Guardó silencio, y por un instante Ekaterin tuvo la impresión de que era un hombre mucho más joven bajo su habitual máscara de ironía y autoridad.
No es mayor que yo, después de todo
.
—¿Esperaba problemas con los permisos? Lo tendría que haber pensado, supongo, pero solicitaron toda la información cuando hice la cita, y no dijeron nada, así que pensé… supuse…
—No específicamente. Pero esperaba tener la oportunidad de poder serle útil alguna vez. Estoy encantado de que fuera tan fácil.
Sí, advirtió ella con envidia, él podía apartar de su camino todos los problemas ordinarios. Dejando sólo los extraordinarios… Su envidia menguó. Entonces se le ocurrió que Vorkosigan tal vez se sentía algo culpable por la muerte de Tien, y que por eso se tomaba tantas molestias para ayudar a su viuda y a su huérfano. Una preocupación tan intensa parecía innecesaria, y se preguntó cómo podía asegurarle que no le hacía responsable sin crear más incomodidad.
Efectuaron un montón de pruebas a Nikki en la mitad de tiempo de lo que Ekaterin esperaba. La médico komarresa se reunió con ellos en su cómoda consulta poco después; Vorkosigan despidió a sus guardias, que se apostaron en el pasillo.
—El escaneo genético de Nikki demuestra que la distrofia es del modelo clásico —le dijo la doctora, cuando Ekaterin y Nikki estaban sentados uno al lado del otro delante de la comuconsola. Vorkosigan, como de costumbre, se sentó detrás y se quedó observando—. Tiene unas cuantas complicaciones específicas, pero nada que nuestros laboratorios no puedan manejar.
Ilustró su charla con un holovid de los cromosomas afectados, y un vid generado por ordenador de cómo el retrovirus liberaría la carga que supliría sus deficiencias. Nikki no hizo tantas preguntas como esperaba Ekaterin… ¿estaba intimidado, cansado, aburrido?
—Creo que nuestros técnicos genéticos podrán tener el retrovirus personalizado para Nikki en una semana —concluyó la doctora—. Entonces tendrás que regresar para que te pongamos la inyección, Nikki. Tendrás que quedarte a pasar la noche en Solsticio para hacerte una comprobación al día siguiente. Señora Vorsoisson, si es posible, vuelva a visitarnos de nuevo antes de que salgan de Komarr. Nikki tendrá que ser examinado mensualmente a partir de entonces durante otros tres meses, cosa que podrá hacer en una clínica que le recomendaré en Vorbarr Sultana. Le daremos un disco con el historial, y ellos podrán continuar a partir de ahí. Después de eso, suponiendo que todo vaya bien, un chequeo cada año será suficiente.
—¿Eso es todo? —dijo débilmente Ekaterin, llena de alivio.
—Eso es todo.
—¿No ha habido aún ningún daño? ¿Llegamos a tiempo?
—No, está bien. Con la Distrofia de Vorzohn es difícil hacer predicciones, pero supongo que en su caso el daño celular importante habría empezado a hacer su aparición en torno a los veinte años. Llegan en buen momento.
Ekaterin apretó con fuerza la mano de Nikki mientras salían, el paso firme, para impedir que sus pies danzaran.
—Oh, mamá —se quejó Nikki. Se soltó y caminó con independiente dignidad junto a ella.
Vorkosigan, con las manos metidas en los bolsillos, los siguió sonriente.
Nikki se quedó dormido en la lanzadera, con la cabeza apoyada en el regazo de su madre. Ekaterin lo observó amorosamente, y le acarició el pelo, con cuidado de no despertarlo.
Vorkosigan, sentado frente a ellos con su lector sobre las rodillas, la miró a su vez.
—¿Todo va bien? —murmuró.
