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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

Juegos de ingenio (21 page)

BOOK: Juegos de ingenio
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—¿Alguna prueba? —preguntó Jeffrey. Sabía que había hecho la misma pregunta antes, pero aun así se le escapó de los labios, cargada de buena parte del sarcasmo escéptico que debió de mostrar su padre cuando se abordó el tema de una adolescente desaparecida—. Aún no he oído nada que vincule de manera fehaciente a mi viejo con este caso, o con ninguno de los otros.

—Vamos, profesor. Sólo sé que ella encaja en el perfil general de mujer joven, y que ha desaparecido sin otra explicación verosímil. Es como esas viejas historias de abducciones extraterrestres que abundaban en la prensa amarilla. ¡Zap! Luces cegadoras, un ruido ensordecedor, ciencia ficción y se acabó. El problema es que no hay ningún ser venido de otro mundo. Al menos del tipo de mundo al que se referían esos plumíferos. Jeffrey asintió con la cabeza.

—Tiene que entender el lugar donde se encuentra, profesor —continuó el inspector—. Cuando todos esos peces gordos de las multinacionales concibieron la idea de crear un estado libre de crímenes hace más de una década, su objetivo era simple y precisamente eso: la seguridad. Aquí, tiene que haber una explicación evidente para cualquier suceso que se salga de lo normal, pues ésa es la base sobre la que se sustenta todo el Territorio. Joder, incluso legislamos lo que es normal. La normalidad es la ley que rige esta tierra. Está en cada bocanada de aire que respira aquí. Es lo que hace que este lugar resulte tan jodidamente atractivo. Así que, en cierto modo, sería más razonable para mí presentarme ante los padres de esa adolescente y decirles: «Sí, señora, y sí, señor, su tesorito realmente fue abducida por alienígenas. Estaba caminando al aire libre cuando de repente la succionó un puto platillo volante enorme.» Y es que eso al final tendría mucho más sentido, pues nuestra razón de existir es la de ser lo contrario al resto del país. Los padres lo comprenderían… —Se interrumpió para tomar aliento y añadió—: Apuesto a que en su pequeña población universitaria, cuando esa chica desapareció de su clase, por muy desagradable que fuera lo ocurrido, no le hizo perder el sueño, ¿verdad, profesor? Porque al fin y al cabo no se trataba de algo tan raro. Sucede todos los días, o tal vez no todos, pero sí muy a menudo, ¿me equivoco? No fue más que una desgracia al viejo estilo. La chica tuvo mala suerte. Le tocó sufrir en carne propia una pequeña muestra de la versión corriente y local del salvajismo y la tragedia. Algo cotidiano. Nada excepcional, en un sentido u otro. La vida sigue tal como es. Seguramente ni siquiera saltó a los titulares, ¿verdad?

—Correcto.

—En cambio aquí, profesor, garantizamos la seguridad. Garantizamos que es seguro volver andando a casa a solas, de noche; que uno no tiene por qué cerrar la puerta con llave, que puede dejar las ventanas abiertas. De modo que, cuando el estado no consigue estar a la altura de su promesa, bueno, eso debería salir en primera plana, ¿no? ¿No cree que a algún periodista del
New Washington Post
le parecería una noticia sensacional?

—Entiendo adónde quiere llegar.

—¿Ah, sí? Bueno, aunque no sea verdad, pronto lo entenderá. Lea las ordenanzas, lea las normas que debemos cumplir los que vivimos aquí. Se hará una idea. La gente no desaparece. Aquí no. No sin una explicación procedente del resto del mundo.

—Pues esa chica desapareció —señaló Jeffrey—, y eso nos dice algo importante, ¿no?

—¿Qué nos dice, profe?

Jeffrey bajó la voz de modo que parecía surgir de algún rincón profundo y ronco de su interior.

—Alguien se está saltando las normas.

El agente Martin frunció el entrecejo.

Jeffrey respiró hondo.

—Por supuesto, si al final resulta que la joven se fugó con algún novio que lleva chaqueta de cuero y conduce una moto grande, se anulan las apuestas. En el caso de la otra chica, aquella cuyo cadáver sí consiguieron encontrar, ¿cuánto tiempo transcurrió entre la desaparición y el hallazgo?

—Un mes.

—¿Y en los otros dos casos?

—Una semana.

—¿Y hace veinticinco años?

—Tres días.

Jeffrey hizo un gesto de afirmación.

—Supongamos, inspector, que es el mismo hombre quien comete estos crímenes. Es una suposición basada en indicios de lo más endebles. Aun así, la daremos por buena unos instantes. Entonces, podríamos deducir que él ha aprendido algo, ¿no es así?

El agente Martin asintió.

—Eso parece. —Tosió con fuerza una vez, antes de agregar una frase aterradora—: A tener paciencia.

Jeffrey se frotó la frente con una mano. Se notó la piel fría y pegajosa al tacto.

—Me pregunto cómo ha aprendido eso —dijo.

Martin no contestó.

