Authors: Ava McCarthy
Giró la guarda del libro de póquer que tenía en las manos. Tal como esperaba, encontró allí una dedicatoria:
A mi queridísima Harry
[1]
:Nunca seas predecible. Practica un juego aleatorio y mantenlos a la expectativa, pero retírate siempre con un 7-2 de diferente palo.
Un abrazo muy fuerte,
[2]P
APÁ
Alisó la página de aquel escrito con el pulgar. Después, cerró el libro y lo apretó con las manos para evitar que se soltaran las páginas.
La cabeza de Dillon asomó por la puerta.
—El estudio y el baño también están hechos un desastre.
Harry soltó algún improperio. Ya había visto suficiente. Lanzó con fuerza el libro sobre la mesita y regresó a la sala mientras trataba de obviar el dolor punzante que sentía en la rodilla.
Dillon la siguió.
—Llamaré a la policía.
—No te preocupes, ya lo haré yo —respondió Harry.
Dillon caminaba de un lado a otro de la sala mientras ella telefoneaba a la comisaría de policía de la zona. Le explicó todos los detalles a un comprensivo sargento y le aseguraron que enviarían a alguien hacia allí. Harry colgó el teléfono y escarbó en aquel montón de libros hasta encontrar las Páginas Amarillas.
Dillon se detuvo y la miró.
—¿Qué vas a hacer ahora?
—El cerrajero.
Descolgó el auricular de nuevo y mantuvo una rápida conversación con la empresa de cerrajería Express Locksmiths, que se comprometió a mandarle un técnico en diez minutos. Harry notó cómo sus niveles de energía aumentaban: resulta absurdo que un arranque de actividad frenética pueda inducirnos a creer que controlamos la situación.
Se sentó en el sofá y se masajeó el cuello y los hombros, que sentía rígidos y doloridos como si estuviera incubando una gripe. Entonces recordó la luz que parpadeaba en su habitación y volvió allí para escuchar los mensajes. Sólo encontró uno. Reconoció la voz ronca de su madre, más grave y pastosa después de tanto fumar durante años.
—«Harry, soy Miriam.»
Hubo una pausa durante la cual escuchó cómo su madre sacaba otro cigarrillo. Harry la llamaba por su nombre de pila desde que acabó la escuela, como si la relación madre-hija hubiera desaparecido por un acuerdo tácito al cumplir los dieciocho.
—«He estado intentando localizarte todo el día y sólo me responde esta horrible máquina —prosiguió Miriam—. Por favor, ¿podrías tomarte un minuto para coger el teléfono y llamarme?»
Cerró los ojos y apretó los labios. Pulsó el botón de borrado y volvió a la sala, en la que aún se encontraba Dillon dando vueltas.
Harry miró su reloj.
—Es tarde. Vete a casa, no es necesario que te quedes.
Dillon le hizo un gesto con la mano para rechazar su propuesta.
—Me quedo.
Sintió una pequeña sensación de vértigo en el pecho y notó que estaba contenta de que se quedara. Acto seguido, contempló todo el desastre que la rodeaba y se atrevió a cruzar la línea.
—¿Sigue en pie la propuesta del brandy?
Él se dio la vuelta y la miró con su media sonrisa.
—Por supuesto. Uno doble. Has tenido un día duro.
De pronto, Dillon se detuvo junto al cuadro y se agachó para examinarlo. Introdujo la mano por la rasgadura del dorso.
—¿Por qué alguien querría hacer algo así?
Harry se encogió de hombros.
Dillon recorrió la sala con la mirada.
—Todo esto... Es como si estuvieran buscando algo.
Harry clavó sus ojos en él.
—Eso crees, ¿no?
—¿Y no lo crees tú también?
Ella suspiró y se frotó los ojos. Los notaba arenosos.
—Sí, pero esperaba estar equivocada.
Se levantó del brazo del sofá y se dirigió a la cocina tratando de no cargar el peso en la rodilla lesionada. Se apoyó en la jamba de la puerta y contempló aquel caos.
¿Qué diablos estarían buscando?
Entonces pensó en el hombre de la estación de trenes, en su cálido aliento, y se estremeció.
—¿Y qué encontraste?
Tragó saliva y se pasó un dedo por el interior del cuello de la camisa. Estaba apoyado en la puerta trasera del pub O’Dowd’s, totalmente inclinado hacia el teléfono como si tuviera calambres.
—Nada —respondió—. Te advertí que iba a ser una estúpida pérdida de tiempo.
Unas voces retumbaban en la barra, al otro extremo del pasillo. A pesar de la corriente de aire que penetraba en el local, Leon estaba sudando.
—¿Estás seguro? —preguntó Leon.
—Pues claro que sí. Dejé el lugar hecho una pena sólo por gusto, pero allí no había nada. —Hizo una pausa—. ¿Cuándo cobro?
—No te preocupes por el dinero, ¿de acuerdo? Cobrarás.
Al lado, alguien abrió la puerta del servicio de caballeros y Leon percibió un tufillo a desinfectante y orina acumulada. Giró la cara hacia la pared y bajó el tono de voz.