—Todo bien —dijo ella en voz baja—. Pero me siento tan rara… La enfermedad de Nikki ha sido el centro de mi vida desde hace tanto tiempo… Gradualmente fui dejándolo todo a un lado para concentrarme en esto, en lo principal. Parece como si me hubiera estado preparando para derribar algún muro inexpugnable. Y entonces, cuando por fin tomo aire, agacho la cabeza y cargo… bueno, se desploma y ya está. Y ahora estoy pisoteando el polvo y los ladrillos, parpadeando. Me siento muy desequilibrada. ¿Dónde estoy ahora? ¿Quién soy?
—Oh, ya encontrará su equilibrio. No puede haberlo perdido por completo, aunque haya estado girando en torno a otra gente. Concédase algo de tiempo.
—Pensé que mi centro era ser Vor, como las mujeres antes que yo —ella lo miró, sin saber qué decir—. Cuando elegí a Tien… tiene usted que comprender que fue mi decisión. Mi matrimonio se dispuso, fue una oferta, pero no fue forzado. Yo lo quise, quería tener hijos, formar una familia, seguir la estirpe. Hacerme un hueco, no sé, en la procesión generacional.
—Yo soy el undécimo que lleva mi nombre. Entiendo mucho de generaciones.
—Sí —dijo ella, agradecida— No fue que no eligiera lo que quería, o renunciara a mí misma, ni nada de eso. Pero de algún modo no acabé con el hermoso tapiz Vor que quería hacer. Acabé con esta… maraña de hilos —sus dedos se agitaron en el aire, remedando el caos.
Él arrugó los labios en una mueca introspectiva e irónica.
—También entiendo de marañas.
—Pero usted sabe… bueno, claro que sabe, pero… El asunto de darse golpes contra la pared. El fracaso, el fracaso se convirtió en algo familiar para mí. Casi me sentía cómoda cuando dejaba de luchar contra eso. No sabía que conseguir algo era tan devastador.
—Ya —él se echó hacia atrás, la lectura olvidada en su regazo, observándola con total atención—. Sí… vértigo en el apogeo, ¿no? Y la recompensa por un trabajo bien hecho es otro trabajo, y lo que ha hecho por nosotros últimamente, y eso es todo, teniente Vorkosigan, y… sí. Conseguir algo es devastador, o al menos desorientador, y no te advierten de antemano. Es el cambio súbito del impulso y la dirección, creo.
Ella parpadeó.
—Qué extraño. Esperaba que me dijera usted que me estaba comportando como una tonta.
—¿Negarle esa percepción perfectamente correcta? ¿Por qué iba a esperar eso?
—La costumbre… supongo.
—Hum. Se puede llegar a disfrutar de la sensación de ganar, sabe, una vez que se remonta la intranquilidad inicial. Es un gusto adquirido.
—¿Cuánto tardó en adquirirlo?
Él sonrió lentamente.
—Bastó una vez.
—Eso no es un gusto, es una adicción.
—Pues le vendría muy bien.
Sus ojos brillaban incómodos. ¿Desafiantes? Ella sonrió confusa, y contempló por la portilla el oscuro cielo komarrés mientras la lanzadera iniciaba su descenso. Él se frotó los labios, sin superar del todo la vieja costumbre, y devolvió su atención a los informes.
El tío Vorthys se encontró con ellos en la puerta del apartamento, con las manos llenas de discos de datos y una vaga sonrisa distraída en el rostro. Estrechó cálidamente la mano de Ekaterin, y rechazó el intento inmediato de Nikki por apropiarse de él y llevárselo a un lado para contarle las maravillas de la lanzadera de SegImp.
—Un momento, Nikki. Iremos a tomar el postre a la cocina, y me lo contarás entonces. Ekaterin. Tengo noticias de la profesora. Ha tomado una nave en Barrayar, y estará aquí dentro de tres días. No quise decírtelo hasta estar seguro de que podría venir.
—¡Oh! —Ekaterin casi saltó de alegría, inmediatamente mitigada por la preocupación—. Oh, no, ¿esa pobre mujer va a tener que hacer cinco saltos de agujero de gusano desde Barrayar a Komarr sólo por mí? ¡Pero si se marea!
—La verdad es que fue idea de lord Vorkosigan —dijo el tío Vorthys.
