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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

Juegos de ingenio (55 page)

BOOK: Juegos de ingenio
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—Empiezo a entenderlo.

—Bailas al son de tus propias melodías —dijo el asesino. Susan asintió con la cabeza, pero Jeffrey se puso muy tieso en su silla.

—Repita eso —dijo.

Hart se volvió hacia él.

—¿Qué?

Pero Jeffrey agitó la mano como para quitarle importancia.

—No, no pasa nada. —Se levantó, haciendo un gesto hacia el espejo unidireccional—. Hemos terminado. Gracias, señor Hart.

—Yo no he terminado —replicó Hart despacio—. Terminaremos cuando yo lo diga.

—No —dijo Jeffrey—. Ya he averiguado lo que necesitaba. Fin de la entrevista.

El asesino lo miró con ojos desorbitados por un instante, y Susan por poco reculó ante la fuerza de ese odio repentino. Las esposas traquetearon contra su sujeción metálica. Dos fornidos guardias de la cárcel entraron en la sala. Ambos echaron un solo vistazo al hombre retorcido que estaba sentado a la mesa, rojo de rabia, y uno de ellos se dirigió a un pequeño intercomunicador instalado en la pared para pedir con toda naturalidad un «equipo especial de escolta». A continuación, se volvió hacia los Clayton.

—Por lo visto se ha alterado —les dijo—. Sería conveniente que salieran ustedes dos primero.

Susan vio que al asesino se le hinchaba una vena en la frente. Se había doblado hacia delante, pero tenía los músculos del cuello rígidos a causa de la tensión.

—¿Qué he dicho, profesor? —preguntó Hart—. Me he esforzado por no hablar de más.

—Me ha dado una idea.

—¿Una idea? Profesor —dijo Hart, apenas alzando la cabeza—, le veré en el infierno.

Jeffrey posó la mano en la espalda de su hermana para empujarla suavemente hacia la puerta. Vio a una unidad de media docena de guardias de prisiones acercarse por un pasillo contiguo, armados con porras y protegidos con casco, visera y chaleco antibalas. Las punteras metálicas de sus botas repiqueteaban contra el suelo de linóleo pulido.

—Tal vez —contestó Jeffrey, deteniéndose a la salida—, pero usted llegará allí antes que yo.

Hart soltó otra risita, esta vez desprovista de humor. Susan supuso que era el mismo sonido que unas cuantas jóvenes habían oído en sus últimos momentos en este mundo.

—Yo no contaría con ello —repuso—. Me parece que corre usted que se las pela hacia allí. Rápido, profesor. Dese prisa.

Los guardias de la cárcel entraron, abriéndose paso entre ellos.

—Larguémonos de aquí —dijo Jeffrey, asiendo a Susan del codo y guiándola por el pasillo.

A su espalda, oyeron un estridente bramido de rabia, y varias voces muy altas. Una sarta de obscenidades proferidas a grito limpio atravesó el aire. Se oyeron unos pies que se arrastraban y el choque repentino y violento de cuerpos.

Llegó hasta sus oídos otro alarido, de furia y a la vez de dolor.

—Lo han rociado con
spray
lacrimógeno —dijo Jeffrey.

El sonido cesó súbitamente mientras salían por una puerta lateral electrónica. El Ranger de Tejas larguirucho que los había llevado hasta allí estaba esperándolos, sacudiendo la cabeza.

—Vaya, ese pobre tipo está fatal —comentó el Ranger—. He estado mirando por la ventana de observación, señorita. Me ha parecido que mantenía usted la sangre fría en un par de momentos peliagudos. Si alguna vez quiere dejar su trabajo y unirse a los Rangers de Tejas, cuenta con mi voto, no lo dude.

—Gracias —dijo Susan. Respiró hondo y de pronto se puso rígida. Se volvió hacia su hermano—. Tú lo sabías, ¿verdad?

—¿Sabía qué?

—Sabías que él se negaría a verte, salvo para escupirte en la cara, tal vez. Pero también sabías que no resistiría la tentación de jactarse ante mí. Por eso querías que te acompañara, ¿verdad? Mi presencia le soltaría la lengua. —La voz le temblaba ligeramente.

El movió la cabeza afirmativamente.

—Parecía una apuesta apropiada.

Susan exhaló un largo y lento suspiro.

—De acuerdo —le susurró a su hermano—. ¿Qué demonios ha dicho?

—«Bailas al son de tus propias melodías.»

Susan asintió.

—Vale, lo he oído. Pero ¿qué has deducido de ello?

Iban caminando a paso rápido por la cárcel, como si cada segundo fuera tan peligroso como importante.

—¿Te acuerdas de cuando éramos pequeños, de la norma? Nunca debíamos molestarlo cuando estuviese ensayando. Abajo, en el sótano.

—Sí. ¿Por qué ahí? ¿Por qué no en su estudio, o en la sala de estar? Se llevaba el violín al sótano para tocar. —De repente, la voz de Susan reflejaba su comprensión—. Así que lo que buscamos es…

—Su sala de música.

El Profesor de la Muerte apretó los dientes.

