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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

Juicio Final (45 page)

BOOK: Juicio Final
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—Perdona, Mike. Supongo que no.

—No me gusta cuando me recuerdas a mí de joven. Recuerdo mi primer caso importante. También a mí me salía humo por las orejas. No podía dejarlo un solo momento. Hazme caso. Tómatelo con calma.

—Mike…

—Vale, vale. Prefieres acosar al periodista en vez de interrogar a presos y carceleros, ¿verdad?

—Sí.

—¿Lo ves? —dijo Weiss riendo—, ésta es la clase de intuición que te hará llegar lejos en el departamento. De acuerdo. Tú le haces la vida imposible a Cowart y yo regreso a Starke. Pero quiero que hablemos. Todos los días. Puede que dos veces al día, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

No sabía si estaba dispuesta a aceptar. Colgó y empezó a ordenar la mesa, archivó los documentos, apiló los informes, añadió sus notas y observaciones a los expedientes y guardó los bolígrafos y lápices en el bote. Cuando quedó satisfecha, se permitió ponerse manos a la obra.

«Es mi oportunidad», pensó.

Se puso en marcha hacia Miami con el sol del mediodía quemándole el capó del coche. Iba tarareando fragmentos de canciones de Jimmy Buffett sobre la vida en los cayos de Florida y soñando con los ojos abiertos mientras conducía a gran velocidad.

Era su primer homicidio; había dejado los coches patrulla hacía nueve meses y los allanamientos hacía tres, para ascender valiéndose de su pericia y la igualdad de oportunidades de que ahora gozaban las mujeres y las minorías dentro del departamento. La consumía la ambición que ella misma alimentaba con su energía y la convicción de que podía suplir su falta de experiencia con su entrega. Esa había sido casi siempre su respuesta ante la adversidad desde que era una niña solitaria en cayo Alto. Su padre, detective de la policía de Chicago, fue abatido en acto de servicio. A menudo había reflexionado sobre el término «acto de servicio» y en lo poco ajustado que en verdad estaba al concepto. Pretendía darle cierta dignidad marcial a lo que ella consideraba el fruto de un error momentáneo y de la mala fortuna. Sugería que su muerte había sido algo necesario, pero ella sabía que eso era mentira. Su padre había servido en la brigada de delitos económicos, a menudo trataba con confidentes y marrulleros del tres al cuarto, tratando de atajar el inacabable aluvión de jubilados e inmigrantes que confiaban en hacer fortuna mediante negocios más que dudosos. Una mañana, sus compañeros y él irrumpieron en la sede de una correduría fraudulenta. Veinte hombres y mujeres llamaban desde sus mesas ofreciendo inversiones milagrosas. Ni el caso ni la redada se salían de lo ordinario, todo formaba parte de la cotidianidad tanto de los agentes como de los estafadores. Lo que no estaba previsto es que uno de éstos fuera un exaltado con una pistola oculta al que nunca antes habían detenido y que por tanto no sabía que la justicia lo pondría en la calle sin amonestarlo siquiera. Hubo un único disparo. Atravesó una mampara divisoria e impactó en su padre, que se encontraba al otro lado tomando nota de los nombres de los detenidos. Todo había sido inútil. Había muerto empuñando un bolígrafo.