El profesor se levantó de su asiento ayudándose con las manos y, sin hablar, entró en el reducido cuarto de baño situado al fondo del despacho. Cerró la puerta tras de sí, echó el cerrojo y se inclinó sobre el lavabo. Creía que iba a vomitar, pero lo único que salió de su boca fue una bilis nociva y amarga. Se echó agua fría en la cara y, mirándose a los ojos en el pequeño espejo, se dijo: «Estoy en un lío.»

Jeffrey tardó unos momentos en recuperar la compostura. Estudió con atención su reflejo, como para cerciorarse de que no quedaran restos de angustia en sus ojos, y salió al despacho, donde Martin se movía de un lado a otro en su silla, sonriendo ante su desazón.

—Ya ve que el cheque que le espera al final de todo esto difícilmente podría considerarse dinero fácil, profe. No, no le resultará fácil en absoluto…

Jeffrey se sentó en su propia silla y por un instante hizo un esfuerzo por pensar.

—Supongo que no tendremos suerte, pero se me ha ocurrido algo. Esta última chica salía de un colegio, y la primera víctima, hace un cuarto de siglo, iba a un colegio privado, y la chica secuestrada de mi clase también era una estudiante. O sea, inspector Martin, que en lugar de quedarse ahí sentado sonriendo y pasándoselo bomba por la situación en que usted me ha metido, quizá debería empezar a actuar como un investigador.

Martin dejó de balancearse en su asiento.

Jeffrey señaló el ordenador.

—Dígame. Esa máquina suya, ¿qué cosas fantásticas sabe hacer?

—Es un ordenador del Servicio de Seguridad. Tiene acceso todos los bancos de datos del estado.

—Pues echemos un vistazo a los profesores y al personal del colegio en el que se quedó hasta tarde. Supongo que usted podrá hacer que aparezcan fotos y biografías en la pantalla. ¿Puede clasificarlas por edades? Al fin y al cabo, buscamos a alguien de sesenta y tantos años, quizá de poco menos de sesenta. Un varón de raza blanca.

Martin se volvió hacia el monitor y comenzó a introducir códigos.

—Puedo cotejar los datos con los del Control de Pasaportes y el Departamento de Inmigración —dijo.

—¿Exactamente qué datos recoge Inmigración? —preguntó Jeffrey mientras el inspector trabajaba.

—Fotografía, huellas digitales, mapa de ADN… aunque esto llevan pocos años haciéndolo… declaraciones de Hacienda de los últimos cinco años, referencias personales, historial familiar verificable, informes sobre coche y casa e historia clínica. Si quieres vivir aquí, tienes que poner a disposición del estado buena parte de tu vida personal. Es la principal razón por la que algunos tipos ricos no se animan a establecerse aquí. Prefieren vivir, por ejemplo, en San Francisco, con guardaespaldas y en el interior de muros con alambradas, pero sin tener que desvelar su vida privada ni el origen de su fortuna.

El agente Martin alzó la vista de la pantalla de ordenador.

—Según esto hay veintidós nombres que responden más o menos a esa descripción: varón de raza blanca, de más de cincuenta y cinco años y relacionado con ese colegio.

—Tal vez esto resulte fácil. Muéstreme las fotos en la pantalla, una detrás de otra, despacio.

—¿Usted cree?

—No, no lo creo. Pero reconozca que quedaríamos como unos idiotas si nos saltáramos los pasos más obvios. La respuesta a la pregunta que aún no ha formulado es no. No creo que reconociera a mi padre después de veinticinco años. Pero quizá podría. ¿Una posibilidad de un millón contra uno? Vale la pena intentarlo, supongo.

El inspector soltó un gruñido y pulsó otras teclas. Una por una, imágenes acompañadas de información personal aparecieron en el monitor de ordenador.

Por unos instantes, Jeffrey estuvo fascinado.

Eso era el no va más en voyeurismo, pensó.

Los pormenores de las vidas destellaban en colores electrónicos en la pantalla. Un subdirector había atravesado un complicado proceso de divorcio hacía más de una década, y su ex esposa había presentado una denuncia por malos tratos que fue desestimada; el entrenador del equipo de fútbol americano no había declarado unos ingresos por venta de acciones, y Hacienda lo había pillado; un profesor de Ciencias Sociales tenía un problema con la bebida, o al menos eso parecía desprenderse de sus tres condenas por conducir bajo los efectos del alcohol a lo largo de los últimos doce años, y había seguido un programa de rehabilitación. Pero las biografías iban más allá y ofrecían datos secundarios; el profesor de lengua inglesa tenía una hermana internada por esquizofrenia, y el hermano del conserje principal había muerto de sida. Los detalles se sucedían en la pantalla, ante sus ojos.

Cada informe llevaba adjunta una foto frontal del rostro, una del perfil derecho y otra del izquierdo, junto con el historial clínico completo. Trastornos cardiacos, renales y hepáticos, descritos brevemente en jerga médica. Pero eran las fotografías de cada sujeto lo que le interesaba. Las estudió minuciosamente, como midiendo el largo de la nariz, la prominencia del mentón, intentando determinar la arquitectura de cada rostro y comparándola con la visión de su infancia que mantenía guardada al fondo de algún armario emocional de su interior.

