Juicio Final (25 page)

Read Juicio Final Online

Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

BOOK: Juicio Final
13.51Mb size Format: txt, pdf, ePub

El juez lo interrumpió.

—No se preocupe. Léala.

El testigo inclinó ligeramente la cabeza y se ajustó las gafas. Leyó con voz acelerada, llena de vergüenza al pronunciar las obscenidades.

—«Señor y señora Shriver: siento no haberles escrito antes, pero he estado muy ocupado preparándome para morir. Sólo quería que supieran lo maravilloso que fue follarme a su pequeña. Meter y sacar la polla de su coño era como recoger cerezas una mañana de verano. El suyo era el coñito virginal más sabroso que he probado. Pero aún mejor que follármela fue verla morir: el cuchillo hundiéndose en su tierna carne como si fuese un melón… Eso es exactamente lo que era, una fruta. Por desgracia, ahora está podrida e incomible. Echarle un polvo ahora sería algo terriblemente pervertido, ¿no? Estaría verdosa y llena de gusanos después de tanto tiempo bajo tierra. Una lástima. Pero tengan la seguridad de que fue bonito mientras duró…» —Levantó la vista hacia la defensa—. Firmada: «Su buen amigo, Blair Sullivan.»

Black miró el techo para permitir que aquel espanto se desvaneciera un poco. Luego preguntó:

—¿Ha escrito a los familiares de otras víctimas?

—Sí, señor. A casi todos los parientes de todas las personas que asesinó.

—¿Escribe con regularidad?

—No, señor. Sólo cuando parece venirle la inspiración. La mayoría de las cartas son incluso peores que ésta. A veces es aún más detallista.

—Me lo imagino.

—Sí, señor.

—No hay más preguntas.

El fiscal se puso lentamente en pie. Sacudió la cabeza.

—Veamos, señor Sims, ¿en esa carta Blair Sullivan reconoce expresamente haber asesinado a Joanie Shriver?

—No, señor. Dice lo que he leído. No dice expresamente que la haya matado… no, señor; pero sin duda eso es lo que parece decir.

El fiscal sintió flaquear sus fuerzas. Fue a formular otra pregunta, pero cambió de idea.

—Nada más —dijo.

Sims abandonó la sala caminando a paso ligero. Los Shriver regresaron pasados un par de minutos. Cowart vio que tenían los ojos enrojecidos de llorar.

—Ahora oiré los alegatos —dijo el juez Trench.

Ambos abogados fueron muy breves, lo cual sorprendió a Cowart. Sus argumentos eran previsibles. El periodista procuraba tomar notas, pero no podía evitar desviar la mirada hacia aquellos padres desolados en la primera fila. Se fijó en que no se giraban para observar a Ferguson, sino que mantenían la mirada al frente, clavada en el juez, con la espalda rígida y los hombros ligeramente inclinados hacia él, como si lucharan contra el embate de un vendaval.

Cuando los letrados hubieron terminado, el juez habló severamente.

—Quiero ver citaciones de ambas partes. Me pronunciaré después de revisar la jurisprudencia. Se aplaza la vista hasta dentro de una semana. —Se levantó bruscamente y salió por una puerta en dirección a su despacho.

Cuando el público se puso en pie, hubo un momento de confusión. Cowart vio que Ferguson le estrechaba la mano al abogado y luego seguía a los guardias hacia la puerta que conducía a los calabozos del juzgado. Se volvió y vio a los Shriver rodeados de periodistas, forcejeando para avanzar por el pasillo y salir de la sala. En el mismo instante vio que Roy Black hacía señas al fiscal, quejándose de los problemas que estaba teniendo la pareja. La señora Shriver levantaba el brazo como para protegerse del aluvión de preguntas que le llovía. George Shriver rodeaba a su esposa con un brazo y tenía la cara congestionada. Al cabo de un rato Boylan se acercó a ellos y, como un barco que cambiara de dirección en alta mar, los condujo en la dirección opuesta, rumbo a la puerta del despacho del juez. Cowart oyó decir a un fotógrafo que iba junto al fiscal: «No se preocupe, tengo la foto.» Cowart sintió un extraño malestar.