Andy tenía diez años y lo recordaba como un hombre membrudo que jugaba con ella a todas horas y que cuando fue creciendo empezó a tratarla como si fuera un chico. La llevaba al Comiskey Park a ver a los White Sox. Le había enseñado a lanzar y recoger la pelota y a confiar en la fuerza física. La suya parecía una vida perfectamente normal. Vivían en una modesta casa de ladrillo. Ella asistía a la escuela del barrio, al igual que sus hermanos mayores. De alguna manera, el revólver de cañón corto que su padre llevaba bajo la chaqueta le llamaba menos la atención que las americanas y las corbatas de vivos colores con que se vestía. Conservaba sólo una fotografía en la que aparecía junto a él; estaba tomada al aire libre, después de una nevada, junto a un muñeco de nieve que habían hecho juntos, abrazados a él como si fuera un amigo. Era a principios de abril, cuando el largo invierno empieza a remitir en el Medio Oeste, no sin antes sorprender con una última lengua de frío. Al muñeco le habían puesto una gorra de béisbol, piedras como ojos y ramas como brazos. Le habían envuelto una bufanda alrededor del cuello y en la cara le dibujaron una sonrisa bufa. Era un muñeco de concurso, sólo le faltaba cobrar vida. Naturalmente, se deshizo: el tiempo cambió de repente y al cabo de una semana ya se había derretido.

Se trasladaron a los cayos un año después dé su muerte.

En realidad la intención era instalarse en Miami, donde tenían parientes, pero fueron al Sur cuando su madre encontró trabajo como encargada en un restaurante cercano a un puerto deportivo. Ahí fue donde conoció a su padrastro.

A ella siempre le había caído en gracia. Era distante pero pese a todo se mostró dispuesto a enseñarle cuanto sabía sobre la pesca. Cuando pensaba en él, veía aquellos brazos que el sol había tornado del color de la arcilla rojiza y aquellas manchitas en la piel que presagiaban el cáncer. Siempre quiso tocarlas pero jamás lo hizo. Seguía fletando su barco de pesca en el puerto de Whale; su embarcación de doce metros de eslora se llamaba Última Oportunidad, pero los clientes lo tomaban como una referencia a la pesca y no a la frágil vida del patrón de la nave.

Aunque su madre nunca se lo dijo, ella creía que había nacido por accidente. Nació cuando sus padres ya estaban entrados en años y se llevaba más de diez con sus hermanos. Ellos se habían marchado de los cayos en cuanto la edad y los estudios se lo permitieron, uno como abogado para una empresa de Atlanta, el otro para montar una modesta aunque exitosa empresa de importación-exportación en Miami. En la familia hacían la broma de que aquélla era la única empresa de importación legal de Miami y que por eso era la más pobre. Durante un tiempo creyó que seguiría los pasos de un hermano o del otro, y asistió la Universidad de Florida, donde consiguió una media lo bastante alta como para licenciarse.

Decidió ingresar en la policía tras la violación.

Aquel recuerdo parecía enconado en su imaginación. Fue hacia finales de semestre en Gainesville, casi en verano, calor y humedad. No tenía intención de acudir a la Fiesta de la Fraternidad pero el examen final de psicología clínica la había dejado exhausta y apática, así que cuando sus compañeras de habitación insistieron en que las acompañara terminó aceptando.

Recordaba un gran bullicio por todas pares. Las voces, la música, la gente hacinada en un espacio reducido. La multitud hacía crujir la estructura de madera del edificio. Bebió cerveza para aliviar el acaloramiento, no tardó en subírsele a la cabeza y terminó pasando el resto de la noche luchando contra el mareo.

Pasada ya la medianoche, y sin noticia de sus compañeras de habitación, emprendió sola el camino a casa después de rechazar a cien acompañantes. Había bebido hasta el punto de sentir un extraño vínculo con la noche y avanzó a tientas bajo las estrellas. No iba tan bebida como para no encontrar el camino de vuelta, recordó, sólo lo suficiente para necesitar tomarse su tiempo.

«Era un blanco fácil», pensó con amargura.

No se percató de los dos hombres que la seguían con sigilo hasta que los tuvo a su altura. Entonces la agarraron, le cubrieron la cabeza con una chaqueta y le dieron un puñetazo. No tuvo tiempo de gritar, de resistirse o tratar de escapar. Ésta era la parte del recuerdo que más abominaba.

Podría haberlo hecho, era campeona de 1,800 metros en el instituto. «Si me hubiera zafado al menos por un instante, jamás me habrían alcanzado. Habría corrido como una exhalación.»

