Indias Blancas - La vuelta del Ranquel (18 page)

Read Indias Blancas - La vuelta del Ranquel Online

Authors: Florencia Bonelli

Tags: #novela histórica

BOOK: Indias Blancas - La vuelta del Ranquel
9.21Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Pues bien, la duquesa de Parma es un ser humano común y corriente después de todo —pronunció doña Luisa del Solar, y Laura se dio vuelta, sobresaltada.

—¡Qué alegría verla, doña Luisa! —exclamó con sinceridad. Doña Luisa siempre la hacía sentir querida e importante; su cariño era bienvenido justo cuando comenzaba a sentirse sola y miserable.

—Estás hermosa, querida, aunque lleves el mismo vestido que usaste para la presentación del libro de Julián. En cuanto a mí respecta, el título de duquesa podría ser tuyo. De seguro luciría cien veces más que en esa mujer tan poco refinada. El porte de reina lo has heredado de tu abuela Ignacia, que fue envidiada en sus tiempos mozos.

—La duquesa es una mujer encantadora —abogó Laura.

—Ya veo que el señor Lorenzo Rosas ha establecido su preferencia —prosiguió doña Luisa—. No se lo puede culpar, Esmeralda es una mujer sumamente cautivante. Dos miradas más como ésa y lo tendrá a sus pies como a tu primo Romualdo, que Dios lo tenga en su gloria.

Laura había decidido no beber, pero, cuando un sirviente pasó con una bandeja repleta de copas de champán, tomó una y la vació de dos tragos. Doña Luisa siguió reportando:

—A pesar de que es demasiado grandote, no podemos negar que el señor Rosas es un hombre muy atractivo. Sus ojos grises son decididamente magníficos ¿Le has visto las pestañas, querida? Las tiene tan vueltas que parecen que le rascan los párpados. ¿Será algo natural o lo logrará con pinzas calientes?

La idea de Nahueltruz curvándose las pestañas frente al espejo arrancó una risotada a Laura que ahogó con su pañuelo.

—Lorenzo Rosas —dijo doña Luisa—. Es un hombre enigmático, ¿no crees? ¿Tendrá algo que ver con los Rosas que conocemos? Agustina asegura que no es pariente de ella. Por supuesto que haber sido pariente de Juan Manuel de Rosas es algo que todos esconden hoy en día. ¿De dónde será oriundo? Quizás no sea porteño. A lo mejor hay Rosas en otras partes del país.

—Es un apellido más bien común —interpuso Laura y, para distraer a doña Luisa, le pidió su opinión acerca del vestido de Purita.

Se les unió Eduarda Mansilla que deseaba felicitar a Laura por
La verdad de Jimena Palmer.

—Mi madre y yo no podemos con nuestra impaciencia hasta que
La Aurora
publique el próximo número ¿No puede adelantarme qué ocurrirá entre ella y el noble inglés?

Sobrecogida por los halagos de quien consideraba una eximia escritora, Laura aprovechó para decirle lo que no había podido aquella noche en casa de tía Carolita. que la admiraba profundamente, que había leído todos sus libros, que su favorito era
Pablo ou la vie dans les Pampas,
que compartía su visión del indio del desierto, que sería un gran honor conversar con ella a solas y, por fin, que la invitaba a tomar el té al día siguiente a las cuatro de la tarde, lo que Eduarda aceptó.

—Dime, Eduardita —intervino doña Luisa, para nada interesada en cuestiones literarias—, el señor Lorenzo Rosas, ¿es pariente tuyo? —Eduarda la miró confundida—. Por parte de tu madre, que es Rosas también —explicó doña Luisa innecesariamente.

—No lo creo, doña Luisa —expresó Eduarda— Lorenzo ni siquiera es porteño.

