Read La aventura del tocador de señoras Online
Authors: Eduardo Mendoza
Tags: #Humor - Intriga - Policiaco
El genuino abogado de Pardalot intervino en este punto para decir:
—Al parecer, al imbécil de la peluquería le pusieron ayer una bomba del carajo y salió indemne.
—En efecto —exclamé, incapaz de contenerme—, alguien puso una bomba en El Tocador de Señoras, un prestigioso centro de
boité
, causando en el local daños materiales de elevada cuantía. Y ya que ha salido el tema a colación, me gustaría saber si el Ayuntamiento tiene previsto algún tipo de subvención para estas eventualidades y si el señor alcalde podría interceder en la presente.
—Por favor —susurró el alcalde—, éstas no son cosas que yo deba oír. Y menos resolver en el curso de un guateque.
—Es verdad, no podemos disiparnos en fruslerías. El tiempo apremia —dijo el marido de Reinona. Y volviéndose a su mujer, añadió—: ¿Qué acabo de decir, cariño?
—No te esfuerces, ratoncito, no te vayas a lesionar —repuso ella.
En aquel momento se acercó al grupo un caballero y dirigiéndose al alcalde, dijo:
—Señor alcalde, le vendo una partida de diez mil faroles al precio de catorce mil faroles. Una ganga.
—Por favor —respondió el alcalde sin despegar los labios—, éste no es momento ni lugar.
—Habrá un pellizco para usted y también para estos señores —agregó el diligente proveedor abarcando a todos los presentes con gestual magnanimidad.
—¿Cuánto? —pregunté.
—Éstas no son cosas que yo deba oír —dijo el alcalde.
El abogado de Pardalot hizo señas al joven recepcionista y cuando éste acudió a su llamada le dijo:
—Llévese a este señor a la cocina y que le den un plátano.
El joven recepcionista se llevó a rastras al inoportuno proveedor. Esto creó un instante de confusión que aprovechó Reinona para susurrar a mi oído:
—He de hablar contigo a solas. Si no esta noche aquí, mañana en otro sitio. Desconfía de todos y no digas nada.
Iba a pedir aclaraciones cuando nos interrumpió de nuevo otro personaje. Provenía, como el anterior, del conjunto de los invitados, pero se distinguía del resto por ser el hombre más orejudo que yo jamás había visto. El cual, tomando al alcalde por el brazo como si lo quisiera para sí, le dijo:
—Señor alcalde, debería dirigir la palabra a estos ilustres ciudadanos, que llevan rato poniéndole verde a usted como institución y como ser humano.
—¿Ve como el tiempo se nos echa encima? —dijo el marido de Reinona.
—Está bien —asintió el alcalde—. Hablaré a estas buenas gentes. ¿De qué va el tema?
—De nada, señor alcalde, como de costumbre —repuso el orejudo.
—Está bien —dijo el alcalde—. Anúncieme, Enric —y dirigiéndose a nosotros añadió—: Tengan la bondad de disculparme. Estaré con ustedes de nuevo en un «plis-plas».
El orejudo se subió a un velador y desde allí hizo sonar varias veces lo que yo hasta entonces había tomado por sus orejas y no eran sino unos platillos que la Orquesta Ciutat de Barcelona i Nacional de Catalunya le había prestado para la ocasión. Y atraída sobre sí con semejante estruendo la atención de los presentes, dijo:
—Señoras y señores, a continuación el excelentísimo señor alcalde les dirigirá unas palabras tan breves como mi permanencia sobre este velador.
Dicho lo cual perdió el equilibrio y se vino al suelo. De inmediato las voces se acallaron, convergieron en nosotros las miradas y yo, aun consciente de ser mi rostro de una desesperante vulgaridad, procuré ocultarme detrás de Reinona, cuya estatura aventajaba la mía, y desde allí ver, escuchar y tomar nota.