—Sólo que no es música lo que toca ahí dentro.

Diana Clayton se hallaba a medio camino del coche cuando divisó la figura desplomada sobre el volante. Se detuvo, intentando d nuevo percibir algún sonido. Luego avanzó cautelosamente. Tenía la impresión de que el sol de pronto calentaba más, y se protegió los ojos del resplandor metálico del vehículo.

La adrenalina le palpitaba en los oídos y el corazón le latía con fuerza. Se enjugó el sudor de los ojos y sintió que debía contener la respiración. Tuvo que obligarse a permanecer alerta por si había alguien más, pero no podía apartar la vista de la figura de dentro del coche. Intentó recordar qué otros cadáveres había visto, pero cayó en la cuenta de que a todas las víctimas de violencia fortuita o accidentes de carretera con las que había topado en su vida sólo había alcanzado a verlas fugazmente: un bulto bajo una sábana, un atisbo de piel flácida en una bolsa antes de que cerraran la cremallera. Nunca antes se había acercado a una persona muerta, y menos aún sola. Nunca había sido la primera —o segunda— en enfrentarse a la realidad de una muerte violenta.

Intentó imaginar qué haría su hijo.

«Sería muy cuidadoso», se dijo. Querría dejar intacta la escena del crimen, porque podría haber pruebas de lo sucedido desperdigadas por ahí. Estaría atento a cualquier matiz o alteración relacionados con el asesinato, porque esos detalles podían revelarle algo. Leería la zona como un monje lee un manuscrito.

Avanzó lentamente, sintiéndose del todo inepta para la tarea que se le presentaba.

Se encontraba a unos tres metros cuando vio que el cristal de la ventanilla del conductor estaba hecho añicos, y los pedazos esparcidos fuera del coche. Los pocos fragmentos que aún quedaban en su sitio estaban salpicados de carmesí y trocitos de hueso gris y masa encefálica.

Aún no alcanzaba a verle la cara al hombre. Estaba apoyada en la columna de dirección, apretada hacia abajo. Diana habría deseado poder identificarlo por la forma de los hombros o el corte y el color de su ropa, pero no podía. Comprendió que tendría que acercarse mucho más.

Sujetó el revólver con más fuerza. Dio la vuelta despacio, escudriñando una vez más la zona.

Moviéndose como un padre que entra en la habitación de un niño dormido, Diana se aproximó al costado del coche. Echó un vistazo rápido al asiento de atrás y comprobó que estaba vacío. Luego, obligó a sus ojos a posarse en el cadáver.

Colgando de la mano derecha del hombre había una pistola semiautomática de gran calibre. La izquierda sujetaba un sobre manchado de sangre.

Se acercó un poco más. El hombre tenía los ojos abiertos, y Diana soltó un grito ahogado.

Retrocedió bruscamente en el momento en que lo reconoció.

Se apartó del coche con paso vacilante, un poco como un asistente a una fiesta que se da cuenta de que se ha tomado algunas copas de más, y se reclinó contra una roca cercana, sin despegar la vista del muerto. No le hacía falta sacarse la nota del bolsillo para recordar lo que decía. Ya no creía que fuera el muerto quien le había escrito la carta recomendándole una agradable y rápida caminata matinal.

Sabía quién la había escrito, y también quién era el autor del cuadro que tenía ante sí. Pensar en ello le dejó un regusto ácido y amargo, de modo que buscó la botella de agua en la mochila. Tomó un trago rápido, tras enjuagarse la boca. Recordó que, según la carta, contemplaría una vista única. Supuso que, en cierto modo, la muerte era algo común y único a la vez.

19
Introducción a la arquitectura de la muerte

En el aire de la tarde se respiraba una sequedad tensa que presagiaba un abrupto descenso de las temperaturas durante las siguientes horas de la noche. Jeffrey y Susan Clayton lo notaron cuando los acompañaron al lugar donde su madre había descubierto el cadáver del agente Martin ese día, por la mañana. No les habían proporcionado detalles de la muerte cuando aterrizaron y otro agente del Servicio de Seguridad los recibió en el aeropuerto; sólo les habían comunicado que se había producido «un accidente».

Al avistar la salida de la autopista que conducía a su casa adosada, Susan le susurró esa información a su hermano. Había un par de coches del Servicio de Seguridad aparcados a cierta distancia, en la misma calle, allí donde su madre había abandonado Donner Boulevard durante su caminata matinal. Dos agentes uniformados controlaban el acceso, pero no estaban muy ocupados. No había una multitud de gente inquieta o curiosa. De inmediato dejaron pasar al agente que escoltaba a los dos hermanos. Este había permanecido meditabundo y callado durante todo el trayecto desde el aeropuerto, sin mostrar el menor interés por entablar conversación. Su coche avanzó dando tumbos por la accidentada superficie del camino a lo largo de unos cien metros y luego se detuvo derrapando.

Media docena de vehículos estaban aparcados allí cerca, desperdigados por el viejo camino de construcción. Jeffrey vio las mismas furgonetas de la policía científica que en el lugar donde se había encontrado el cadáver de la última víctima. Reconoció muchos de los rostros que iban y venían por allí, como si no estuvieran seguros de qué debían hacer; una actitud insólita en un escenario del crimen.