Recordó la presión de los dos hombres, que la aplastaban con su peso. El dolor le pareció intenso al principio; luego, extrañamente distante. Tenía miedo de ahogarse. Se revolvió hasta que uno de ellos le propinó otro puñetazo, y el impacto, unido al efecto del alcohol, le hizo perder la conciencia. Se desvaneció, aliviada de perder el conocimiento; lo prefería a la agonía y el dolor de lo que estaba ocurriendo.

Conducía a gran velocidad en dirección a Miami, aceleraba cada vez que se hundía en los recuerdos. «No pasó nada», pensó. Recobrar la conciencia en el hospital. Lavarla, palparla, penetrar de nuevo en ella. Los guardias del campus le tomaron declaración. Luego un detective de la ciudad. «"¿Podría describir a sus asaltantes, señorita?" "Estaba oscuro. Me redujeron." "Pero ¿qué aspecto tenían?" "Tenían fuerza. Uno me cubrió la cara con una chaqueta." "¿Eran blancos? ¿Negros? ¿Hispanos? ¿Bajos? ¿Altos? ¿Corpulentos? ¿Delgados?" "Estaban encima de mí." "¿Dijeron algo?" "No. Lo hicieron y ya está."» Llamó a casa, oyó cómo su madre se deshacía en lágrimas inútiles y su padrastro barboteaba de rabia, casi como culpándose por lo ocurrido. Terminó acudiendo a una asistente social especializada en casos de violación; se limitaba a escuchar y asentir: la compasión era una parte más de su trabajo, como los jóvenes que contrata Disney World para saludar amistosamente a los visitantes con fingida espontaneidad. Regresó a casa a la espera de novedades. Nada. Ni un sospechoso. Ni una detención. Sólo pesadillas cuando había un poco de alboroto en el campus. Las fiestas de las fraternidades. Superar los recuerdos y salir adelante.

Los hematomas, desaparecieron.

Se pasó el dedo por una pequeña cicatriz pálida al lado del ojo. Ésta había perdurado.

En su familia no volvió a hablarse de lo sucedido. Regresó a los cayos y se encontró con que todo seguía igual. Seguían viviendo en una casa cenicienta, desde el segundo piso podía verse el océano, en cada habitación un ventilador de palas, que removía el ardiente aire estancado. Su madre seguía yendo al restaurante para, cerciorarse de que la tarta de lima se servía fresca y los buñuelos de caracoles bien fritos, de que todo estaba listo para el habitual desfile de turistas y pescadores, que tenían allí su punto de encuentro. La rutina continuaba igual pese al transcurso de los años. Andy volvió a trabajar en el barco de su padrastro, como si nada en ella hubiera cambiado. Recordó que se lo quedaba mirando cuando él subía al puente para vigilar impasible las verdosas aguas con sus oscuras gafas de sol en busca de signos de vida, mientras ella, en cubierta, les servía cervezas a los clientes, reía sus insulsos chistes y disponía los cebos a la espera de que los peces picaran.

Se puso las gafas de sol para protegerse del resplandor de la autopista.

«Pero yo sí he cambiado», pensó.

Se había acostumbrado a escribirle cartas a su madre; plasmaba todas sus penas y emociones en unas cuartillas lilas ligeramente perfumadas, las palabras y las lágrimas salpicaban las delicadas hojas. Pasado un tiempo dejó de escribir acerca de la violación, aquel vacío que aquellos dos hombres sin rostro habían clavado en su interior, para escribir acerca del mundo, el tiempo, su futuro, su pasado. El día que se presentó a la prueba de acceso para entrar en la policía escribió: «No puedo traer de vuelta a papá…»; darle silenciosa voz a aquel sentimiento la hacía sentir mejor, por más que pudiera parecer un lugar común.