Dos sirvientes ataviados con
smokings
y guantes blancos abrieron ambas hojas de la puerta del comedor para dar inicio a la cena. Los invitados —alrededor de ciento cincuenta— se acomodaron en las mesas dispuestas entre el comedor y el patio de invierno, integrado al salón. Laura se unió a la mesa que compartían su madre, Nazario Pereda y Agustín, que esa tarde había oficiado una misa para los más íntimos en la capilla de la baronesa en agradecimiento por los quince años de Pura. Minutos más tarde, Sarmiento, su hija Faustina y su hermana María del Rosario se acomodaron junto a ellos. Laura buscó con la mirada a Nahueltruz y lo encontró bastante alejado. Reía y conversaba con Esmeralda. Los ojos de Laura se detuvieron en Blasco, que, sentado a la izquierda de Nahueltruz, la observaba intensamente. Sus mejillas se tiñeron de rojo y bajó la vista. Hasta el momento, nada salía como lo había planeado. Se sintió torpe, sola y triste.

Durante la cena, Sarmiento llevó la voz cantante y resultó imposible evitar el tema de la expedición al desierto y de los indios. De todos mudos, las polémicas entre Agustín, Pereda y Sarmiento ayudaron a Laura a distraerse de su obsesión.

—El general Roca aún está en Carhué —informó Pereda.

Hacia tiempo que Laura no se interesaba por el destino del hombre que había sido tan importante para ella antes de que Guor irrumpiera en su vida nuevamente. Se lo imaginó en su uniforme de general, a caballo, impartiendo órdenes con esa voz tonante que ella conocía dulcificada y sensual, e imaginó también la admiración y respeto que despertaba entre sus soldados, el miedo que su ceño infundía.

—¿Cuándo dejará Carhué? —se interesó abiertamente, y los comensales, a excepción de Agustín y Magdalena, la miraron con extrañeza pues se decía que Roca y la viuda de Riglos tenían un
affaire.

—Según leí en
La Tribuna
esta mañana —habló Nazario Pereda—, partirá con su columna a fin de mes, el 29 o 30 de abril.

El recuerdo de su amante le dio ínfulas y confianza; se dijo que disfrutaría el cumpleaños de Purita a pesar de Guor y que bailaría hasta que el cansancio la rindiera.

—Ernesto Daza, mi sobrino —susurró doña Luisa—, no ha dejado de pedirme que te lo presente, querida. Aquél, el del pimpollo blanco en el ojal. Acaba de llegar de Europa. Como su padre es diplomático, ha vivido gran parte de su vida en el extranjero, por eso no lo conoces.

«Pues bien, —resolvió Laura—, el sobrino de doña Luisa será el primero». Bailó con Ernesto Daza, y también con Eduardo Wilde, Valentín Virasoro, Lucio Mansilla, con su primo José Camilo, que le reprochó el pago de la deuda a Climaco Lezica, con su querido amigo Cristian Demaría, y con Sarmiento, que, fuera del alcance de su amante, Aurelia Vélez Sarsfield, se despachó con cuanto piropo le vino a la mente. La danza y el champán que bebía entre pieza y pieza la hacían sentir etérea y grácil, contenta y receptiva, tanto que respondía a los halagos y a las miradas de apreciación con sonrisas y caídas de ojos. En el frenesí del baile, cuando no terminaba un vals que ya la pedían para el próximo, se encontró en los brazos de alguien a quien había mantenido a raya todos esos años. Alfredo Lahitte. Rechazarlo habría significado un pequeño altercado, situación que evitaría por el bien de su sobrina y para no pasar vergüenza frente a Guor, a quien no perdía de vista. Nahueltruz, mayormente, había bailado con Esmeralda Balbastro.

—Me extraña que Laura Escalante haya aceptado bailar con ese caballero —comentó Esmeralda.

—¿Quién es? —preguntó Guor con simulada indiferencia.

—Alfredo Lahitte. Una vez él y Laura estuvieron comprometidos en matrimonio. Pero eso fue hace años y mucho ha ocurrido desde entonces. Lo cierto es que, desde que ambos quedaron viudos, Alfredo la ha perseguido sin descanso, pero Laura se limita a un trato formal y desapegado. Lahitte siempre ha estado enamorado de ella; las malas lenguas dicen que la amaba incluso después de sus nupcias con Amelita Casamayor —Esmeralda se quedó en silencio mientras estudiaba a Laura—. Es una mujer fascinante —agregó.

