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Authors: David Safier

Tags: #Humor

Jesús me quiere (2 page)

BOOK: Jesús me quiere
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—Bueno, no estaría mal algo más grande… si queremos tener hijos.

¿Hijos? ¿Acababa de decir «hijos»? En mis tiempos de
single
miraba a las madres con envidia, pero desde que estaba con Sven pensaba que aún tenía tiempo antes de ponerme a explicar en plan zombie con ojeras lo muy realizada que me sentía.

—Yo… creo que deberíamos disfrutar un poco más de la vida en pareja —apunté.

—Yo tengo treinta y nueve años y tú treinta y cuatro. Con cada año que esperemos, aumentará la posibilidad de tener un hijo disminuido —explicó Sven.

—Bonita manera de convencer a una mujer para que tenga hijos —repliqué intentando esbozar una sonrisa.

—Perdona. —Sven siempre se disculpaba enseguida.

—No pasa nada.

—Pero… Tú también quieres tener hijos, ¿no? —preguntó.

No supe qué contestar. ¿Quería tenerlos de verdad? Mi paréntesis se acercó amenazadoramente al minuto de silencio y Sven, cada vez más inseguro, insistió:

—¿Verdad, Marie?

Como no podía soportar ver sufrir a aquel encanto de hombre, bromeé:

—Claro que sí, quince.

—Un equipo de fútbol, más los reservas —dijo sonriendo feliz.

Luego me besó en el cuello. Así solía empezar él los preliminares. Pero, en contra de lo habitual, le costó mucho ponerme a tono.

Capítulo 3

«La depuradora de aguas residuales cumplirá treinta años», tecleé como titular de mi nuevo artículo de portada sin el más mínimo brío. Al acabar los estudios de Periodismo, aún esperaba conseguir trabajo en una revista de la categoría de
Spiegel
, pero seguramente tendría que haber sacado mejores notas. Así pues, al principio fui a parar a Múnich, a la revista
Anna
, una publicación para la mujer moderna, de la que, como mucho, podías leer con interés media página. No era un trabajo de ensueño, pero en los días buenos me sentía casi como Carrie, la de
Sexo en Nueva York
. Para ser como ella, sólo me faltaba un presupuesto de cinco cifras para ropa de marca y una liposucción.

A lo mejor me habría quedado eternamente en
Anna
. Pero, por desgracia, Marc pasó a ser el redactor jefe. Por desgracia, era superencantador. Por desgracia, nos hicimos pareja. Por desgracia, me engañó con una azafata esbelta y, por desgracia, yo no reaccioné con tanta serenidad como debería: intenté atropellarlo con el coche.

Bueno, no iba realmente en serio.

Pero él tuvo que dar un pequeño salto para apartarse del camino.

Después de esa acción, me despedí de
Anna
y, con mi
currículum
poco óptimo, el único trabajo que encontré en el trillado mercado de periodistas fue precisamente en el
Malenter Kurier
, y sólo porque mi padre conocía al editor. Regresar a mi pueblo a los treinta y un años fue como pasearme con un cartel que dijera: «Hola, he fracasado por completo en la vida».

* * *

La única ventaja de trabajar en una redacción tan trasnochada era que tenía tiempo de pensar en la distribución de los invitados a la boda, que ya se sabe que es toda una ciencia. Me preocupaba sobre todo la cuestión de cómo tenía que colocar a mis padres divorciados. Mientras me estrujaba la cabeza, mi padre entró en la oficina y me complicó aún más la distribución de los invitados. Lo complicó hasta causarme migraña.

—Tengo que explicarte urgentemente una cosa —me saludó.

Me sorprendió verle la cara radiante, en vez de pálida como de costumbre. Se había echado un buen chorro de colonia y, cosa rara, se había peinado el poco pelo que le quedaba.

—¿No puedes esperar un poco, papá? —pregunté—. Ahora no tengo tiempo, hoy me toca escribir un artículo sobre lo que nunca habría querido saber de la eliminación de excrementos.

—Tengo novia —soltó.

—E… E… Eso es fantástico —balbuceé, y me olvidé de los excrementos.

¿Mi padre tenía novia? Eso era sin duda una sorpresa. Conjeturé quién sería esa mujer: ¿quizás una mujer mayor del coro de la iglesia? O una paciente de su consulta de Urología (aunque preferí no imaginar con demasiada exactitud su primer encuentro).

—Se llama Swetlana —dijo mi padre radiante.

—¿Swetlana? —repetí mientras intentaba apartar de mi mente todos los prejuicios contra los nombres de mujer que sonaban a eslavo—. Suena… agradable…

—No sólo es agradable. Es fantástica —dijo aún más radiante.

Dios mío, ¡estaba enamorado! Por primera vez en veinte años. Y, aunque siempre se lo había deseado, no estaba segura de cómo debía valorarlo.

