Juan Raro (15 page)

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Authors: Olaf Stapledon

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Juan Raro
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Trabajó varios días para desmembrar el cuerpo. Esta tarea le resultó más difícil que matar al animal, pero disponía ahora de una gran cantidad de carne, un cuero de gran valor, y una cornamenta que, después de innumerables esfuerzos, cortó en pedazos con un pedrusco. De estos pedazos obtuvo cuchillos y otros utensilios que afiló contra las rocas.

Por fin pudo alzar las manos fatigadas, cubiertas de ampollas sangrientas. Los cazadores de todos los tiempos le rindieron homenaje. Había realizado una hazaña sin par. Era un niño. Se había internado desnudo en el desierto, y lo había conquistado. Y los ángeles le sonreían y lo invitaban a aventuras más osadas.

Su vida cambió. Ahora le era bastante fácil subsistir y hasta se sentía cómodo. Instalaba trampas, lanzaba flechas y recogía verduras; pero todo esto era mera rutina. Podía llevarlo a cabo prestando atención sobre todo a los extraños y turbadores acontecimientos que comenzaban a desarrollarse en su interior.

Me es imposible, naturalmente, narrar con exactitud el aspecto espiritual de la aventura de Juan en el desierto. Ignorarlo, sin embargo, sería desconocer lo esencial. Debo, por lo menos, tratar de transcribir lo que me pareció comprensible, y que puede tener un importante significado para los seres de mi especie. Creo que hasta mi incomprensión me iluminó de algún modo.

Durante un tiempo, Juan se dedicó, principalmente, al arte. Cantaba junto a las cataratas; construía y tocaba sus caramillos en una extraña escala propia. Ejecutaba sus raras melodías a orillas del lago, en el bosque, en la montaña, y en su casa de piedra. Grababa en sus utensilios dibujos que armonizaban con la forma y uso de los mismos. En las piezas de asta y de piedra recordó simbólicamente sus aventuras con los pájaros, los peces, el ciervo. Creó curiosas formas que resumían la tragedia del
Homo Sapiens
, y la promesa de su propia especie. Al mismo tiempo, abría su alma a las formas naturales. Aceptaba y comprendía la naturaleza del páramo, el cielo y los picos. Encontraba en estos contactos con la realidad una satisfacción que también nosotros conocemos, aunque de modo confuso y débil. La belleza de las bestias y las aves que cazaba, una belleza que expresaba poder, fragilidad, vitalidad, y tontería, lo sorprendía constantemente, como una luz nueva. Las formas orgánicas parecían haberlo conmovido de un modo muy profundo, y para mí incomprensible. El ciervo que había matado y devorado, y cuyos restos utilizaba ahora diariamente, parecía tener para él un profundo simbolismo, que yo apenas podía apreciar, y que no trataré de describir. Recuerdo su exclamación:

—¡Cómo lo conocía y admiraba! Pero su muerte coronó su vida.

Esta observación resumía, creo, un nuevo punto de vista que Juan había adoptado recientemente acerca de sí mismo, el
Homo Sapiens
, y todas las cosas vivas. Nunca pude aprehender su esencia, pero alcancé a percibir unos pálidos reflejos. Intentaré transmitirlos.

Se recordará que Juan no se preocupaba, ni aun en su niñez, por las situaciones de las que era víctima. Hasta parecía complacerse en ellas. Refiriéndose a estas situaciones decía:

—Siempre pude gozar de la «verdad» y «realidad» de mis propios dolores y penas, aun cuando los detestase. Pero de pronto me encontré ante algo horrible, totalmente nuevo, y que todavía no podía identificar. Hasta entonces mis penas habían sido sólo frustraciones, aisladas y pasajeras. Y ahora veía todo mi futuro como una frustración más vívida y penosa que nunca. Comprendí que era un ser único, mucho más consciente que los demás. Empecé a conocerme, y a descubrir en mí toda clase de capacidades nuevas y sutiles. Vi al mismo tiempo, con excesiva claridad, que el
Homo Sapiens
era una raza salvaje que jamás me toleraría. Ni a mí, ni a ninguno de mi especie. Más tarde o más temprano la especie humana caería sobre mí con todo su peso. Y cuando me dije que, después de todo, eso no importaba realmente, y que yo sólo era un microbio sin importancia, excesivamente inclinado al escándalo, algo en mí afirmó imperiosamente que, aunque yo no importara, la belleza que podía crear, y el culto que empezaba a concebir, importaban, sí, de veras, y debían realizarse. Y comprendí, también, que no se realizarían, que nunca crearía esas obras maravillosas que deberían coronar mi existencia. Esta agonía no tenía ninguna relación con lo que conocí en mi niñez.

Mientras luchaba contra este horror, antes de triunfar sobre él, advirtió que para los miembros de la especie normal todos los dolores, todas las angustias del cuerpo y la mente tenían ese mismo carácter de insuperable espanto. Fue para Juan una sorprendente revelación comprender que los seres humanos normales son incapaces de desinteresarse de sus sufrimientos personales, o de prestarles verdadera atención. Por primera vez vio, claramente, las torturas que aguardan en todo momento a seres más sensitivos y conscientes que las bestias, aunque no bastante sensitivos ni enteramente conscientes. La imagen de un mundo semihumano, agobiado por pesadillas, lo oprimió hasta la desesperación.

Su actitud hacia la especie normal sufría un cambio profundo. Al huir al desierto lo dominaba el disgusto. Amaba irracionalmente a algunos de nosotros. Lo habíamos ensuciado y envenenado. Sus investigaciones en el mundo de los hombres habían sido devastadoras para una mente que, aunque superior, era aún excesivamente delicada y joven. La soledad le había curado esas heridas, devolviéndolo a la cordura. Podía ahora retroceder, y estudiar y apreciar al
Homo Sapiens
, y veía ahora que, aunque no divina, esa criatura era, después de todo, una bestia noble y hasta seductora, en verdad la más noble y seductora de todas. Admitía que el ser humano era superior a los animales, pero afirmaba, a la vez, que estaba condenado a ser siempre infiel a lo mejor de sí mismo.

Juan comprendió todo esto, y comprendió, también, por vez primera, que el
Homo Sapiens
era incapaz de aceptar con ecuanimidad sus dolores y sufrimientos. Sintió piedad entonces, una pasión que no había experimentado antes, salvo algunas raras veces, como cuando el perrito de Judy fue aplastado por un auto, y durante una dolorosa enfermedad de Pax. Y aun entonces su piedad había estado atemperada por la idea de que todo el mundo, aun la pequeña Judy, podía siempre «mirar sus sufrimientos desde fuera, y beneficiarse con ellos».

Durante muchos días, Juan se entregó a esos nuevos problemas: el carácter absoluto del mal; el hecho de que los hombres insensatos o miserables, pudiesen ser dignos de piedad y, a su modo, criaturas hermosas. No buscaba una solución intelectual, sino una verdad viva. Y aparentemente la alcanzó poco a poco. Cuando le pedí que me hablara de esa extraña verdad, me dijo:

—Quiero ver mi propio destino, y la triste situación de la especie normal, como he visto siempre, en mi infancia, los golpes, las quemaduras y los desengaños. Me deleitaban sus formas definidas, y su relación con el resto de las cosas, y la forma en que, cómo decirlo, profundizaban y vivificaban el universo. —Aquí, recuerdo, Juan se detuvo, y luego repitió—: Profundizan y vivifican el universo. Eso es lo principal. Pero no se trata de comprender, sino de ver y sentir.

Le pregunté si se refería de algún modo a Dios. Se rió y dijo:

—¿Qué sé de Dios? No más que el Arzobispo de Canterbury, y eso no es nada.