Jeffrey se dio cuenta de que respiraba despacio, con inspiraciones poco profundas. Se tranquilizó y exhaló a través de unos labios ligeramente fruncidos. Le sorprendió descubrir que se sentía aliviado.

—No. No está ahí. Hasta donde yo sé. —Se frotó los párpados con los dedos—. De hecho, no hay nadie que se le parezca ni remotamente. O que se parezca a la imagen que tengo en la cabeza.

El inspector hizo un gesto de asentimiento.

—Habría sido un auténtico golpe de suerte.

—De todos modos, no sé si sería capaz de reconocerlo.

—Claro que sí, profe.

—¿Eso cree? Yo no. Veinticinco años es mucho tiempo. La gente cambia. A la gente se la puede cambiar.

Martin no respondió enseguida. Estaba contemplando la última fotografía en la pantalla. Era de un administrador escolar de cabello cano cuyos padres habían sido detenidos en su adolescencia en una manifestación contra la guerra.

—No, ya lo recordará —aseguró—. Quizá no quiera, pero se acordará. Y yo también. El no lo sabe, ¿verdad? Pero hay dos personas en el estado que le han visto la cara y saben lo que es. Sólo nos falta encontrar un modo de hacer aparecer esa imagen en esta pantalla para ir bien encaminados. —El inspector apartó la mirada del ordenador—. Bueno, ¿y ahora qué, profesor? —Se reclinó en el asiento—. ¿Quiere echar un vistazo a todos los varones blancos de más de cincuenta y cinco años que hay en el territorio? No debe de haber más de un par de millones. Podríamos hacerlo.

Jeffrey sacudió la cabeza.

—Lo imaginaba —comentó Martin—. Entonces, ¿qué?

Jeffrey vaciló, luego habló en voz baja y cortante.

—Déjeme hacerle ahora una pregunta estúpida, inspector. Si está tan convencido de que el hombre que lleva a cabo estos actos es mi padre, ¿qué ha hecho usted para localizarlo? Es decir, ¿qué pasos ha dado para encontrarlo aquí? Debe de estar registrado en su Departamento de Inmigración, ¿no? Desplegó usted una astucia acojonante para dar conmigo. ¿Qué hay de él?

El inspector hizo una ligera mueca.

—No habría acudido a usted, profesor, si no hubiese agotado esas vías. No soy idiota.

—Entonces, si no es usted idiota —dijo Jeffrey, no sin cierta satisfacción—, tendrá usted en algún sitio un dossier que no me ha facilitado, con los detalles sobre todo lo que ha hecho usted hasta ahora para encontrarlo y los motivos de su fracaso.

El inspector movió la cabeza afirmativamente.

—Quiero que me lo dé —dijo Jeffrey—. Ahora.

El agente Martin titubeó.

—Sé que es él —dijo con suavidad—. Lo sé desde el momento en que vi el primer cadáver.

Se agachó y abrió despacio la cerradura del cajón inferior de su escritorio. Extrajo un sobre amarillo cerrado de papel de Manila y se lo tiró a Clayton.

—La historia de mi frustración —dijo el inspector con una risita—. Léala cuando le venga bien. Descubrirá que su viejo dominaba una técnica que al parecer me ha derrotado. Al menos hasta ahora.

—¿Qué técnica?

—Desaparecer —respondió el inspector—. Ya lo comprobará. En fin, volvamos al presente. ¿Qué desea hacer primero, profesor? Estoy a su disposición.

Jeffrey reflexionó por un instante mientras toqueteaba la cinta adhesiva que mantenía el sobre cerrado.

—Quiero ver el sitio donde encontraron el último cadáver. El que figura en el tercer lugar de la lista. Luego, elaboraremos un plan de investigación. Y, como ya le he dicho, podríamos hablar con los familiares de la desaparecida más reciente.

—¿Para averiguar qué?

—Todas tienen algo en común, inspector. Algo las une. ¿La edad? ¿El aspecto? ¿El lugar? O quizás algo más sutil, como, por decir algo, que todas sean rubias y zurdas. Sea lo que sea, hay algo que llevó al asesino a convertirlas en sus presas. El reto está en descubrir de qué se trata. En cuanto lo sepamos, quizá comprendamos las reglas de juego por las que se rige. Y entonces, quizá podamos jugar con él.

El inspector asintió con la cabeza.

—De acuerdo —dijo—. Suena como el principio de un plan. Además, así podrá conocer usted un poco el estado.

Jeffrey recogió el expediente de la víctima de asesinato. Advirtió que su nombre, Janet Cross, estaba escrito con rotulador negro en el exterior de la carpeta que contenía el análisis de la escena del crimen, el informe de la autopsia y notas sueltas de la investigación policial. «No quiero saber cómo te llamabas —se dijo—. No quiero saber quién eras. No quiero saber nada de tus ilusiones, tus sueños o tus creencias, ni si eras la querida hija de alguien, o quizá la esperanza de alguien para el futuro. No quiero que tengas un rostro. Quiero que seas la número tres, y nada más que eso.» Guardó el expediente y el sobre cerrado en una cartera de piel.

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