En una casa de los suburbios de Londres, vive un familia como cualquiera otra, hasta el día en que fallece el padre y en que los hijos deben asumir la gestión de la casa y de sus propias vidas, ya que la madre padece una grave enfermedad que la obliga a permanecer encerrada en su cuarto. Esta repentina e inesperada ausencia de la autoridad, del punto de referencia que siempre es un padre, lleva esta pequeña comunidad de adolescentes a crear una nueva organización, un nuevo sistema de vida, que, gracias a una gradual escalada de insólitas situaciones, los convierte en seres extraños, que actúan de un modo poco usual, ajenos a las normas que rigen una sociedad patriarcal como la nuestra. ¿Serán pequeños monstruos, o simplemente seres de otra galaxia? ¿Cómo afrontarán el despertar del sexo, la muerte, la convivencia, la justicia, la violencia? Contada por el hijo de 16 años, esta historia es, según el autor, “un relato, algo estremecedor, acerca de las cadenas edípicas que a la vez amenazan y cimientan las relaciones familiares”.
Ian McEwan
Jardín de cemento
ePUB v1.0
Flambeau11.03.12
Título original:
The Cement Garden
Autor: Ian McEwan
Fecha publicación original: 1978
Tusquets Editores, Mayo 1982
Andanzas CA 4
ISBN: 978-84-7223-204-4
Traducción de Antonio-Prometeo Moya
Yo no maté a mi padre, pero a veces me he sentido como si hubiera contribuido a ello. Y, de no ser porque coincidió con un momento específico de mi desarrollo físico, su muerte me pareció insignificante comparada con lo que siguió. Mis hermanas y yo hablamos de él durante la semana que siguió a su muerte y, a decir verdad, Sue se echó a llorar cuando los enfermeros lo envolvieron en una manta rojo chillón y se lo llevaron. Era un hombre frágil, irascible, obsesivo y de manos y rostro amarillentos. Si incluyo aquí el breve relato de su muerte es únicamente para explicar por qué mis hermanas y yo tuvimos a nuestra disposición tanto cemento.
A principios del estío en que yo tenía catorce años, un camión se detuvo ante nuestra casa. Yo estaba sentado en la escalinata de la fachada y releía un tebeo. El conductor y otro sujeto se me acercaron. Estaban cubiertos de una fina capa de polvo blanco que daba a su cara un aspecto fantasmal. Ambos silbaban una canción estridente, y las dos canciones eran del todo distintas. Me puse de pie y oculté el tebeo. Habría preferido estar leyendo la crónica del fútbol o los resultados de las carreras hípicas en el periódico de mi padre.
—¿Cemento? —dijo uno.
Enganché los pulgares en el bolsillo, me apoyé en el otro pie y entorné un tanto los ojos. Quería decir algo escueto y oportuno, pero no estaba seguro de haberles oído bien. Tardé demasiado, pues el que había hablado miró al cielo y, con las manos en las caderas, pasó a mi lado camino de la puerta. Se abrió ésta y salió mi padre mordisqueando la pipa y sujetando un cartapacio contra la cintura.
—Cemento —repitió el hombre, esta vez en tono descendente.
Mi padre asintió. Doblé el tebeo, me lo guardé en el bolsillo trasero y seguí a los tres hombres, sendero arriba, hacia el camión. Mi padre se alzó de puntillas para mirar por encima del lateral, se quitó la pipa de la boca y asintió otra vez. El que aún no había hablado dio un golpe brusco con la mano. Se soltó una espiga y el lateral del camión cayó con gran estruendo. Los sacos de cemento, bien prietos, estaban alineados en dos filas en la caja del camión. Mi padre los contó, echó un vistazo al cartapacio y dijo:
—Quince.
