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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción

Islas en el cielo (15 page)

BOOK: Islas en el cielo
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El comandante hizo una pausa, mirando fijamente hacia el espacio, como si pudiera ver fuera de la cabina y observar los desiertos ardientes de aquel mundo tan distante.

«—Sí —continuó al fin—, Mercurio es tremendo. Contra el frío se puede luchar, pero el calor es otro problema. Supongo que no debería decirlo yo, pues al fin fué el frío el que me venció…

»Lo que no esperábamos encontrar en Mercurio era vida, aunque la Luna debió habernos servido de lección. Tampoco allí esperó nadie que la hubiera. Y si alguien me hubiera dicho: “Suponiendo que haya vida en Mercurio, ¿dónde irías a buscarla?”, habría respondido de inmediato: “Pues, en la zona crepuscular, naturalmente.” Y en eso me habría equivocado por completo.

»Aunque a ninguno nos agradó la idea, decidimos echar por lo menos un vistazo al hemisferio nocturno. Tuvimos que trasladar la nave unos ciento cincuenta kilómetros para alejarnos de la zona crepuscular, y descendimos sobre una colina baja y chata, a unos kilómetros de una cadena de montañas de aspecto interesante. La roca sobre la que estábamos tenía una temperatura de quinientos grados bajo cero, pero nuestra calefacción nos protegía adecuadamente. Aun sin ella, la temperatura interior bajó muy lentamente, pues había un vacío casi completo a nuestro alrededor, y las paredes plateadas del casco reflejaban casi todo el calor que perdíamos por radiación. En una palabra, vivíamos dentro de un gran termo y nuestros cuerpos también generaban bastante calor.

»Así y todo, nada podíamos averiguar quedándonos dentro de la nave, de modo que tuvimos que ponernos nuestros trajes espaciales y salir de ella. Los trajes que usábamos habían sido probados a fondo en la Luna durante el período nocturno, el que es casi tan frío como en Mercurio, pero ninguna prueba puede igualarse a lo verdadero. Por eso es que salimos tres de nosotros. Si uno se veía en dificultades, los otros dos podrían llevarlo de regreso a la nave.

»Yo formé parte de aquel primer grupo. Anduvimos dando unas vueltas durante treinta minutos, tomando las cosas con calma y comunicándonos por radio con la nave. Gracias a Venus, la oscuridad no era tan absoluta como temíamos. El planeta pendía en el cielo, iluminándolo todo de tal manera que hasta se proyectaban algunas sombras. También eran visibles la Tierra y la Luna que formaban una hermosa estrella doble justo sobre el horizonte y daban bastante luz, de modo que en ese sentido no tuvimos grandes dificultades. Pero ni Venus ni la Tierra prestaban el menor calor a aquella tierra helada.

»Al navío no podíamos perderlo de vista, pues era el objeto más prominente en varios kilómetros a la redonda y, además, habíamos colocado un reflector muy potente en su proa. Con cierta dificultad logramos romper unos pedazos de roca y llevarlos con nosotros. No bien entramos con ellos en la cámara de compresión ocurrió algo muy extraño, pues instantáneamente se cubrieron de escarcha y se formaron sobre ellos unas gotas de líquido que comenzaron a caer al suelo y evaporarse. Era el aire de la nave que se condensaba sobre los fragmentos helados de roca. Tuvimos que esperar media hora antes de que se calentaran lo suficiente como para tocarlos.

»Una vez seguros de que nuestros trajes podrían soportar la exposición a las condiciones imperantes en el hemisferio nocturno, hicimos viajes más largos, aunque nunca nos alejamos de la nave por más de un par de horas. Aun no habíamos llegado a las montañas, que estaban demasiado lejos. Yo solía pasarme horas observándolas por el telescopio electrónico, ya que había la luz suficiente para ello.

»Un día vi algo que se movía. Tanto me asombró esto que por un momento me quedé completamente inmóvil y con los ojos desorbitados. Después me recobré lo suficiente como para poner en funcionamiento la cámara.

»Ustedes deben haber visto la película. No es muy nítida debido a la poca luz; pero muestra la ladera de la colina con una especie de alud en primer plano y algo grande y blanco rebuscando entre las rocas. Cuando lo vi por primera vez parecía un espectro y puedo asegurarles que me asusté bastante. Después me sobrepuse con el entusiasmo de aquel descubrimiento y me dediqué a observarlo. No vi mucho, pero tuve la impresión general de un cuerpo más o menos esférico con cuatro patas por lo menos. Al fin desapareció y no volví a avistarlo.

»Naturalmente, dejamos todo lo demás y sostuvimos una conferencia urgente. Por suerte para mí, se me había ocurrido filmar la película, pues de otro modo me habrían acusado de embustero. Todos concordamos en que debíamos tratar de acercarnos a aquel ser; sólo faltaba saber si sería peligroso.