—Seguro que te entenderás muy bien con Swetlana —dijo mi padre.

—¿Ah, sí?

—Tenéis la misma edad.

—¿Qué?

—Bueno, casi.

—¿Qué quieres decir? ¿Que tiene cuarenta años? —pregunté.

—No, veinticinco.

—¿Cuántos?

—Veinticinco.

—¿CUÁNTOS?

—Veinticinco.

—¿¿¿CUÁNTOS???

—¿Por qué lo preguntas tantas veces?

Porque, ante la idea de que mi padre tenía una novia de veinticinco años, mi cerebro estaba a punto de sufrir una fusión nuclear.

—¿De… de… de dónde es? —pregunté esforzándome por contenerme.

—De Minsk.

—¿Rusia?

—Bielorrusia —me corrigió.

Desconcertada, eché un vistazo a mi alrededor, esperando descubrir una cámara oculta en algún rincón.

—Ya sé qué estás pensando —dijo mi padre.

—¿Que tiene que haber una cámara oculta?

—De acuerdo, no sé qué estabas pensando.

—¿Y qué pensabas que estaba pensando? —pregunté.

—Que Swetlana va detrás de mi dinero porque la conocí en Internet, en una página de contactos…

—¿Que la conociste DÓNDE? —lo interrumpí.

—En www.amore-esteuropa.com.

—Oh, www.amore-esteuropa.com, ¡parece muy serio!

—Eres muy irónica, ¿no?

—Y tú, ingenuo —repliqué.

—La página www.portalescontactos-test.com tiene los mejores
ratings
—argumentó.

—Ah, bueno, si www.portalescontactos-test.com lo dice, seguro que Swetlana es una mujer muy noble y no le interesa ni tu dinero ni la nacionalidad alemana —dije con acritud.

—¡Tú no conoces a Swetlana! —exclamó mi padre muy ofendido.

—¿Tú sí?

—El mes pasado estuve en Minsk…

—Para, para, para; ¡frena el carro! —Me levanté de un salto de la silla y me planté delante de él—. A mí me contaste que ibas a Jerusalén con el coro de la parroquia. Te hacía mucha ilusión ver la iglesia del Santo Sepulcro.

—Mentí.

—¿Le mentiste a tu propia hija?

No me lo podía creer.

—Porque me lo habrías impedido.

—¡Hasta empuñando un arma!

Mi padre respiró hondo.

—Swetlana es una criatura arrebatadora.

—Sí, te creo. A mí ya me está dando un arrebato —repliqué.

—Pero…

—¡Pero nada! ¡Liarse con una mujer así es de locos!

Mi padre me contestó con una mezcla de obstinación y tristeza:

—No te alegras de mi felicidad.

Eso me tocó. Pues claro que me alegraba de su felicidad. Desde que tenía doce años, desde el día en que mi madre lo abandonó, siempre quise volver a verlo feliz.

* * *

Aquel día, cuando me explicó, blanco como una pared, que mamá se había ido, no podía creérmelo. Le pregunté si había alguna posibilidad de que volviera con nosotros.

Calló. Durante mucho rato. Al final movió la cabeza sin decir nada. Entonces se echó a llorar. Tardé en ser consciente de lo que veía: mi padre estaba llorando. Como no podía parar, lo abracé. Y lloró sobre mi hombro.

Ninguna criatura de doce años debería ver llorar así a su padre.

Yo sólo pensé: «Querido Dios, por favor, haz que todo vaya bien otra vez. Que mamá vuelva con él». Pero mi oración no fue escuchada. A lo mejor Dios tenía que salvar de una inundación a la gente de Bangladesh.

Ahora mi padre volvía a ser feliz por fin, después de tantos años. Pero, en vez de alegrarme por él, sólo tenía miedo de verle llorar de nuevo. Estaba cantado que aquella Swetlana le rompería el corazón.

—Y, para que lo sepas, iré a tu boda con Swetlana —dijo decidido.

Luego se fue dando un portazo; demasiado teatral en mi opinión. Me quedé mirando la puerta y después mi mirada volvió a caer sobre la distribución de los invitados. Y apareció la migraña.

Capítulo 4

Por mucho que el pastor Gabriel pensara otra cosa, yo le rezaba a Dios a menudo. No creía al cien por cien que hubiera un Señor Todopoderoso en el cielo, pero tenía la gran esperanza de que existiera. Le rezaba cuando estaba a punto de despegar o de aterrizar en un vuelo
low cost. O
antes de la retransmisión del sorteo de la lotería. O cuando quería que el tenor del piso de abajo, que no paraba de cantar ópera a todo volumen, perdiera la voz.

Pero, sobre todo, recé para que aquella Swetlana no le rompiera el corazón a mi padre.