Por supuesto, jamás envió ninguna de aquellas cartas ni se las mostró a nadie. Las guardaba en una carpeta de imitación piel que había comprado en un mercadillo de artesanía en un suburbio de Miami. Más tarde, empezó a incorporar resúmenes de sus casos en las cartas, dando voz a todas sus hipótesis y suposiciones, todas las peligrosas ocurrencias que dejaba al margen de los informes y notas oficiales. Se preguntaba en ocasiones si su madre, en caso de que hubiera leído cualquiera de aquellas cartas teóricamente destinadas a ella, se asombraría más por las cosas que le sucedían a su hija o por las que su hija había visto que les sucedían a los demás.

Pensó en la pareja de ancianos de Tarpon Drive. «Ellos no tuvieron ninguna escapatoria. Sabían lo que habían engendrado. ¿Se creían que no les iba a pasar factura haber traído a Blair Sullivan al mundo? Todas las personas acaban pagando.»

Recordó la primera vez que había empuñado el pesado Cok Magnum 357, el arma reglamentaria de los agentes de Monroe. Aquel peso le daba confianza: tenía a su alcance algo que evitaría que jamás volviese a ser una víctima.

Pisó el acelerador y notó cómo el vehículo se lanzaba hacia delante, alcanzando los ciento diez, los ciento treinta, cortando el calor del mediodía.

Hizo una diana de seis el primer día. Dos de seis al siguiente. Al cabo de las seis semanas de instrucción, acertaba seis de seis en pleno centro. Había seguido practicando al menos una vez por semana todas las semanas desde entonces. Había practicado también, hasta manejarla con destreza, con una automática de menor tamaño y con el fusil de pelotas de goma que formaba parte del equipamiento de los coches. Últimamente había empezado a practicar el tiro con un M-16 de tipo militar y había adquirido para su uso personal una pistola de 9 mm.

Levantó el pie del pedal y dejó que el coche redujera hasta el límite de velocidad. Echó un vistazo por el retrovisor y vio que otro coche aceleraba hasta ella para luego tomar el carril izquierdo. Era un Ford camuflado de la policía estatal en busca de infractores. Naturalmente, habría llamado la atención del radar y él había salido en su persecución.

La miró a través de unas oscuras gafas de aviador.

Ella sonrió y se encogió de brazos con un gesto burlón; una sonrisa se dibujó en la cara del agente. Levantó una mano como diciendo «vale, no pasa nada» y acto seguido la adelantó. Ella encendió la radio y sintonizó el canal de la policía estatal.

—Aquí Monroe homicidios uno-cuatro. Regrese.

—Monroe homicidios, aquí patrullero Willis. Mi velocímetro dice que iba usted a ciento cincuenta. ¿Dónde está el fuego?

—Lo siento, patrullero. Hacía buen día, estoy trabajando en un buen caso y me ha dado por celebrarlo de alguna manera. Ya reduzco.

—No hay problema, uno-cuatro. Por cierto, ¿tiene tiempo de ir a picar algo?

Ella se rió. Ligue a todo gas.

—Negativo en estos momentos. Pero inténtelo dentro de un par de días en la sede de Largo.

—Así lo haré.

Lo vio levantar la mano y desviarse al carril lento.

«Tendrá esperanzas durante unos días —pensó, preparando ya la excusa con que se iba a disculpar—. Se llevará un chasco.» Tenía una regla: no acostarse jamás con ningún policía. Jamás con nadie a quien tuviera que ver una segunda vez.

Se tocó la cicatriz del ojo. «Dos cicatrices —pensó—. Una por fuera, la otra por dentro.»

Siguió en dirección norte hacia Miami.

En la redacción del
Miami Journal
, una recepcionista le informó de que Matthew Cowart no se encontraba allí. A ella le extrañó, y sintió una ligera excitación. «Algo está buscando —pensó—. Anda detrás de alguien.» Pidió ver al jefe de redacción. La recepcionista hizo una llamada y a continuación la invitó a sentarse en una butaca, donde aguardó con impaciencia. Pasaron veinte minutos hasta que el jefe salió a recibirla.

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