Nahueltruz cayó en la cuenta de que Lahitte le apretaba la cintura innecesariamente, le tomaba la mano con atrevimiento y le hablaba muy cerca del rostro. Lo fastidiaba que lo perturbasen esos detalles y no poder apartar los ojos de ella, pero sobre todo lo irritaba que Laura luciera tan a gusto cuando él pasaba un mal momento, a pesar de la compañía de Esmeralda.

A regañadientes, Lahitte entregó la mano de su compañera a Ventura Monterosa, y Laura respiró con alivio. Alfredo, decidido a aprovechar su buena fortuna, había ido al grano sin ambages, y a Laura se le agotaban los argumentos.

—La he visto bailar con otros y lo he hecho pacientemente —expresó Ventura—. De ahora en más, usted sólo bailará conmigo.

—Será un placer, señor Monterosa.

—Llámeme Ventura, así yo podré pronunciar su nombre, que tanto me gusta.

Ventura Monterosa no era sólo atractivo y elegante sino divertido, y por primera vez en la noche, Laura logró distenderse y adoptar una actitud auténtica. Poseía un afilado y ocurrente sentido del humor, sus comentarios, aunque pícaros y bromistas, le daban la pauta de que bailaba con un hombre de inteligencia y conocimiento de la naturaleza humana. Supo también que había estudiado medicina en la Universidad de Montpellier y que, a pesar de no ganarse la vida como médico, sus conocimientos le resultaban de vital importancia en sus exóticos viajes. Actualmente, escribía una novela basada en sus experiencias en el Reino del Siam y en las islas de Sumatra y Borneo.

—Se convertirá en el nuevo Jules Verne —comentó Laura, fascinada porque aquellos sitios tan remotos más bien parecían parte de un mundo de fantasía que del globo terráqueo.

—Estuve leyendo las publicaciones de
La verdad de Jimena Palmer.
Usted es una gran escritora, Laura. La admiro porque se anima a plantear situaciones que son consideradas erróneamente pecaminosas o inmorales, amén de que lo hace con un estilo exquisito. Déjeme decirle que pocos tienen las agallas para firmar con sus propios nombres como lo hace usted. Ni siquiera la gran George Sand, que parecía llevarse al mundo por delante, lo hacía.

—Indiana
y
Létia
fueron mis favoritos años atrás. Desgraciadamente —añadió—, terminaron en el fuego de la cocina cuando mis tías los descubrieron debajo de mi cama.

Ventura rió expansivamente, y las parejas que bailaban en torno, incluidos Guor y Esmeralda, los contemplaron con curiosidad. Laura también reía, contagiada por el buen humor de su compañero.

—Si bien identifico un estilo literario bien diferenciado al de Sand, supongo que ella finalmente terminó influenciándola con su filosofía.

—Lo que me tocó vivir, Ventura, eso fue lo que me influenció.

Ventura Monterosa se había propuesto conocer en detalle a la mujer que bailaba entre sus brazos, pero se dijo que ése no era el momento ni el lugar. Primero se ganaría su confianza y cariño, luego descubriría sus heridas y secretos, más tarde se apoderaría de su corazón.

—La señorita Lynch luce radiante esta noche. Es una jovencita agraciada y simpática. No tardará en encontrar un cortejante dispuesto a dar la vida por ella. Pues bien —pronunció Ventura—, veo que mi querido amigo Blasco por fin se ha animado.

Blasco se acercó a Pura y, con un donaire que admiró a Laura, se disculpó con su compañero de turno y le pidió la próxima pieza. Pura le concedió una sonrisa despojada de afectación y le extendió la mano, que Blasco tomó con la delicadeza de quien maneja una pieza de cristal. Bailaron y bailaron, y Laura y Ventura coincidieron que tanto Blasco como Pura parecían inadvertidos de que el salón se hallaba colmado de gente y de que una fiesta tenía lugar en torno a ellos. Era Blasco quien hacía la plática, mientras Pura se limitaba a sonrojarse o a responder con monosílabos.

