Juan Raro (21 page)

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Authors: Olaf Stapledon

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Juan Raro
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Desde entonces, todo exceso de fatiga despertaba en ella aquellos sueños, con todos sus horrores. Explicó que las crisis eran ahora menos frecuentes. Pero, por otra parte, el contenido de los sueños era más terrible porque —no podía explicarlo claramente— era más universal, más metafísico, más cósmico, y, al mismo tiempo, la expresión definida de algo
satánico
—así dijo Lo— que habitaba en su propio ser.

18

El primer viaje del
Skid

Desde entonces Pax se sintió más a gusto con Lo. La había atendido, había oído sus confidencias, y se había apiadado de la joven. Era indudable, sin embargo, que la presencia de Lo la fatigaba. Cuando botaron el yate, Juan mismo me dijo:

—Debemos partir enseguida. Lo está matando a Pax, aunque hace lo posible por evitarlo. ¡Pobre Pax! Se está poniendo vieja.

Era verdad. Pax encanecía, y se le estiraba la boca.

Supe —y no puedo explicar claramente mis sentimientos— que yo no iría en el yate. Podía vivir mi propia vida. Podía casarme y establecerme. Juan, si me necesitaba, me llamaría a su lado. Pero ¿cómo podía yo vivir sin Juan? Traté de convencerlo. Un barco parecido a un plato, con tres niños a bordo, no atraería tanto la atención si llevaba también un adulto. Pero mi sugerencia fue rechazada. Juan me dijo que ya no parecía un niño, y que, además, podía retocarse el rostro.

No necesito describir detalladamente los preparativos de la aventura. Ng-Gunko y Lo aprendieron a volar; y los tres se familiarizaron con las características del curioso avión y el curioso barco. Este último fue botado al Clyde por Pax, y bautizado
Skid
, nombre con el cual se lo registró debidamente. Para la inspección oficial se colocó un motor común, que fue reemplazado luego por la unidad de energía psicofísica.

Una vez listos el yate y el aeroplano, se hizo un viaje de prueba a las islas occidentales. En este viaje se me admitió como huésped. La experiencia bastó para quitarme todo deseo de un viaje más largo. El modelo del yate, en escala reducida, no me había permitido imaginar las incomodidades del barco real. Era un yate seguro, pero tan bajo que las olas barrían constantemente la cubierta. Esto no importaba, pues los dispositivos de navegación estaban a buen resguardo en un estilizado refugio que recordaba la cabina de un automóvil. Cuando el tiempo era bueno, se podía estirar las piernas en cubierta, pero en el interior del yate apenas había espacio. La cantidad de máquinas, utensilios y provisiones era increíble. Y también estaba el avión. Este extraño aparato, diminuto para las medidas ordinarias, y doblado como un abanico, ocupaba gran parte de la nave.

Después de salir de Greenock, nos deslizamos cómodamente por el Clyde, más allá de Arran, y pasamos el Cabo de Kintyre. Nos sorprendió la tempestad y yo me enfermé. Lo mismo le ocurrió —para mi alegría— a Ng-Gunko. Estaba tan mal que Juan decidió buscar un puerto. Creíamos que se moría. Pero, repentinamente, Ng-Gunko aprendió a dominar el reflejo del vómito. Descansó entonces diez minutos, y saltó de su litera con un grito de triunfo. Una ola lo devolvió a la cocina.

Las pruebas tuvieron éxito. Lanzado a toda velocidad, el
Skid
sacaba la proa fuera del agua y levantaba una montaña de olas y espuma. El tiempo era tormentoso, pero se ensayó también el avión. Lo levantaron con una grúa y lo desplegaron sobre el agua. Los tres miembros de la tripulación hicieron varios vuelos de prueba. Lo más sorprendente era que gracias a su diseño y la potencia de su motor el aparato despegaba directamente.

Una semana después, el
Skid
emprendió su primer viaje largo. Nos despedimos en el muelle. Las reacciones de los Wainwright ante la partida del hijo menor, fueron muy distintas. El doctor temía los peligros del viaje y no confiaba en la capacidad de los jóvenes. Pax no demostraba la menor inquietud, tanta era su confianza en Juan. Pero, evidentemente, le costaba despedirse. Abrazándola, Juan le dijo: «¡Querida Pax!», y saltó a bordo.

Lo, que ya se había despedido, se volvió hacia Pax, le tomó las manos, y le dijo sonriendo:

—Querida madre del importante Juan.

A este extraño saludo, Pax contestó simplemente con un beso.

Lo poco que sé del viaje se debe, por una parte, a las lacónicas cartas de Juan y, por otra, a la conversación que tuvimos a su regreso. El itinerario fue establecido de acuerdo con sus investigaciones telepáticas. La distancia, no tenía, aparentemente, relación con la mayor o menor facilidad con que Juan captaba los pensamientos de otros supernormales. El éxito dependía enteramente de la similitud de las experiencias de ambos sujetos. Estaba así en comunicación con un hombre del Tíbet, y otros dos de la China, pero de la existencia y ubicación de otros posibles miembros poco podía decir.

