de la Mácula podría estar siendo monitorizado por el Dios que esperaba detrás y sabía que no sería capaz de conversar con este hombre, que le había demostrado tal devoción, sin ofrecerle alguna palabra de advertencia, así que no cayó en la tentación. En lugar de eso, le ordenó a su espíritu que continuara mientras oía a Jackeen llamándolo otra vez. Pero antes de que la súplica pudiera oírse una tercera vez, Cortés atravesó la Mácula y entró en el Dominio que había detrás. En aquellos momentos ciegos antes de la aparición del Primero, la voz de su madre resonó en su cabeza.


Entró en una ciudad de iniquidades
—la oyó decir—
donde ningún fantasma era sagrado y no había cuerpo completo.

Y entonces la Mácula quedó detrás y él planeaba sobre el perímetro de la Ciudad de Dios.

Pensó que no era extraño que su hermano hubiera sido arquitecto. Aquí había inspiración suficiente para toda una nación de prodigios, una labor de siglos, levantada por un poder para el que un siglo era la medida de un aliento. Su majestad se extendía en cada dirección salvo la que dejaba atrás, las calles más amplias que la autopista de Patashoqua y tan rectas que sólo desaparecían en el punto en que se desvanecían, los edificios tan monumentales que el cielo apenas se veía entre sus aleros. Pero fueran cuales fueran los soles o satélites que pendieran en los cielos de este Dominio, la ciudad no necesitaba su luz. Cordones radiantes recorrían las losas del suelo y atravesaban los ladrillos y planchas de las magníficas casas, su ubicuidad aseguraba que todas salvo las sombras más frías quedaban desterradas de las calles y las plazas.

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