Dijo luego que, cuando McWhist y Norton lo encontraron, trataba todavía, desesperadamente, de solucionar ese problema. La presencia de los dos hombres renovó por un instante su antigua repugnancia a la especie; pero en realidad todo eso ya había acabado para él. Cuando los vio ante él, tan asustadizos, recordó su primer encuentro con el ciervo. Y de pronto el ciervo pareció simbolizar a toda la especie humana. Era una especie de gran belleza y dignidad personal, de una rectitud que no abandonaba mientras no se la colocase en situaciones demasiado difíciles. Y el pobre
Homo Sapiens
se había metido en una situación demasiado difícil: la actual encrucijada del mundo. Que el
Homo Sapiens
tratase de gobernar una civilización mecánica le pareció tan ridículo y patético como la idea de un ciervo al volante de un automóvil.

Aproveché esta oportunidad para preguntarle acerca del «milagro» que tanto había impresionado a sus visitantes. Se rió otra vez.

—Bueno —dijo—, yo había descubierto toda clase de extraños poderes. Mediante una especie de telepatía, por ejemplo, podía hablar con Pax. Es verdad. Puedes preguntárselo. También podía, a veces, saber qué pensabas, aunque no eras capaz de recibir mis mensajes, ni de responderme. Y podía resucitar cualquier hecho de mi vida anterior. Los vivía nuevamente, con toda su intensidad, como si ocurriesen en ese instante. Y, de modo telepático, tuve casi la evidencia de no ser el único de mi especie en el mundo, de que había en realidad muchos como yo en diferentes países. Y cuando McWhist y Norton aparecieron en la cueva, me bastó verlos para conocer el pasado de ambos. Y creo que vislumbré algo de su futuro, algo que no te diré. Luego, cuando me pareció que era necesario impresionarlos, tuve la idea de levantar el techo y alejar la tempestad, para que pudiésemos ver las estrellas. Sabía que podía hacerlo, y lo hice.

Miré a Juan con recelo.

—Sí —dijo—. Crees que estoy loco y que me limité a hipnotizarlos. Bueno, digamos que yo también me hipnoticé, pues lo vi todo tan claramente como ellos. Pero créeme, hablar de hipnotismo no es más verdadero, ni menos verdadero que decir que desplacé realmente la roca. La verdad es aquí algo más sutil y extraordinario que cualquier milagro físico. No importa. Lo importante fue que, cuando vi las estrellas —que se lanzaban desordenadamente en todas direcciones según el capricho de sus propias naturalezas salvajes y, sin embargo, confirmando las leyes con todos sus movimientos—, el horror confuso que tanto me había atormentado se me reveló por primera vez en toda su verdad y belleza. Y comprendí que el período de mi ceguera había terminado.

Es cierto, yo había notado un cambio en Juan. Incluso físicamente, había cambiado mucho durante su ausencia. Parecía como si se hubiese endurecido y las arrugas del rostro sugerían pruebas y triunfos. Su mente, aunque capaz aún de una malicia desconcertante, había adquirido una serenidad y una fuerza imposibles para el adolescente de la especie normal, y muy raramente adquiridas por las personas maduras. Él mismo reconocía que su «descubrimiento del mal absoluto» lo había fortificado. Cuando le pregunté cómo, respondió:

—Haber afrontado lo peor y haber descubierto en él la belleza, nos fortifica para siempre. Nada puede ya conmovernos.

Tenía razón. No sé cómo había llegado a eso, pero en el resto de su vida, y en la destrucción final de lo que más apreciaba, aceptó lo peor no con resignación, sino con una alegría extraña que para nosotros será siempre incomprensible, Transcribiré otro fragmento de aquella larga conversación. Se recordará que después de realizar su milagro, Juan se excusó ante los alpinistas. Mencioné el hecho y Juan me dijo aproximadamente lo que sigue:

—Disfrutar con el ejercicio del poder es siempre saludable. Los niños gozan aprendiendo a caminar, y los artistas pintando. Cuando niño me complacía en jugar con los números y luego con mis inventos o matando un animal. El ejercicio del poder es parte de la vida del espíritu. Pero sólo una parte. A veces pensamos que la existencia se reduce a eso, especialmente cuando descubrimos nuevos poderes. Bueno, en Escocia, cuando empecé a desarrollar los poderes de que he hablado, sentí la tentación de hacer de su ejercicio la finalidad de mi vida. Me dije: «Ahora, con estos medios maravillosos, lograré al fin el progreso del espíritu». Pero después de la exaltación momentánea de mover la roca, vi claramente que esos actos no son el fin del espíritu, sino un efecto secundario de su vida real. Entretenimientos, a veces útiles, con frecuencia peligrosos; pero nunca un fin.

—Entonces —pregunté, algo excitado—, ¿cuál es el fin de la verdadera vida del espíritu?

Juan sonrió como un niño y luego rió de aquel modo desconcertante.

—Me temo que no pueda decírselo, señor periodista —dijo—. La entrevista ha terminado. Aunque supiera cuál es la verdadera vida del espíritu, no podría decirlo en inglés ni en ningún idioma
sapiens
. Y si pudiera, no lo comprenderías. —Después de una pausa agregó—: Quizás podríamos decir, sin temor a equivocarnos, esto: no es hacer nada especial, como milagros o buenas obras. Es hacer algo que está ahí, ante nosotros, y que debe hacerse. Y hacerlo no sólo con habilidad sino también con gusto, y discriminación, y plena conciencia. Sí, es eso. Y es más. Es la glorificación de la vida, y de la verdad de las cosas. —Volvió a reírse.— ¡Cuántas palabras! Para describir la vida espiritual deberíamos rehacer el lenguaje.

13

Juan busca a sus semejantes

Luego de su regreso del desierto, Juan pasó varias semanas en su hogar. Aparentemente le satisfacía volver a los intereses comunes de la adolescencia. Reanudó su amistad con Esteban y Judy. Solía llevar a la niña al cine, al circo, u otras diversiones apropiadas a sus años. Compró una motocicleta, y el mismo día de la adquisición invitó a Judy a dar un paseo. Los vecinos opinaban que las vacaciones le habían hecho bien. Parecía ahora más normal. También con sus hermanos, en las raras ocasiones en que los encontraba, se mostraba más cariñoso. Ana se había casado, y Tomás era un joven arquitecto de éxito. Entre Juan y Tomás había habido siempre una hostilidad reprimida. Pero ahora parecían tolerarse mutuamente. El doctor comentó después de una reunión de familia:

—Es indudable, nuestro niño prodigio está creciendo.

Estaba encantado con la sociabilidad de Juan, y solía tener con él largas conversaciones. El tema principal era el futuro del muchacho. Su padre trataba ansiosamente de inclinarlo a la medicina, para que se convirtiera «en una figura más grande que Lister». Juan oía esas exhortaciones pensativamente, y a veces parecía convencido. En una ocasión, Pax asistía a una de esas charlas. Sonriendo, pero con un dejo de reprobación, dijo:

—No le creas, doctor. Te está tomando el pelo. En esta época, Juan y Pax solían ir juntos a teatros y conciertos. En realidad, la madre y el hijo se veían con mucha frecuencia. El interés de Pax por el drama y los «personajes» servía aparentemente de lazo de unión. A veces iban a Londres a pasar el fin de semana y ver los espectáculos.

Llegó un momento en que empecé a preguntarme qué significaría este prolongado descanso. El comportamiento de Juan parecía ahora completamente normal, salvo por un rasgo raro, aunque no muy visible. En medio de una conversación, o cualquier otra actividad, se sobresaltaba repentinamente. Repetía las palabras que acababa de decir él mismo, u otra persona, y miraba luego a su alrededor con un divertido interés. Me parecía que en el rato que seguía a estos incidentes, estaba más alerta que antes. No se crea por esto que el momento anterior estuviera distraído. No. Pero después de esos curiosos sobresaltos su vida parecía alcanzar una tensión más alta.

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