Vorkosigan mostró una sonrisita culpable y se encogió de hombros.
—Aunque yo pretendía traerla también —continuó el tío Vorthys—, al final del trimestre. Esto solamente ha adelantado los planes. A ella le encantará Komarr, en cuanto llegue y tenga un par de días para recuperarse del viaje. Creí que te gustaría.
—No tendrías… pero claro que me gusta, y mucho.
Vorkosigan se enderezó ante estas palabras, y su sonrisa se relajó con un gesto de satisfacción interna que divirtió mucho a Ekaterin. No estaba segura de si había aprendido a leer mejor las sutilezas de su expresión, o si él las ocultaba menos.
—Si te consigo un billete, ¿irás a recibirla a la estación de punto de salto? —añadió el tío Vorthys—. Me temo que no tendré tiempo, y ella odia viajar sola. Podrás verla un día antes, y pasar algún tiempo juntas en el último tramo de camino.
—¡Por supuesto! —Ekaterin casi se echó a temblar al darse cuenta de cuánto anhelaba ver a su tía. Había vivido tanto tiempo en la órbita de Tien, que se había acostumbrado a estar aislada. Ekaterin consideraba a la profesora uno de los pocos parientes amables que conocía. Una amiga, una aliada. Las mujeres komarresas a las que había conocido eran agradables, pero había tantas cosas que no comprendían… La tía Vorthys podría hacer comentarios cáusticos, pero tenía una gran capacidad de comprensión.
—Sí, sí, Nikki —dijo el tío Vorthys—. Miles. Cuando estés preparado, me reuniré contigo en mi habitación, y podremos repasar los progresos de hoy en la comuconsola.
—¿Hemos hecho algunos? ¿Es interesante?
El tío Vorthys hizo un gesto de indecisión con la mano libre.
—Me gustaría ver qué pauta ves emerger, si hay alguna.
—Cuando usted quiera. Llame a mi puerta cuando esté preparado.
Vorkosigan le sonrió a Nikki, le dirigió al profesor un vago saludo, y se retiró.
Nikki, que esperaba impaciente su turno, arrastró a su tío-abuelo a la cocina, tal como éste había prometido; Ekaterin sólo pudo agradecer que, de los acontecimientos del día, la lanzadera de SegImp pareciera mucho más importante que los análisis médicos. Los siguió, satisfecha.
A la mañana siguiente, Miles, con la camisa y los pantalones puestos, pero descalzo, salió al pasillo con sus útiles de aseo en la mano. Tenía que recordarle a Tuomonen que le devolviera su kit médico. Los técnicos de SegImp no habían podido encontrar ningún explosivo dentro, o ya le habrían informado. Sus sombrías reflexiones fueron interrumpidas cuando encontró a Ekaterin, todavía vestida con una bata y con el pelo desarreglado pero encantador, apoyada contra la puerta del cuarto de baño.
—Nikki —llamó—. ¡Abre la puerta de una vez! No puedes esconderte todo el día ahí dentro.
—Sí que puedo —respondió tercamente una voz juvenil y apagada.
Apretando los labios, ella volvió a llamar a la puerta, con urgencia pero sin estridencias. Dio un respingo cuando vio a Miles y se agarró el cuello de su bata.
—Oh. Lord Vorkosigan.
—Buenos días, señora Vorsoisson —dijo él educadamente—. ¿Algún… problema?
Ella asintió tristemente.
—Pensaba que ayer las cosas fueron demasiado fáciles, pero hoy Nikki insiste en que está demasiado enfermo para ir al colegio, a causa de su Distrofia de Vorzohn. Le he explicado de nuevo que las cosas no son así, pero se ha ido poniendo más y más testarudo. Me ha pedido quedarse en casa. No, no era sólo testarudez. Creo que tenía miedo. No se trata de la habitual falta de ganas —indicó con la cabeza la puerta cerrada—. He tratado de ponerme seria. No ha sido la táctica adecuada. Ahora se ha dejado llevar por el pánico.