Las cartas nos informaron que el
Skid
había viajado infructuosamente durante tres semanas por la costa oriental de África. Juan había recorrido el interior en pos de un supernormal que vivía en algún oasis del Sahara. Sorprendido por una tempestad, hizo un aterrizaje forzoso en el desierto. La arena había obstruido el motor.

—Cuando calmó el viento, limpié la máquina —dijo Juan—, y volé de vuelta al
Skid
, masticando todavía arena.

No sé cuántas hazañas similares aparejó la aventura.

El
Skid
ancló en la ciudad de El Cabo, y los tres jóvenes salieron a recorrer Sudáfrica siguiendo las débiles huellas de una mentalidad supernormal. Juan y Lo volvieron con las manos vacías. En su carta Juan observaba: «Es delicioso. Los blancos tratan a los negros como si fueran una especie inferior. Lo dice que le recuerda las historias de su madre sobre la Rusia de los zares».

Juan y Lo esperaron impacientes algunas semanas, mientras Ng-Gunko, feliz sin duda por haber vuelto a las condiciones nativas, investigaba en los remotos bosques y salinas de Ngamiland. Se comunicaba diariamente con Juan, pero en sus andanzas había algo de misterioso. Juan se sentía inquieto. El muchacho era peligrosamente joven y, quizás, de un tipo menos equilibrado que el suyo. Por fin tuvo que decir a Ng-Gunko que «si no se dejaba de locuras» el
Skid
partiría sin él. La respuesta le aseguró alegremente que en uno o dos días, Ng-Gunko emprendería el regreso. Una semana después llegó un mensaje con un grito de triunfo y un SOS. El negrito había alcanzado a su presa, pero no tenía dinero para el viaje de vuelta en ferrocarril. Por tanto, Juan voló hacia el lugar indicado, mientras Lo, sola, llevaba el
Skid
a Durban.

Juan esperaba desde hacía varios días en una aldea, cuando apareció Ng-Gunko, rendido, pero radiante. Abrió un atado que traía a la espalda, levantó una punta de las envolturas, y mostró al indignado Juan un diminuto bebé negro que boqueaba y se retorcía.

Ng-Gunko, parece, había descubierto que las huellas telepáticas venían de cierta tribu y de una determinada mujer. Su conocimiento del África le había permitido reconocer en la actitud de esta indígena ante la selva, algo de su propia actitud. En una investigación ulterior advirtió que, aunque la mujer era ligeramente supernormal, el origen de aquellas débiles señales no era ella, sino su futuro hijo. En las experiencias prenatales del niño, Ng-Gunko reconoció los rudimentos de la sensibilidad supernormal.

Era notable que una mente tuviese antes de nacer actividad telepática. La madre gestaba al niño desde hacía ya once meses. Pero Ng-Gunko sabía que él también había nacido tarde, y sólo cuando las comadronas de la tribu recurrieron a ciertos estímulos. Persuadió entonces a la madre negra, mortalmente cansada, a seguir este tratamiento. El niño nació, pero la madre perdió la vida. Ng-Gunko emprendió viaje con su presa. Cuando Juan le preguntó con qué había alimentado al bebé, Ng-Gunko explicó cómo se ordeñaban los antílopes salvajes. El bebé, por supuesto, no había adelantado, pero estaba vivo.

El raptor advirtió, apenado, que nadie aplaudía su hazaña. Juan se preguntaba qué diablos harían con la criatura, y si valía la pena ocuparse de ella. Ng-Gunko creía haber encontrado un superhombre que los sobrepasaría a todos. Más tarde el mismo Juan se sorprendió al examinar la mente del recién llegado.

El avión partió hacia Durban con el bebé en brazos de Ng-Gunko. Uno hubiese esperado que el cuidado y la atención del niño recayeran sobre Lo, pero la muchacha se mantuvo a distancia. Ng-Gunko aclaró, además, que se hacía responsable del niño, a quien llamó Sambo, y se consagró a él como una madre a su primogénito o un escolar a sus tesoros.

El
Skid
se dirigió luego a Bombay. En alguna parte, al norte del ecuador, estalló una tormenta. Para el barco fue un asunto sin importancia, pero debió de incomodar a la tripulación. Tiempo después me enteré de un incidente ocurrido en aquellos días, y que Juan no mencionó en sus cartas. El
Skid
encontró un pequeño velero británico, el
Frome
, que se hallaba en peligro. Había perdido el timón y trataba de capear la tormenta. El
Skid
se acercó, y cuando la lucha del
Frome
fue evidentemente inútil, la tripulación se lanzó a los dos botes. El
Skid
trató de remolcarlos. La operación era muy peligrosa. La tormenta arrojó un bote sobre la cubierta del yate, y la popa de este último se hundió bajo el agua. Ng-Gunko, que se ocupaba del remolque, se hirió gravemente un pie. El bote cayó otra vez al mar y naufragó. El
Skid
sólo pudo salvar a dos tripulantes. Se remolcó al otro bote. Unos días después mejoró el tiempo y el
Skid
y su carga se encaminaron hacia Bombay. Pero la curiosidad de los dos rescatados era cada vez mayor. ¿Quiénes eran esos tres muchachos excéntricos y ese bebé negro que atravesaban el océano en un yate igualmente excéntrico movido por una fuerza incomprensible? Los dos marinos no escatimaban elogios a sus salvadores, y aseguraron a Juan que hablarían de él en la investigación del naufragio.