A Kata, mi hermana mayor, que con su melena rubia y despuntada parecía una versión rebelde de Meg Ryan, mis oraciones le parecían una bobada y así me lo dijo. Había llegado a Malente una semana antes de la boda y estábamos haciendo
footing
a orillas del lago.

—Marie —dijo Kata sonriendo—, si hay un dios, ¿por qué existen cosas como los nazis, las guerras o la música disco de los Modern Talking?

—Porque concedió el libre albedrío a los hombres —contesté citando a Gabriel.

—¿Y por qué les concedió un libre albedrío con el que se martirizan mutuamente?

Lo medité un momento y luego, dándome por vencida, respondí:

—Touchez.

Kata siempre había sido la más equilibrada de las dos. A los dieciséis años dejó los estudios, se fue a Berlín, salió del armario y comenzó su carrera de dibujante de historietas diarias en un periódico de tirada nacional. Con el título de «Hermanas». Sobre dos hermanas. Sobre nosotras.

Kata también era la que estaba en mejor forma física de las dos. Ella no resoplaba lo más mínimo, mientras que yo, al cabo de ochocientos metros, ya no encontraba tan bonito el lago de Malente.

—¿Quieres que paremos? —preguntó.

—Tengo… que perder dos kilos antes de la boda —contesté jadeando.

—Entonces sigues pesando sesenta y nueve —dijo Kata con una sonrisa burlona.

—Las sabiondas delgadas no le gustan a nadie —repliqué resollando.

—Está bien que papá tenga relaciones sexuales después de veinte años de abstinencia —comentó Kata sacando el tema de www.amore-esteuropa.com.

¿Mi padre tenía relaciones sexuales?

¡Aquello era una imagen que desearía no ver nunca! Pero, para mi espanto, acababa de perforarme el cerebro.

—Seguro que eso lo hace muy feliz y…

Kata no siguió, me tapé los oídos con las manos y me puse a cantar en voz alta:

—La-la-la, no pienso escucharte. La-la-la-la-la-la, no me interesa.

Kata cerró la boca. Yo me quité las manos de los oídos.

—Aunque los hombres que, como papá —insistió Kata sonriendo—, han pasado tanto tiempo sin una relación fija, seguro que de vez en cuando van con prostitutas…

Volví a taparme los oídos y canté tan fuerte como pude:

—La-la-la, si sigues hablando, te arreo…

Kata sonrió satisfecha.

—Siempre me ha impresionado lo madura que llegas a ser.

Yo estaba demasiado ahogada para replicar y me dejé caer agotada en un banco que estaba a la sombra de un castaño.

—Y siempre me ha impresionado que estés en tan buena forma.

Le tiré una castaña a la cabeza.

Kata se limitó a esbozar una sonrisa burlona. No era ni una décima parte tan quejica como yo. Mientras que yo me quejaba sólo con que se me rompiera una uña del pie, ella no se quejó ni una sola vez cuando, casi cinco años atrás, tuvo un tumor en la cabeza. O, como ella decía, «la oportunidad de descubrir quiénes eran sus verdaderos amigos».

* * *

Cuando estuvo tan enferma, yo volaba todos los fines de semana a Berlín para ir a visitarla a la clínica. Era duro ver que mi hermana sufría, que no podía dormir bien de tanto dolor. Las pastillas apenas le aliviaban el sufrimiento. Las infusiones tampoco. Y la quimioterapia hizo el resto: mi vigorosa hermana se convirtió en una criatura enflaquecida y sin pelo, que se cubría la calva con un insolente pañuelo estampado con calaveras. Daba la impresión de que estaba a punto de enrolarse en la
Perla Negra
, el barco pirata del capitán Sparrow. Al cabo de seis semanas, me extrañó que Lisa, la novia que Kata tenía entonces, no fuera a visitarla.

—Nos hemos separado —me explicó simplemente Kata.

—¿Y eso? —pregunté conmocionada.

—Teníamos intereses distintos —contestó Kata escuetamente.

—¿Cuáles? —inquirí desconcertada. Kata esbozó una sonrisa agridulce.

—A ella le va la vida nocturna y yo vomito por la quimio.

* * *

Mi hermana estaba firmemente decidida a vencer el tumor. Cuando le pregunté de dónde sacaba su increíble fuerza de voluntad, contestó:

—No tengo elección. Yo no creo en la vida después de la muerte.

Pero yo rezaba por Kata, evidentemente sin decírselo, eso sólo la habría puesto de los nervios.

* * *

Ahora casi lo había conseguido: si en los próximos meses no sufría una recaída, tendría por delante una larga vida. Y yo sabría de una vez por todas si Dios había escuchado mis oraciones. Porque ésa era su área de actividades. Un tumor seguro que no tenía nada que ver con el libre albedrío de las personas.

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