Oyó voces alrededor: un cámara entrevistaba a Black, deslumbrándolo con el resplandor de un foco.

—Claro que en eso llevamos razón —decía Black—. Aún quedan muchos interrogantes por descartar. No me explico por qué el estado no acepta que…

Al mismo tiempo, un poco más allá Boylan respondía ante otra cámara y resplandecía con idéntica intensidad bajo idéntica luz.

—En nuestra opinión, tenemos al autor de un terrible crimen esperando en el corredor de la muerte. Y aunque el juez concediera un nuevo juicio al señor Ferguson, creemos que hay pruebas más que suficientes para volver a declararlo culpable.

—¿Aun sin la confesión? —preguntó un reportero.

—En efecto —respondió el abogado. Alguien se echó a reír, pero cuando Boylan se volvió con una mirada fulminante, las risas cesaron.

—¿Cómo es que su jefe no ha comparecido en la vista? ¿Por qué lo han enviado a usted? No figuraba en el anterior equipo fiscal.

—Me correspondió a mí —respondió escuetamente.

Roy Black respondía a la misma pregunta unos metros más allá.

—Porque a los funcionarios electos no les gusta acudir a las vistas a jugarse el cargo. Desde el principio la acusación se huele que lleva las de perder. Y pueden citar textualmente mis palabras.

De repente un cámara se acercó a Cowart con su implacable foco y le preguntó:

—Cowart, usted publicó los artículos que han promovido todo esto. ¿Qué le ha parecido la vista? ¿Y la carta de Sullivan?

Cowart vaciló entre decir algo inteligente o insustancial, pero acabó limitándose a sacudir la cabeza.

—Venga, Matt —pidió alguien—. Dinos algo.

Cowart, sin embargo, se marchó sin más.

—¡Qué tío más borde! —dijo otra voz.

Cowart bajó al vestíbulo por una escalera mecánica. Salió fuera apresuradamente y se detuvo en la escalinata de la entrada. Sintió que el calor lo envolvía. La brisa no dejaba de soplar y, en lo alto, el viento ondeaba las tres banderas: la del condado, la estatal y la nacional. Hacían un ruido seco, restallando como disparos a cada soplo de aire. Tanny Brown estaba al otro lado de la calle, mirándolo fijamente. El detective se limitó a fruncir el entrecejo y luego subió a un coche; Cowart observó cómo se incorporaba lentamente al tráfico y desaparecía.

Transcurrida una semana, el juez decidió admitir a trámite un nuevo juicio. Esta vez no tachó a Ferguson de «animal salvaje»; tampoco mencionó las docenas de editoriales que, incluso en el condado de Escambia, abogaban por esa misma causa. Y resolvió que no se tendría en cuenta la famosa confesión del condenado. En una audiencia celebrada a puerta cerrada, Roy Black solicitó que Ferguson fuera puesto en libertad bajo fianza, lo cual se concedió. Una coalición de grupos contrarios a la pena de muerte reunió la suma requerida; Cowart acabó descubriendo que les había sido cedida por un productor de cine que había adquirido los derechos para rodar la vida de Robert Earl Ferguson.

9
Orden de ejecución

Cowart se vio embargado por la inquietud.

Se sentía como si su vida se hubiera compartimentado en una serie de momentos que esperan la señal para recuperar la normalidad. Tuvo una extraña sensación de anticipación, una especie de nerviosa esperanza, aunque con respecto a algo que él mismo no sabía precisar. Acudió a la prisión el día en que Ferguson abandonaba el corredor de la muerte, antes de la celebración del nuevo juicio, aplazado hasta diciembre. Era la primera semana de julio, y en la carretera de acceso al presidio había casetas donde se vendían fuegos de artificio, bengalas, banderas y banderines rojos, blancos y azules. La primavera de Florida se había convertido en verano: el sol castigaba la tierra con infinita paciencia, resecándola hasta reducirla a una corteza dura y resquebrajada. Ondulantes olas de calor oscilaban sobre el suelo y el bochorno parecía minar las energías, la ambición y el deseo. Era casi como si las elevadas temperaturas entorpecieran la rotación del planeta.