Los dos hombres emitieron un gruñido. Me gustaba aquel tipo de conversación. «Quince», dije para mí. Los hombres cargaron al hombro un saco cada uno y desandamos el sendero, esta vez conmigo delante y mi padre inmediatamente detrás. Al doblar por el lateral de la casa, señaló la trampilla del carbón con la boquilla de la pipa, que estaba mojada. Los hombres lanzaron por la trampilla los sacos y volvieron a buscar más al camión. Mi padre hizo una marca en el cartapacio con el lápiz que colgaba del mismo mediante un cordel. Giró sobre sus talones y se mantuvo a la espera. Yo me apoyé en la valla. No sabía para qué era el cemento, y tampoco quería permanecer al margen de todo aquel trabajo a causa de mi ignorancia. También yo fui contando los sacos y, cuando todos estuvieron dentro, me coloqué junto a mi padre, que en aquel momento firmaba el albarán de entrega. Entonces, sin decir palabra, entró en casa.
Aquella noche mis padres discutieron a propósito del cemento. Mi madre, una persona más bien tranquila, estaba furiosa. Quería que mi padre devolviera toda la carga. Acabábamos de cenar. Mientras hablaba con mi madre, mi padre rascaba con un cortaplumas los pegotes negros de la cazoleta de la pipa; los pegotes caían en la comida, que apenas había probado. Sabía cómo utilizar la pipa contra mi madre. Ésta argumentaba que tenían poco dinero y que Tom no tardaría en necesitar ropa nueva para ir al colegio. Él volvió a colocarse la pipa entre los dientes, como si fuera una parte más de su anatomía, y la interrumpió para decir que la devolución de los sacos era
inadmisible
y que la discusión había terminado. Como había visto con mis propios ojos el camión, los pesados sacos y los hombres que los habían transportado, me pareció que él tenía razón. Pero qué engreído y ridículo me pareció al verlo sacarse la pipa de la boca, sujetada por la cazoleta y apuntar a mi madre con la boquilla negra.
Ella se enfureció aún más y se le quebró la voz de indignación. Julie, Sue y yo nos escabullimos escaleras arriba hacia el dormitorio de Julie, y cerramos la puerta. Los altibajos de la voz de mi madre nos llegaban a través del suelo, pero no entendíamos las palabras.
Sue se tendió en la cama, riendo con los nudillos en la boca, mientras Julie ponía una silla contra la puerta. Entre los dos desnudamos rápidamente a Sue y, cuando le bajábamos las bragas, nos rozamos las manos. Sue era bastante delgada. Tenía la piel pegada a las costillas, y el terso perfil muscular de ambas nalgas se parecía extrañamente a sus paletillas. Una tenue mata pelirroja le crecía entre las piernas. El juego consistía en que Julie y yo éramos científicos que examinaban a una criatura del espacio. Hablábamos con voz entrecortada, imitando el acento alemán, mientras nos mirábamos por encima del cuerpo desnudo. De abajo nos llegaba el murmullo cansado y monótono de la voz de nuestra madre. Julie tenía los pómulos altos, lo que le confería un acusado parentesco con algún extraño animal salvaje. Bajo la luz eléctrica, sus ojos eran negros y grandes. Los dos dientes delanteros le quebraban la suave línea de la boca y tenía que hacer un pequeño mohín para ocultar su sonrisa. Yo me moría de ganas de examinarla a ella, pero el juego no lo permitía.
—¿Y bien?
Pusimos a Sue de costado y luego boca abajo. Le acariciamos la espalda y los muslos con las uñas.
Le miramos dentro de la boca y entre las piernas con una linterna, y nos detuvimos en el conejito de carne.
—¿Qué oppina ustet de essto, herr doktor?
Julie le acariciaba el conejito con un dedo humedecido, y un ligero temblor recorría la columna vertebral de Sue. Observé más de cerca. Me humedecí el índice y lo deslicé por el de Julie.
—Nadda imporrtante —sentenció ella al poco, y le cerró la rajita con el índice y el pulgar—. Perro habrrá ke obserfarr cómo se desarrolla, ja?
Sue nos pidió que continuáramos. Julie y yo nos miramos como si entendiéramos, sin entender nada.
—Le toca a Julie —dije.
—No —contestó, como siempre—. Te toca a ti.