—Pégate a ella. Quiero saber todo lo que hace, pero no te le acerques demasiado. Si te descubre, no hay trato.
Colgó el teléfono y avanzó hacia una puerta de la que colgaba un cartel con la palabra «Privado». Se detuvo justo delante y se frotó las manos en los pantalones. Después, abrió la puerta y entró.
La habitación era del tamaño de una celda y estaba decorada como tal. La luz procedente de una única bombilla colgada en el techo desvaía el color de las paredes y la alfombra. La puerta se cerró detrás de Leon con un ruido amortiguado y se sintió como si hubiera sido absorbido por el vacío. No se escuchaba nada del exterior. Se dirigió hacia la mesa de paño verde alrededor de la cual había cuatro personas sentadas.
—Leon, ¿juegas o no?
El encargado de repartir las cartas le puso cara de pocos amigos. Tenía la piel acartonada por el sol y surcada de arrugas. Se llamaba Mattie, y Leon había oído decir que se había pasado la vida tripulando yates ajenos en el Mediterráneo. El resto del tiempo lo pasaba jugando al póquer.
Leon asintió con la cabeza y volvió a ocupar su asiento a la derecha de Mattie. Se dejó caer en la silla, cerró los ojos y se apretó el caballete de la nariz. Sólo se oía el sonido de las cartas que se estaban repartiendo.
Pensaba que encontraría algo en el apartamento de la chica. Debía de existir algún documento que reflejara la existencia de aquel dinero en algún lugar. ¿Dónde demonios lo guardaba?
Mattie dejó la baraja a su lado con un golpe sobre la mesa. Leon se irguió y trató de concentrarse en el juego. La distracción estaba prohibida en una partida de altos vuelos.
Estaban jugando al Texas Hold ‘Em sin límite de apuestas. A cada jugador se le repartían dos cartas boca abajo, que debía combinar con las cinco cartas comunitarias para hacer una mano de póquer. Esta era la variante favorita de Leon, ya que cada ronda de apuestas ofrecía una nueva oportunidad para sacar dinero del bolsillo de algún incauto perdedor; sin embargo, aquella noche el perdedor parecía él. Si no ganaba la siguiente mano, se metería en un buen lío.
Se acercó las dos cartas arrastrándolas por la mesa y colocó una encima de la otra con los bordes alineados. Echó un vistazo a la carta de abajo. Un rey de picas. Lanzó una mirada alrededor de la mesa, pero nadie le prestaba atención. Levantó ligeramente la carta de encima, lo justo para poder ver le la esquina. Otro rey. El corazón se le disparó y puso todo su empeño en no mostrarlas.
El jugador situado a la derecha de Leon lanzó un puñado de fichas en el centro de la mesa.
—Subo mil.
Leon le clavó la mirada. Aquel tipo tenía la constitución de un luchador profesional y llevaba el pelo recogido en una coleta que le llegaba a media espalda. Su rostro era inescrutable.
Leon jugueteó con sus fichas, pero no se entretuvo demasiado. Con aquellos reyes en la mano, intentó pisar fuerte.
—Veo tus mil y mil más.
Mattie negó con la cabeza y tiró sus cartas encima de la mesa. El hombre de más edad de su izquierda echó un vistazo a las cartas de mano que le habían tocado e hizo lo mismo.
Era el turno de Adele, la única mujer de la mesa. Leon ya había competido con ella anteriormente. Rubia, de unos cuarenta años, siempre vestía un elegante traje de negocios y jugaba bien. Examinó la cara de Leon un momento y aceptó la apuesta.
Leon esperó al Luchador para decidir si iba o no. ¿Qué cartas tendría? No estaba de humor para averiguarlo. Sal Martínez podría haberlo calculado en un instante, pero a Leon aquellos cálculos le provocaban dolor de cabeza. Sólo sabía que el bote ya ascendía a ocho mil euros, y tenía que ganarlo como fuera.
Para más inri, estaba jugando casi exclusivamente con dinero de sus clientes. Había auditado las cuentas de un par de comercios que le habían enviado cheques para pagar el impuesto sobre la renta; se suponía que Leon los debía enviar a Hacienda, pero al final el dinero había hecho una parada en su propio bolsillo. Sólo durante unos días.
Se escuchó el ruido de las fichas del Luchador en el centro de la mesa.
—Los veo.
Leon respiró profundamente y flexionó los hombros. Notó cómo le crujieron los huesos de la base del cuello. Mattie giró el
flop
, las tres primeras cartas de las cinco comunitarias. Un rey, un tres y un cinco de diferentes palos. Leon se excitó. Ahora tenía tres reyes.
Adele se fijó en las cartas y no pareció alegrarse. El Luchador era el siguiente. Con aquellas manos del tamaño de unos guantes de béisbol, agarró un puñado de fichas y subió dos mil euros la apuesta.
Leon escrutó el rostro del otro contrincante. Sus rasgos permanecían inmóviles a excepción de un ligero tic en un párpado. Leon no necesitó ver nada más. Sabía que, en el mejor de los casos, el tipo contaba con un tres y un cinco que le proporcionarían dos parejas. Insuficiente para ganar a un trío de reyes.