Mientras tanto el alcalde se frotaba las manos, expectoraba y se concentraba. Luego empezó diciendo:
—Ciudadanas y ciudadanos, amigos míos, permitidme interrumpir vuestra vacía cháchara para explicaros el motivo de esta convocatoria intempestiva y del sablazo que la acompaña. Hace un momento nuestro gentil anfitrión, el amigo Arderiu, a quien tanto debemos, sobre todo en metálico, me decía que el tiempo vuela. Al amigo Arderiu Dios no le ha concedido muchas luces; todos estamos de acuerdo en que es un imbécil. Pero a veces, pobre Arderiu, dice cosas sensatas. Es cierto: el tiempo vuela. Acabamos de guardar los esquís y ya hemos de poner a punto el yate. Suerte que mientras nos rascamos los huevos la bolsa sigue subiendo. Os preguntaréis, ¿a qué viene ahora esta declaración de principios? Yo os lo diré. Se avecinan las elecciones municipales. ¿Otra vez? Sí, majos, otra vez.
El señor alcalde hizo una pausa, miró a la concurrencia, y luego, animado por el silencio respetuoso con que aquélla hacía ver que le escuchaba, prosiguió diciendo:
—No hace falta que os diga que me presento a la reelección. Gracias por los aplausos con que sin duda recibiríais este anuncio si no tuvierais las manos ocupadas. Vuestro silencio elocuente me anima a seguir. Sí, amigos, vuelvo a presentarme y volveré a ganar. Volveré a ganar porque tengo a mis espaldas un historial que me avala, porque lo merezco. Pero sobre todo porque cuento con vuestro apoyo moral. Y material.
»No será fácil. Nos enfrentamos a un enemigo fuerte, decidido, con tan pocos escrúpulos como nosotros, y encima un poco más joven. Arderiu tenía razón: el tiempo vuela, y hay quien pretende aprovecharse de esta enojosa circunstancia. Los que pretenden tomar el relevo alegan que ya hemos cumplido nuestro ciclo, que ahora les toca a ellos el mandar y el meter mano en las arcas. Tal vez tengan razón, pero ¿desde cuándo la razón es un argumento válido? Desde luego, no es con razones con lo que me moverán de mi poltrona.
Hizo una pausa por si alguien deseaba aplaudir o decir hurra y viendo que no era así, continuó:
—No, amigos, no nos moverán. Al fin y al cabo estamos donde estamos porque nos lo hemos ganado a pulso. Hubo una época en que el poder nos parecía un sueño inalcanzable. Éramos muy jóvenes, llevábamos barba, bigote, patillas y melena, tocábamos la guitarra, fumábamos marihuana, íbamos salidos y olíamos a rayos. Algunos habían estado en la cárcel por sus ideas; otros, en el exilio. Cuando finalmente el poder nos tocó en una rifa, voces se alzaron diciendo que no lo sabríamos ejercer. Se equivocaban. Lo supimos ejercer, a nuestra manera. Y aquí estamos. Y los que nos criticaban y dudaban de nosotros, también. El camino no ha sido fácil. Hemos sufrido reveses. Algunos de los nuestros han vuelto a la cárcel, bien que por motivos distintos. Pero, en lo esencial, no hemos cambiado. De coche, sí; y de casa; y de partido; y de mujer, varias veces, gracias a Dios. Pero seguimos con las mismas convicciones. Y con más morro.
»Sin embargo, las palabras, por inspiradas que sean, como son siempre las mías, de poco sirven. Necesitamos actos. Y algo más: hombres capaces de llevarlos a cabo. Porque los actos no se hacen solos, salvo las poluciones nocturnas y algunos proyectos urbanísticos. Y ésta es la razón, queridos ciudadanos y ciudadanas de mi alma, de que os haya convocado en esta noche de inciertos luceros. El verdor descolgaba su fronda de rocío amarillo. Perdonadme si en momentos como éste me dejo llevar por la lírica. Dicen que estoy loco, pero no es verdad. A veces se me va el santo al cielo, nada más. Es este zumbido incesante y estas jodidas alucinaciones. Enric, ¿le importaría volver a tocar los platillos? Ay, gracias, ya estoy mejor.