Una multitud de periodistas sudorosos esperaba a Ferguson a las puertas de la prisión. A ellos se sumaban grupos contrarios a la pena de muerte, algunos portando pancartas de agradecimiento por su puesta en libertad y cantaban: «No a la silla, sí a la vida.» Cuando Ferguson traspuso la puerta, prorrumpieron en vítores y aplausos. El recién liberado echó un vistazo al resplandeciente cielo y luego se detuvo, flanqueado por su desgarbado abogado y su abuela frágil y canosa. La anciana fulminó con la mirada a los periodistas y cámaras que se abalanzaban sobre ellos, aferrándose con los dos brazos al codo de su nieto. Encaramado en una escalerilla a fin de abarcar toda aquella multitud, Ferguson dio un breve discurso sobre que su caso dejaba claro qué aspectos del sistema fallaban y cuáles no. También dijo alegrarse de recuperar la libertad y que no guardaba rencor a nadie, lo cual nadie creyó, y que lo primero que haría sería darse un banquete con comida de verdad: pollo frito con verdura y, de postre, helado con doble ración de chocolate. Acabó diciendo:

—Quiero dar las gracias al Señor por mostrarme el camino, a mi abogado, al
Miami Journal
y al señor Cowart, porque él me escuchó cuando parecía que nadie quería hacerlo. De no haber sido por él, hoy no estaría aquí.

Cowart dudaba que los agradecimientos fueran a salir en las noticias de la noche o en los periódicos. En cualquier caso, sonrió.

Los periodistas empezaron a disparar preguntas bajo aquel calor abrasador.

—¿Piensa regresar a Pachoula?

—Sí. Ese es mi verdadero hogar.

—¿Qué planes tiene?

—Quiero acabar la universidad. Quizá me licencie en derecho o me especialice en criminología. Ahora tengo sólidos conocimientos sobre derecho penal.

Hubo risas.

—¿Qué le ha parecido el juicio?

—¿Qué puedo decir? Al parecer quieren volver a procesarme, pero no sé cómo van a lograrlo. Creo que me absolverán. Sólo quiero seguir con mi vida, desaparecer del punto de mira y recuperar el anonimato. No es que no los aprecie, señores, sino que…

Más risas. Los periodistas parecían engullir a aquel hombre menudo que a cada pregunta giraba la cabeza para mirar a quien la formulaba. Cowart se fijó en lo cómodo que Ferguson parecía en aquella improvisada rueda de prensa, desenvolviéndose con soltura y buen humor; era evidente que se divertía.

—¿Por qué cree usted que quieren procesarlo otra vez?

—Para guardar las apariencias. Supongo que para no reconocer que iban a ejecutar a un hombre inocente; a un negro inocente. Hubieran preferido aferrarse a una mentira antes que afrontar la realidad.

—¡Así se habla, hermano! —gritaron en el grupo de manifestantes—. ¡Bien dicho!

Otro periodista había explicado a Cowart que esas mismas personas se movilizaban siempre que había una ejecución: pasaban la noche a la luz de las velas y cantaban Venceremos y Seré libre hasta el momento en que el alcaide salía para anunciar que la sentencia del tribunal se había cumplido. También solía acudir un grupo partidario de la silla eléctrica: tipos rudos ataviados con vaqueros, camiseta y botas tejanas, que ondeaban la bandera norteamericana, abucheaban, gritaban y se enzarzaban a empujones en ocasionales trifulcas con los contrarios a la pena de muerte. Pero ese día no se habían presentado.