Ya no quedaban más cartas que jugar. ¿Debía aceptar o arriesgarse con otra subida? «Juega con el hombre, no con las cartas», le hubiera aconsejado Martínez. Pero por otro lado, Martínez era un jugador poco consistente. Leon le había visto ganar medio millón en un solo bote y perderlo sólo unos minutos más tarde en un farol con una pareja de treses.
Al diablo, la seguridad en uno mismo era medio juego. Leon subió otros tres mil.
Adele echó sus cartas encima de la mesa y se dispuso a observar el resto de la mano. El Luchador se tomó su tiempo. Mezcló sus fichas, las separó en grandes montones y las juntó de nuevo propinándoles un golpecito con sus enormes dedos.
—Los veo —dijo finalmente mientras retaba a Leon con una mirada prolongada—. Ahora sólo estamos tú y yo.
A Leon no le gustó el aire de suficiencia de su rostro. En aquel momento había cerca de veinte mil euros en el bote, ocho mil de los cuales eran suyos. O, más exactamente, de sus clientes.
El estómago de Leon se encogió. Dios mío, sólo le quedaba aquella insignificante cantidad de dinero que le proporcionaban unos tenderos de mala muerte. ¿Qué narices le había sucedido? Nueve años atrás ganaba millones gracias al abuso de información privilegiada. Entre todos, es decir, entre el resto de los miembros de la organización y él mismo, habían ganado más de veinticinco millones de euros en un solo año. Los negocios marchaban viento en popa hasta el asunto Sorohan, por supuesto. Hasta que llegó aquel jodido Martínez.
Respiró hondo e intentó concentrarse en la partida. Aún no se había afeitado y percibía el olor agrio de su propio cuerpo. Era la hora del
turn
, la cuarta carta comunitaria. Mattie la giró sobre la mesa. Otro cinco. Leon se quedó quieto. En la mesa había ahora un rey, un tres y dos cincos que le proporcionaban a Leon un
full house
de reyes y cincos.
El Luchador añadió al bote otra pila de fichas.
—Cinco mil.
Leon se dio cuenta de cómo apretaba la boca su contrincante y supo que aún se encontraba en cabeza. El Luchador podía conseguir un trío de cincos, quizás un
full house
de treses, pero poco más. Aceptó.
Ahora tocaba el
river
, la quinta y última carta. Mattie descubrió un cinco.
Mierda. Había tres cincos sobre la mesa. León se fijó en la cara del Luchador y trató de interpretar alguna pista en ella. ¿Contaría con el último cinco?
La frente del Luchador brillaba bajo la luz. Parecía un muñeco de cera derritiéndose. Añadió la mayor pila hasta el momento. Seis mil euros. El centro de la mesa comenzaba a parecer una ciudad llena de edificios a escala.
Leon echó un vistazo al bote. Ahora ascendía a más de treinta y cinco mil euros. Estuvo a punto de ponerse a lloriquear. Era consciente de que los trece mil que había aportado ya no le pertenecían. Formaban parte del bote, y defenderlo con más dinero suyo sería una solemne estupidez. Un hombre prudente abandonaría y se marcharía.
Leon cogió las últimas fichas que le quedaban, las apiló y las añadió al bote.
—Acepto.
Leon y el Luchador se miraron a los ojos. Había llegado el momento de mostrar sus cartas de mano. El Luchador fue el primero. Casi a cámara lenta, giró la carta de arriba. El tres de tréboles. Por el momento, sólo conseguía un
full house
de cincos y treses. El sudor bañaba la espalda de Leon. Paralizado, clavó los ojos en la segunda carta. El Luchador le dio la vuelta. El cinco de diamantes. La única carta de la baraja que podía derrotarlo.
Leon se hundió en la silla. Cuatro malditos cincos imbatibles. La sensación de náusea se agitaba como una anguila en su estómago. Su cabeza empezó a retumbar y se le nubló la vista. Aquel jodido Martínez lo había conducido hasta allí. Lo había fastidiado todo. Apretó los dientes y contuvo un grito lleno de furia. Aquella hija suya se merecía todo lo que le estaba ocurriendo.
—Tiempo estimado de llegada: quince minutos —dijo Dillon. Por su manera de acelerar el motor, Harry se lo creyó.
Giró el volante con violencia para situarse en el carril exterior y ella se agarró al asidero de la puerta con ambas manos. Dillon no comentó si había reparado en que su acompañante se preparaba para un posible impacto.
El Lexus avanzaba por la autopista y pronto Harry se notó las extremidades más relajadas. Hacía calor en el habitáculo y el murmullo del motor ejercía un efecto hipnótico. Harry cerró los ojos y se recostó en el reposacabezas.
Había pasado más de una hora con la policía en su apartamento. Acudieron dos hombres; uno de ellos era el mismo joven garda
[3]
que la había atendido en Pearse Station, el otro un detective vestido de paisano al que no le habían presentado. El más joven habló con ella y el segundo se limitó a observarla con sus serenos ojos grises mientras contestaba preguntas sobre el incidente y relataba de nuevo cómo se había caído delante de un tren.