»Os iba diciendo, queridos ciudadanos y ciudadanas, que necesitamos un hombre para una misión. Pensaréis en una misión espacial. No. No pido ir a Marte, ni a Venus, ni a Saturno. La mía es una misión terrestre, pero igual de difícil y trascendental.
»Al decir esto, me viene a la memoria un recuerdo infantil. Me veo a mí mismo, con el desdoblamiento de personalidad propio de los esquizofrénicos, en el aula de la escuela donde hice mis estudios de bachiller. En mi pupitre tengo abierto el libro de Historia Universal, y en la página de la izquierda, arriba, en un recuadro, hay una ilustración. Esta ilustración pinta un soldado romano, con aquella minifalda que tanto excitaba mi incipiente lascivia, y con una espada en la mano, guardando un puente de las hordas bárbaras que intentaban cruzarlo. Vete a saber dónde estarían los demás. Un hombre solo, un simple soldado, un legionario, quizá un hijo de puta, defendiendo el Imperio Romano. Nunca olvidaré esta imagen. En cambio he olvidado por completo lo que os estaba diciendo. Y mi nombre. Ah, sí. Este soldado valiente nunca llegó a alcalde de Roma. Ya sabéis cómo funcionan estas cosas en Italia. Pero su gesta sirvió para algo, supongo.
*
Estaba escuchando con embeleso el discurso de nuestro primer mandatario y ponderando con emoción cómo gracias a un sistema social abierto y democrático como el nuestro (tan distinto del hindú, por ejemplo), un ser de mi abyecta extracción e infame trayectoria podía llegar a codearse con aquellos despreciables figurones, cuando la imagen de Magnolio brincando y reclamando mi atención con vehementes gesticulaciones me recordó el verdadero motivo de nuestra presencia allí y el cúmulo de falsedades que la había hecho posible. Abandoné mi escondite y aprovechando la general distracción me reuní con él en el recibidor previo al salón.
—¿Ha averiguado algo? —me preguntó.
—Varias cosas —dije—. El señor que está disertando es el alcalde. Esto lo pone por encima de toda sospecha. Los otros, en cambio, no parecen trigo limpio. El joven recepcionista era guardia de seguridad en la empresa de Pardalot, y tal vez lo sigue siendo en horas libres. Y la dueña de la casa me ha hecho insinuaciones.
—No le extrañe —dijo Magnolio—. Según he oído decir al personal de servicio, la señora de la casa tenía un lío de faldas, al parecer las suyas, nada más y nada menos que con el difunto Pardalot. En los últimos meses, sin embargo, la relación entre ambos se había enfriado. El personal de servicio no sabe a ciencia cierta quién dejó a quién o si la ruptura se produjo de común acuerdo. Todos coinciden, sin embargo, en que a raíz de la ruptura la señora estaba muy abatida, lo que podría indicar, siempre según el personal de cocinas, que fue Pardalot quien la dejó. Ésta podría ser la causa del asesinato, si nos apuntamos a la hipótesis del crimen pasional. Menudo lío, ¿no le parece?
—Sí, amigo mío —convine con él—, así de interesante es la vida de los ricos. Pero no hagamos sociología. ¿Ha registrado las habitaciones?
—Sólo una.
—¿Y qué ha encontrado?
—Poca cosa: era el váter.
—Está bien —dije—. Lo intentaré yo, a ver si tengo más suerte. Usted quédese aquí y avíseme cuando se acabe el discurso o antes si pasa algo.
—¿Y cómo le aviso?
—Dé un grito.
—¿Como el del señor Tarzán?
—Eso.