José Camilo Lynch y Climaco Lezica se aproximaron a la pareja de tórtolos, y Pura, apremiada por el gesto elocuente de su padre, debió renunciar a su compañero y aceptar la invitación de Lezica. Blasco, en tanto, se retiró a un rincón, donde se echó en una silla y se dedicó a contemplar con desprecio al hombre que le había arrebatado lo que él evidentemente codiciaba.

—Vamos al jardín —propuso Ventura—. Un cambio de escena es lo más razonable.

Laura aceptó de buen grado. El aire viciado del salón, las copas de champán y el exceso de valses la hicieron anhelar un descanso. Se tomó del brazo de Monterosa como si se tratara de un áncora. Caminaron hacia la puertaventana que conducía a la terraza. El contraste entre el bochorno de la sala y el aire frío de la noche sorprendió a Laura, apenas cubierta por el delicado encaje de su vestido, y le arrancó un jadeo. De inmediato, Ventura se quitó el saco y lo echó sobre sus hombros. Descendieron las escalinatas y caminaron por el jardín hacia la pérgola; allí se sentaron para admirar el cielo. Ventura, gran conocedor de las constelaciones de ambos hemisferios, se las señalaba.

—Creo que deberíamos regresar —indicó Laura, y se puso de pie—. Purita se preguntará adonde estoy.

Monterosa la siguió sin oponerse y se atrevió a colocar la mano en la parte baja de la espalda de Laura para guiarla. Era juicioso dejar la pérgola y la plática susurrada; se le hacía difícil mantenerse incólume con ese rostro tan cerca. Apenas habían alcanzado la terraza cuando Laura se estremeció y tambaleó hacia atrás. Ventura atinó a sujetarla y Laura terminó ocultando el rostro en su pecho.

—¿Qué pasa, Laura? ¿Qué sucede?

—Nada, nada. Un mareo. Regresemos al jardín, por favor.

Ventura examinó la oscuridad de la terraza, apenas iluminada por las luces del salón que bañaban una parte del solado. Envueltos en la penumbra de un rincón, logró distinguir claramente a Lorenzo Rosas y a Esmeralda Balbastro enzarzados en un beso que, incluso a él, que se jactaba de no asombrarse fácilmente, lo dejó boquiabierto.

La resignación llegó con el amanecer. Durante la noche, completamente desvelada, Laura repasó una y otra vez su vida y llegó a la conclusión de que no seguiría desperdiciándola por un hombre que hacía tiempo había dejado de amarla. Ciertamente, ella aún lo amaba, pero había perdido la habilidad para influenciarlo. Quedaba claro que Guor ni siquiera la odiaba, simplemente no la consideraba; con su indiferencia, sin embargo, la lastimaba profundamente; era él y no ella quien todavía contaba con ese poder. Debía aceptar que lo había perdido.

Al mediodía, Agustín almorzó en la casa de la Santísima Trinidad y mayormente se comentó acerca del éxito de la fiesta de Purita Lynch. Luego del café, Laura invitó a su hermano al jardín. En silencio, recorrieron los caminos de adoquines que serpenteaban entre rosales, dalias, retamas, agapantos y tantas especies que la abuela Ignacia todavía cuidaba con afán a pesar de sus años. Tomaron asiento en una banqueta bajo el roble que el bisabuelo Abelardo había plantado a principios de siglo.

—Te encuentro muy bien —comentó Agustín, y besó la mano de su hermana.

—Sobreviviendo —admitió ella—. No voy a mentirte, no a ti que me conoces tan bien. Es muy difícil tolerar la indiferencia de Nahueltruz después de haber significado tanto el uno para el otro. Con todo, he decidido que no puedo aferrarme al pasado simplemente porque no existe. Debo continuar con mi vida.

Other books

Dreaming August by Terri-Lynne Defino
The Great Santini by Pat Conroy
Godmother by Carolyn Turgeon
Undercover by Beth Kephart
Physical Education by Bacio, Louisa
Wings in the Night by Robert E. Howard