Esto resultaba muy inconveniente. Los tres supernormales discutieron la situación y acordaron una acción drástica. Juan sacó una pistola y tiró sobre los huéspedes. El ruido causó gran alboroto en el otro bote. Ng-Gunko tiró de la cuerda de remolque, acercando el bote, y Juan viró mientras Ng-Gunko y Lo, sobre cubierta, armados de rifles, decidían la suerte de los otros náufragos. Cumplida la macabra tarea, tiraron los cadáveres al mar. Limpiaron el bote de manchas de sangre, y luego lo echaron a pique. El
Skid
continuó su viaje.

Cuando Juan me contó, mucho después, este horrible incidente, me sentí tan indignado como perplejo. ¿Por qué, le pregunté, si no se arriesgaba a un poco de publicidad, había desafiado la muerte en la difícil tarea del salvamento? ¿Y cómo no se había imaginado, durante esa operación, que la publicidad era inevitable? ¿Había alguna empresa, le pregunté, aunque fuera la fundación de una nueva especie, que justificase esa fría carnicería de seres humanos? Si ésta era la conducta del
Homo Superior
, me alegraba ser, gracias a Dios, de otra especie. Seríamos débiles y estúpidos, pero apreciábamos por lo menos el carácter sagrado de la vida humana. ¿No era este acto de brutalidad muy parecido a los innumerables crímenes judiciales, políticos y religiosos que manchaban la hoja del
Homo Sapiens
? Sus autores los juzgaban justos, pero los más humanos sentían que eran actos de barbarie.

Juan habló con esa calma y recogimiento con que respondía a mis preguntas más serias. Señaló, ante todo, que el
Skid
estaría aún mucho tiempo en contacto con el
Homo Sapiens
. Su tripulación debía trabajar en la India, el Tíbet, y la China. Si se divulgaba su intervención en este asunto, deberían, indudablemente, testimoniar en la investigación. Y si los descubrían, la aventura habría terminado. Si hubiesen conocido en esa época, como lo conocieron más tarde, el dominio hipnótico, habrían borrado de aquellas mentes todo recuerdo del naufragio.

—No —dijo—. No podíamos hacerlo. Nos habríamos expuesto a la publicidad, o a que nos destruyera la tormenta, con la esperanza de
evitarla
.
Tratamos
de que nuestros huéspedes olvidasen, pero no lo logramos. El acto te indigna, Fido, por su maldad; pero olvidas algo importante. Para tu especie, ocupada sólo en fines quiméricos, lo que hicimos es un crimen. Hoy, en efecto, el hombre debe preferir la muerte antes que matar a sus semejantes. Pero así como el hombre mata lobos y tigres para protegerse, así nosotros matamos a aquellas criaturas. Eran inocentes, pero peligrosas. Amenazaban la más noble empresa de este planeta. ¡Piensa! Si tú y Berta se encontrasen en un mundo de monos, inteligentes, dignos de afecto, pero ciegos y brutales, ¿no los matarías? ¿Renunciarías a un posible mundo humano? No. Sería una cobardía. No física, sino espiritual. Bueno, si pudiésemos eliminar al
Homo Sapiens
, francamente, lo haríamos. Pues si tu especie nos descubre, y comprende lo que somos, nos destruirá. Sabemos, recuérdalo, que el
Homo Sapiens
poco puede contribuir a la música de este planeta. En realidad, nada más que con vanas repeticiones. Es hora de que otros instrumentos toquen esa música.

Juan calló y me miró, casi suplicante. Parecía anhelar mi aprobación, la aprobación de su perro fiel. ¿Se sentía, después de todo, culpable? Me parece que no. Creo que su deseo de convencerme estaba inspirado por el cariño. Por mi parte, aunque no apruebo la conducta de Juan, tampoco la condeno. Hay algo en ese incidente que no puedo entender, pero
siento
que Juan debía de tener razón.

Volvamos a nuestra historia. En Bombay, Juan y Lo estudiaron durante un tiempo el hindú y el tibetano. Al fin partieron en el avión. (Ng-Gunko se quedó en el
Skid
para cuidar de Sambo y su pie herido). Lo, disfrazada de muchachito nepalés, bajó en una montaña de la India, donde, según se esperaba, podría investigar la presencia de un supernormal. Juan continuó su vuelo hasta el Tíbet para reunirse con un joven monje budista.

En la breve carta que describía la expedición al Tíbet, Juan se refirió apenas al viaje en sí, aunque el vuelo sobre el Himalaya debió de haber sido una tarea agotadora, aun para un superhombre en un superavión. Decía la carta: «La máquina soportó espléndidamente el vuelo y luego un golpe de viento la devolvió a la India. Se me cayó el termo. Al volver, lo vi en la ladera, pero allí lo dejé».

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