Todavía de espaldas, Sue nos suplicaba que siguiéramos. Crucé la habitación, recogí la falda de Sue y se la arrojé.
—Inadmisible —dije con una pipa imaginaria—. La discusión ha terminado. —Me encerré en el cuarto de baño y me senté en el borde del váter con los pantalones en los tobillos. Pensé en los dedos morenos de Julie entre las piernas de Sue, y me la sacudí hasta conseguir una rápida y seca descarga de placer. Me quedé encogido después del espasmo y entonces me di cuenta de que las voces de abajo habían desaparecido hacía rato.
A la mañana siguiente bajé al sótano con Tom, mi hermano menor. El sótano era grande y estaba dividido en una serie de cubículos. Tom se me agarró del costado mientras bajábamos la escalera de piedra.
Él había oído hablar de los sacos de cemento y quería verlos. La trampilla del carbón daba al cubículo mayor, y los sacos estaban amontonados, tal como habían caído, sobre lo que quedaba del carbón del año anterior. Junto a una pared había un gran baúl de hojalata, relacionado con la breve estancia de mi padre en el Ejército y que durante un tiempo se utilizó para separar el coque del otro carbón. Tom quería mirar dentro, de modo que alcé la tapa. Estaba vacío y negro, tan negro que a la luz mortecina del sótano no alcanzábamos a ver el fondo. Convencido de que miraba a un profundo agujero, Tom se sujetó al borde, lanzó un grito al interior y esperó el eco. Como nada ocurría, me pidió que le enseñara los demás cubículos. Lo llevé al más cercano a las escaleras. La puerta estaba bastante desvencijada y, cuando la empujé, se vino abajo. Tom se echó a reír y en aquella ocasión sí se oyó el eco procedente del cubículo que acabábamos de dejar. En el que teníamos delante había cajas de cartón con ropa mohosa, ropa que yo nunca había visto. Tom encontró algunos de sus juguetes viejos. Los revolvió despectivamente con el pie y me dijo que eran para niños pequeños. Tirada tras la puerta había una cuna vieja, de latón, en la que todos habíamos dormido alguna vez. Tom quería que se la montase, y le dije que también las cunas eran para los niños pequeños.
Al pie de la escalera nos encontramos con nuestro padre, que bajaba a buscamos. Me buscaba, dijo, para que le echara una mano con los sacos.
Lo seguimos hasta el cubículo más grande. Tom tenía miedo de nuestro padre y avanzaba detrás de mí. Julie me había dicho hacía poco que papá estaba ya medio inválido y que tendría que competir con Tom para disputarse la atención de mamá. Era una brillante ocurrencia, y reflexioné sobre ella durante bastante tiempo. Tan sencillo, tan fantástico, un chico y un adulto compitiendo. Después pregunté a Julie quién ganaría y ella me contestó sin vacilar:
—Tom, por supuesto, y papá se vengará de él.
El caso es que papá era muy estricto con Tom, siempre se metía con él como para provocarle. Utilizaba a mamá contra Tom mucho más de lo que utilizaba la pipa contra ella. «No hables así a tu madre», o «Ponte derecho cuando tu madre te habla». Ella lo aceptaba todo en silencio. Si papá salía entonces de la habitación, ella dirigía una breve sonrisa a Tom o le revolvía el pelo con la mano. Tom se había apartado de la puerta y observaba cómo entre los dos arrastrábamos de uno en uno los sacos, que íbamos colocando en dos pulcras hileras junto a la pared; por lo del ataque al corazón, a mi padre le habían prohibido aquella clase de esfuerzos, pero yo me aseguraba de que cargase tanto peso como yo.
Cuando nos agachábamos y cada uno asía un extremo del saco, me daba cuenta de que él se retrasaba, en espera de que yo hiciese todo el esfuerzo. Pero yo decía: «Uno, dos, tres…», y tiraba sólo cuando le veía los brazos en tensión. Si iba a llevar yo la peor parte, quería que lo reconociese en voz alta.