Normalmente, la prensa ignoraba a ambos grupos en la medida de lo posible.

—¿Y qué me dice de Blair Sullivan? —preguntó un periodista de la televisión, tendiendo bruscamente el micrófono hacia Ferguson.

—¿Sullivan? Creo que es un individuo peligroso y retorcido.

—¿Lo odia?

—No. El buen Señor me ha enseñado a poner la otra mejilla, aunque a veces es difícil.

—¿Cree que confesará y le ahorrará a usted el juicio?

—No. Seguramente planea confesarse sólo ante el Señor.

—¿Ha hablado con él sobre el asesinato?

—No, señor.

—¿Qué opina de esos detectives?

Ferguson titubeó.

—Sin comentarios —sonrió—. Mi abogado me aconsejó que, si no podía decir algo bueno o imparcial, contestara «sin comentarios», así que ahí queda eso.

Se oyeron risas.

Ferguson ensanchó la sonrisa. Se produjo un instante de confusión cuando los cámaras se dispusieron para sacar una última toma y los técnicos de sonido forcejearon con micrófonos y grabadoras. Los fotógrafos de prensa brincaban y zigzagueaban en torno a Ferguson y sus cámaras zumbaban como insectos. Ferguson alzó la mano, haciendo la señal de la victoria. Luego fue conducido al asiento de atrás de un coche, desde cuya ventanilla cerrada saludó con la mano a los reporteros que le hacían las últimas fotografías. A continuación, el coche arrancó y se alejó por la carretera de acceso; los neumáticos levantaron pequeñas nubes de polvo sobre el pegajoso pavimento negro. Pasó volando junto a una acalorada fila de presos que marchaban a paso lento, con los brazos negros relucientes de sudor; se disponían a hacer la pausa de mediodía, y el sol se reflejaba en los picos y palas que cargaban al hombro. Aquellos hombres entonaban una canción de trabajo y Cowart, aunque no logró captar la letra, se sintió embargado por sus compases.

Al mes siguiente llevó a su hija a Disney World. Se alojaron en uno de los pisos superiores del Hotel Contemporary, con vistas al parque de atracciones. Becky se había convertido en toda una experta en aquel terreno y cada día planificaba el asalto a las atracciones con el entusiasmo de un general deseoso de enfrentarse a un enemigo alicaído. Cowart disfrutaba dejándola llevar las riendas. Si quería subirse a la Montaña del Espacio o al Caballo Loco del Señor Sapo cuatro o cinco veces seguidas, no había ningún problema. Cuando tenía hambre, él no le hacía comentarios adultos sobre nutrición, sino que le permitía tomar una vertiginosa variedad de perritos calientes, patatas fritas y algodones de azúcar.

Hacía demasiado calor como para guardar cola toda la tarde, así que pasaban horas en la piscina del hotel, buceando y chapoteando. Él la arrojaba una y otra vez al agua, dejaba que se le subiera a la espalda y que pasara buceando entre sus piernas. Luego, con el poco de fresco que corría tras la puesta de sol, se vestían y regresaban al parque para ver los fuegos de artificio y los espectáculos de luz.

Cada noche Cowart acababa llevándola en brazos, exhausta y profundamente dormida, al monorraíl del hotel y la subía a la habitación para acostarla en la cama y escuchar su respiración pausada y regular, aquel sonido infantil que disipaba cualquier preocupación y le transmitía una gran paz.

En todo el tiempo que pasaron allí sólo tuvo una pesadilla: una repentina visión en que Ferguson y Sullivan lo obligaban a subirse a una montaña rusa y le arrebataban a su hija.

Other books

Eyes on You by Kate White
The Saintly Buccaneer by Gilbert Morris
White Heat by Pamela Kent
Bea by Peggy Webb
Salem Falls by Jodi Picoult
Glory by Alfred Coppel
Kidnap by Lisa Esparza
Ramage At Trafalgar by Dudley Pope