Miles se inclinó para mirar la cerradura, que era un modelo mecánico corriente. Lástima que no fuera una cerradura de palma; conocía unos cuantos truquitos con ésas. Ésta ni siquiera tenía tornillos, sino una especie de remaches. Iba a hacer falta una palanqueta. O algún subterfugio…
—Nikki —volvió a insistir Ekaterin—. Lord Vorkosigan está aquí. Tiene que lavarse y vestirse, para poder ir al trabajo.
Silencio.
—No sé qué hacer —murmuró Ekaterin en voz baja—. Nos marcharemos dentro de unas pocas semanas. Unas clases de menos no importarán, pero… no se trata de eso.
—Cuando tenía su edad, fui a una escuela privada Vor muy parecida a la suya —murmuró Miles a su vez—. Sé de qué tiene miedo. Pero estoy de acuerdo con usted y creo que su instinto es correcto.
Frunció el ceño, meditabundo, y luego soltó sus cosas y sacó su tubo de crema depilatoria y se la esparció sobre la barba de un día.
—¿Nikki? —llamó en voz alta—. ¿Puedo pasar? Estoy cubierto de crema depilatoria, y si no me la quito, empezará a comerme la piel.
—¿No se dará cuenta de que puede lavarse en la cocina? —susurró Ekaterin.
—Tal vez. Pero sólo tiene nueve años, así que supongo que depilarse sigue siendo un misterio para él.
Un momento después, se oyó la voz de Nikki.
—Puede pasar. Pero yo no voy a salir. Y voy a volver a cerrar con llave.
—Es justo —concedió Miles.
Un rumor detrás de la puerta.
—¿Lo agarro cuando abra? —preguntó Ekaterin, dudosa.
—Ni hablar. Eso violaría nuestro acuerdo tácito. Entraré, y ya veremos qué pasa. Al menos tendrá un espía ahí dentro.
—Me parece mal utilizarlo a usted.
—Hum, pero los chicos sólo se atreven a desafiar a aquellos en quienes realmente confían. El hecho de que yo siga siendo un extraño me da ventaja, y le invito a utilizarla.
—Cierto. Bueno… vamos a ver.
La puerta se abrió una rendija. Miles esperó. Se abrió un poco más. Miles suspiró, se puso de perfil y entró. Nikki volvió a cerrar la puerta inmediatamente y echó el cerrojo.
El niño estaba vestido para ir al colegio, con su sobrio uniforme gris y marrón, menos los zapatos. Parecía que los zapatos habían sido el punto de fricción, con su implícita obligación a salir. Nikki se retiró y se sentó en el borde de la bañera; Miles depositó sus útiles de aseo en la encimera y se subió las mangas, tratando de pensar con rapidez antes del café. O pensar al menos. Su elocuencia había inspirado a sus soldados a enfrentarse a la muerte, en el pasado, o eso creía recordar.
Ahora intentemos algo más duro
. Mientras trataba de ganar tiempo y buscaba inspiración, se cepilló metódicamente los dientes y, para cuando terminó, la crema depilatoria había hecho su efecto. Se lavó la espuma resultante, se secó la cara con la toalla, se la colgó del hombro, y se apoyó contra la puerta, bajando despacio las mangas y abrochándose los puños de la camisa.
—Bien, Nikki —dijo por fin—. ¿Qué problema tiene ir al colegio esta mañana?
La humedad concentrada en torno a los desafiantes ojos del niño chispeó cuando les dio la luz.
—Estoy enfermo. Tengo esa enfermedad de Vorzohn.
—No es contagiosa. No puedes pegársela a nadie.
Excepto de la manera en que la contrajiste
. Por la expresión neutra de la cara de Nikki, la idea de ser peligroso para alguien no se le había pasado por la cabeza. Ah, el egoísmo de la infancia. Miles vaciló, preguntándose cómo abordar el verdadero problema. Casi por primera vez, se preguntó cómo se habrían visto ciertos aspectos de su infancia desde el punto de vista de sus padres. La imagen era mareante.
¿Cómo demonios he acabado en el lado del enemigo?