—Yo me quedo aquí —dijo el agente—. Ellos le querrán a usted ahí arriba. —Señaló hacia la actividad que se desarrollaba ante ellos.

—¿Dónde está mi madre? —preguntó Susan, en un tono que rayaba en la exigencia.

—Allí arriba. Se supone que tiene una declaración que hacer, pero me han dicho que sólo pensaba hablar cuando llegaran ustedes. Mierda —masculló el agente—, Bob Martin era amigo mío. Hijo de puta.

Jeffrey y Susan bajaron del coche. Jeffrey se detuvo, se arrodilló y palpó la superficie de tierra suelta, dejando que un puñado se le escurriera entre los dedos, como algún campesino de la época de la Depresión en la zona azotada por tormentas de arena, observando la causa de su ruina en su mano.

—Es un mal lugar —comentó—. Seco, ventoso. Será difícil encontrar pruebas, o pistas.

—¿Algún otro lugar habría sido mejor?

—Un lugar húmedo. Hay sitios donde la tierra sencillamente retiene los detalles de todo lo que sucede sobre ella. Cuenta la historia entera. Se puede aprender a leer esas zonas, como palabras en una página. Este no es uno de esos sitios. En los lugares como éste, mucho de lo que se escribe se borra casi al instante. Maldita sea. Vayamos a buscar a mamá.

Vislumbró a Diana, que estaba apoyada contra el costado de un furgón del estado, bebiendo café caliente de un termo. En el mismo momento, Diana Clayton se dio la vuelta, advirtió que los dos se acercaban y agitó la mano para saludarlos con un entusiasmo que parecía conjugar la alegría de ver a sus hijos con la sobriedad de la situación. A Jeffrey le sorprendió su aspecto. Le dio la impresión de que la palidez se extendía por todo su cuerpo. En la pantalla de videoteléfono, no se apreciaban los efectos devastadores de la enfermedad. Ahora, la veía delgada, frágil, como si sus músculos y tendones fueran lo único que evitaba que se cayera a trozos. Intentó disimular su sorpresa, pero Diana la detectó de inmediato.

—Oh, Jeffrey —le reprochó en tono burlón—, no tengo tan mala cara, ¿no?

Él sonrió, sacudiendo la cabeza y acercándose con los brazos abiertos.

—No, no, para nada. Estás estupenda.

Se abrazaron, y Diana susurró la verdad al oído de su hijo:

—Es como si llevase la muerte en mi interior.

Sin soltarse de sus brazos, se inclinó hacia atrás y lo miró con detenimiento. Luego levantó una mano de su codo y le acarició la mejilla.

—Mi niño guapo —dijo con suavidad—. Siempre has sido mi niño guapo. Seguramente sea conveniente recordarlo en los días que nos esperan. —Diana se volvió, saludó a Susan, que se había quedado atrás, y le hizo señas de que se uniera al abrazo—. Y mi niña perfecta —dijo. Una lágrima asomaba a la comisura de su ojo derecho.

—Oh, mamá —protestó Susan, con una voz similar a la de una adolescente, como si las muestras de afecto la avergonzaran pero en el fondo le gustaran.

Diana retrocedió un paso, forzándose a sonreír y a reprimir su emoción.

—Detesto lo que nos ha reunido —aseguró—, pero me encanta que los tres volvamos a estar juntos.

Los tres permanecieron callados un momento, y luego Jeffrey levantó la vista.

—Tengo trabajo —dijo—. ¿Cómo?

Diana le puso en la mano la carta con las indicaciones que había recibido. Susan leyó por encima de su hombro.

—Seguí las instrucciones. Todo me parecía de lo más inocente, hasta que subí hasta aquí y encontré al pobre agente Martin allí, en su coche. Se había pegado un tiro. O esa impresión me dio. No me acerqué demasiado…

—¿No viste a nadie más?

—Si te refieres a… a él, no. —Diana titubeó y luego añadió—: Pero sentí que estaba aquí. Intuía su presencia. Tal vez percibí su olor. Me pareció que me observaba durante todo el rato que estuve aquí arriba, pero por supuesto no había nadie. Sea como fuere, no podía hacer nada, así que llamé a las autoridades y luego me quedé esperando a que vosotros regresarais. Debo decir que todo el mundo ha sido muy amable, sobre todo el señor que está al cargo…

Jeffrey se dio la vuelta, con la carta todavía abierta en la mano, y vio al funcionario a quien llamaba Manson de pie junto al coche del agente, mirando el cadáver.

Susan seguía leyendo.

—Es imposible que el agente Martin escribiera eso —señaló en voz baja—. Ese no puede ser su estilo. Ni su forma de redactar. Es demasiado críptico, demasiado generoso con las palabras. —Hizo una pausa—. Ya sabemos quién lo escribió.

Jeffrey asintió.

—Me pregunto por qué quería que yo subiese hasta aquí —dijo Diana.

—Tal vez para que vieras de lo que es capaz —respondió Susan.

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