»No disponíamos de armas de ninguna clase, pero en la nave había una pistola de señales con la que por lo menos podríamos asustar a cualquier bestia que nos atacara. Yo llevé la pistola y mis dos acompañantes, que eran el navegante Borrell y el telegrafista Glynne, se munieron de un par de barrotes pesados. También llevábamos cámaras y equipos de luces por si podíamos obtener algunas fotos buenas. Calculamos que el número acertado de expedicionarios sería el de tres. No convendría mandar menos, y si el extraño ser era realmente peligroso, ni con toda la tripulación podríamos haberlo contenido.

»Tardamos más o menos una hora en cubrir el trayecto de ocho kilómetros que había hasta las montañas. Los de la nave constataron nuestro derrotero por medio de la radio y uno de los tripulantes estudiaba los alrededores con el telescopio a fin de advertirnos si se presentaba algún ser viviente. No creo que nos sintiéramos en peligro; estábamos demasiado entusiasmados para ello, y no creíamos posible que pudiera dañarnos ningún animal mientras lleváramos puestos los trajes espaciales. La poca gravedad y la fuerza extra que nos daba este detalle nos hizo ganar confianza.

»Al fin llegamos al deslizamiento de rocas e hicimos un descubrimiento muy raro. Por allí había estado alguien reuniendo piedras y rompiéndolas, ya que había varias pilas de fragmentos rotos por los alrededores. Resultaba difícil interpretar el significado de esto, a menos que la criatura que buscábamos hallara su alimento entre las piedras.

»Recogí algunas muestras para analizarlas, mientras que Glynne fotografiaba nuestro descubrimiento y daba parte a la nave. Después comenzamos a recorrer los alrededores, manteniéndonos juntos por si acaso. La parte en que había ocurrido el deslizamiento de las rocas tenía un kilómetro y medio de anchura, y parecía como si hubiera cedido toda la ladera y se hubiese deslizado hacia abajo. Nos preguntamos qué sería lo que había causado aquello, pues no hay allí cambios climáticos. Además, como no hay erosión, no podíamos calcular en qué época se había producido la avalancha.

»Imagínense ahora el aspecto que presentaríamos al saltar por entre aquella maraña de rocas destrozadas, con la Tierra y Venus destacándose en el cielo como dos estrellas de primerísima magnitud y las luces de nuestra nave ardiendo en el horizonte. Ya para entonces estaba convencido de que nuestra presa debía ser un comedor de rocas, pues no parecía haber ninguna clase de alimentos en aquel planeta tan desolado.

»De pronto resonó en mi receptor el grito de Glynne que exclamaba: “¡Allí está! ¡Miren hacia aquel farallón!”.

»Nos volvimos para mirar y entonces pude ver bien al mercuriano. Se parecía más que nada a una araña gigantesca o quizás a uno de esos cangrejos de patas largas y delgadas. Su cuerpo era una esfera de un metro de diámetro y tenía un color blanco plateado. Al principio creíamos que contaba con cuatro patas, pero después descubrimos que eran en realidad ocho, cuatro de las cuales las llevaba de reserva bien pegadas al cuerpo. Las ponía en uso cuando el increíble frío de las rocas comenzaba a traspasar las capas de uñas aisladoras que formaban sus pies o cascos. Cuando se le enfriaban las patas, las subía y bajaba las de reserva.

»También tenía dos miembros delanteros, los que usaba en ese momento en rebuscar entre las rocas. Ambos terminaban en garras o pinzas córneas que daban la impresión de ser peligrosas. No había cabeza, sino sólo una protuberancia pequeña sobre la esfera que formaba el cuerpo. Después descubrimos que allí tenía dos ojos muy grandes para ver a la luz leve de las estrellas en el hemisferio nocturno, y dos pequeños para sus excursiones por la zona crepuscular más iluminada. Los ojos grandes, más sensitivos que los otros, los cerraba al andar por la luz.

»Lo observamos fascinados mientras pasaba por entre las rocas, deteniéndose aquí y allá para tomar una y hacerla polvo entre sus pinzas. Después aparecía algo similar a una lengua y con ella engullía el polvo.

»Borrell preguntó: “¿Qué andará buscando? Esas rocas parecen muy blandas. ¿No serán de tiza?” Luego de mirar un momento, le respondí: “Lo dudo. Su color no es el de la tiza y ésta se forma sólo en el fondo de los mares. En Mercurio nunca ha habido grandes volúmenes de agua”.

»Glynne propuso que nos acercáramos más. “Desde aquí no puedo fotografiarlo bien. Tiene aspecto imponente, pero no creo que nos haga daño; lo más probable es que eche a correr no bien nos vea”.

»Empuñé la pistola de señales con más firmeza y le dije que podíamos avanzar, aunque advertí que debíamos hacerlo con lentitud y detenernos en cuanto nos descubriera el animal. Estábamos a unos treinta metros antes de que la bestia diera señales de interesarse en nosotros. Entonces giró sobre sus patas y pude ver sus grandes ojos que nos miraban al resplandor de Venus. Glynne pidió permiso para usar la lámpara relámpago, pues la luz no era suficiente para tomar una foto bien nítida. Tras un momento de vacilación le dije que lo hiciera. El animal hizo un movimiento brusco al relucir la luz de magnesio, y oí que Glynne exhalaba un suspiro de alivio al tiempo que comentaba: “Bueno, por lo menos ya tenemos una foto. ¿No podría tomar otra desde más cerca?”.