Del propio recibidor arrancaba una escalera, de caoba u otra madera noble los peldaños, a la planta superior. Llegado por esta escalera a ella, donde todo parecía pensado para el confort como en la inferior para el boato, me metí en la primera habitación que me salió al paso. Estaba a oscuras y a tientas no encontré el interruptor, de modo que salí. El crujido de los nobles peldaños de caoba me indicó que alguien subía o bajaba por ellos. Por si era lo primero, me volví a meter en el cuarto oscuro (o de las ratas) y por una rendija de la puerta vi pasar al joven recepcionista. En una mano llevaba una botella de cava que se debía de haber agenciado en un descuido del maestresala y a la que iba dando largos tientos. En la otra mano llevaba una Beretta 89 Gold Standard calibre 22. El arma y la acidez de estómago lo hacían doblemente peligroso. Cuando hubo desaparecido en un recodo del pasillo, exhalé el aliento contenido, volví a salir y me colé en la habitación contigua. Una cama con cobertor de raso, un grácil camisón de encaje, y unas zapatillas con floripondios me hicieron suponer que estaba, salvo prueba en contrario, en el dormitorio de una mujer, y más particularmente en el de la señora de la casa, llamada por sí misma y los demás Reinona. Sobre la mesilla de noche había un libro de Saramago y unas gafas. En el cajón de la mesilla, dos tubos iguales de fármacos distintos, un pañuelo de encaje, un paquete de pilas, un broche de clip (para el pelo) y cuatro caramelos. Me los metí en la boca, pero los escupí de inmediato porque eran de anís. No lo soporto. Había que ser expeditivo, así que dejé el resto por explorar y pasé a otra habitación comunicada con el dormitorio. Era un cuarto más pequeño, aunque habría cabido allí mi apartamento entero y la mitad del de Purines, destinado a ropero, vestidor o
buduar
(
¿vuduar?
) según la de vestidos de las más reputadas marcas que allí había. Unas gavetas deslizantes me presentaron una embarazosa y perturbadora colección de ropa interior. Por fortuna el vestidor comunicaba con un cuarto de baño en el que me alivié metiendo los pies en agua fría con zapatos y todo. Regresé al vestidor. En un tocador, entre frascos de perfume y tarros de crema, había una fotografía en un sencillo marco de madera clara. En la foto se veía a Reinona a horcajadas sobre un caballo, o sea, a caballo. En el cajón del tocador había otra foto sin enmarcar, la de una niña de pocos años, junto a un árbol. La foto había sido hecha en el extranjero, a juzgar por las casas que se veían al fondo, bien distintas de las nuestras. La sombra del árbol no permitía apreciar las facciones de la niña. Tal vez fuera Reinona de pequeña o tal vez no. Lo volví a colocar en el cajón. En el siguiente cajón había grageas de valeriana para los estados de nerviosismo y, por si las grageas de valeriana no surtían el efecto deseado, un muestrario completo de barbitúricos y opiáceos. También había anfetaminas (en cápsulas y en inyectables), anticonvulsivantes, rifampicina, ampicina, una crema antioxidante a base de algas marinas que contienen aminoácidos naturales y una pistola Walter PPK calibre 7,65, pequeña y ligera, ideal para llevar en el bolso a todas partes.
Al pasar por el cuarto de baño repetí la operación de alivio por si sufría una recidiva y me adentré en la habitación siguiente. Era un gabinete o estudio provisto de librería (con más obras de Saramago) en un paño de pared, un escritorio o buró, un tresillo, varias lámparas y otros muebles prescindibles. El escritorio ofrecía un surtido botín: cartas, extractos de cuentas de diversas entidades bancarias, cada una en su peculiar galimatías, un directorio de teléfonos, una agenda. Me lo habría llevado todo, pero no quería dejar constancia de mi visita, así que me limité a hojear la agenda.
Lunes: tenis.
Martes: llamar a Nicolasete.
Miércoles: descanso.
No era gran cosa ni probaba nada, pero tampoco cabía esperar más. Ni el criminal más obtuso anota en su agenda los delitos que se propone cometer. En las cuentas bancarias se apreciaba un saldo magro. En el escritorio había una fotografía más, esta vez en un marco de piel clara. La fotografía mostraba de nuevo a una Reinona más joven, vestida de novia, del brazo del marido de Reinona, el bondadoso Arderiu, vestido de novio, con cara de idiota. Todos los novios ponen cara de idiota, pero aquélla era de concurso.