»Le contesté que no, agregando: “Podrías asustarlo o fastidiarlo, lo cual sería peor. No me gustan esas pinzas. Probemos de demostrarle que somos amigos. Quédense aquí mientras me adelanto; así no pensará que queremos atacarle todos”.

»Bueno, todavía sigo opinando que la idea no era mala; pero en aquellos días ignoraba yo las costumbres de los mercurianos. Cuando comencé a avanzar con lentitud, el animal pareció ponerse rígido, como un perro que defiende un hueso…, y por la misma razón, según calculé. Se irguió en toda su estatura, que llegaba casi a los dos metros y medio, y luego comenzó a mecerse de atrás hacia adelante, muy a semejanza de un globo cautivo movido por la brisa.

»Borrell me gritó que me volviera, que no debía arriesgarme tanto. “No pienso arriesgarme”, repuse. “No es fácil caminar hacia atrás estando dentro de un traje espacial, pero voy a intentarlo”.

»Había logrado retroceder unos metros cuando movió la bestia uno de sus miembros y asió una piedra. Su actitud era tan humana que comprendí lo que iba a pasar e instintivamente cubrí mi visor con el brazo. Un momento más tarde sentí que algo golpeaba la parte inferior de mi traje espacial con fuerza terrible. No me hizo daño, pero vibró todo el traje durante varios segundos, tiempo durante el cual contuve el aliento, esperando el zumbido fatal del aire que escapara por alguna abertura. Pero el traje resistió el impacto, aunque pude ver una abolladura bastante profunda en la parte correspondiente al muslo izquierdo. Seguro de que tal vez no sería tan afortunado si ocurría un nuevo ataque, decidí usar mi arma para distraer a la bestia.

»El cohete luminoso flotó muy lentamente en dirección a las estrellas, inundando el paisaje con una luz potente que hizo perder brillo a la de Venus. Entonces sucedió algo que no íbamos a entender hasta mucho después. Ya había visto yo un par de bultos a cada lado del cuerpo del mercuriano, y mientras lo estábamos observando vimos abrirse esas protuberancias como la cubierta que tienen los escarabajos para las alas y de debajo de ellas aparecieron un par de alas negras y muy anchas. Tanto me asombró ver algo así en un mundo casi sin aire que me detuve de pronto. Después se extinguió la luz del cohete y al mismo tiempo se plegaron las alas para ser cubiertas nuevamente por sus protectores córneos.

»El animal no pareció dispuesto a seguirnos y no encontramos otros en aquella ocasión. Como han de imaginar, nos sentimos muy intrigados, y nuestros compañeros del navío casi no pudieron creernos cuando les contamos lo sucedido. Naturalmente, ahora que conocemos la respuesta del misterio, nos parece muy sencillo.

»Aquello que vimos desplegarse no eran realmente alas, aunque lo habían sido millones de años atrás, cuando Mercurio tenía su atmósfera. La bestia que habíamos descubierto era uno de los casos de adaptación más maravillosos que existen en el sistema solar. Su vivienda normal es la zona crepuscular; pero como los minerales de que se alimenta se han agotado en esos lugares, tiene que internarse a buscarlos en el hemisferio nocturno. Todo su cuerpo ha cambiado para resistir ese frío increíble, y ésa es la razón de que sea de color blanco plateado, pues este color deja escapar la menor cantidad posible de calor. Aun así, no puede permanecer indefinidamente en la zona nocturna, y debe volver cada tanto a la crepuscular, lo mismo como las ballenas de la tierra que tienen que subir a la superficie a aspirar aire. Cuando ve de nuevo el sol, despliega esas alas negras que son en realidad absorbentes de calor. Supongo que el cohete luminoso habrá provocado en él esa reacción, o quizá quiso absorber el poco calor que irradiaba.

»La carencia de alimentos debía
ser
tremenda para que la naturaleza hubiera tomado medidas tan drásticas. Los mercurianos no son realmente salvajes, pero tienen que luchar entre sí para sobrevivir. Como la cubierta córnea de sus cuerpos es casi invulnerable, atacan a las piernas. Una vez que queda impedido en la zona nocturna está condenado a morir, pues no puede llegar a la crepuscular antes de que se le agoten las reservas de calor. Por eso han aprendido a arrojar piedras a las patas de sus congéneres con puntería extraordinaria. Mi traje espacial debe haber intrigado al ejemplar que encontramos, no obstante lo cual hizo todo lo posible por dejarme impedido. Como me enteré poco después, había cumplido su propósito demasiado bien.

»Todavía no sabemos mucho respecto a esos seres, a pesar de los esfuerzos que se han hecho para estudiarlos. La verdad es que tengo una teoría que me gustaría se investigara. Me parece que, tal como algunos mercurianos se han adaptado de manera de poder recorrer la zona nocturna, puede haber otra variedad que haya entrado en el hemisferio diurno. Mucho me gustaría saber qué aspecto tendrán esos otros».

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