Read La aventura del tocador de señoras Online
Authors: Eduardo Mendoza
Tags: #Humor - Intriga - Policiaco
—No te desanimes, hombre —me decía—, y estudia sin fijarte demasiado. Piensa que sólo te hará provecho lo que no entiendas.
Me inscribí en varias asociaciones vecinales y si alguna vez había que llevar el viático a un moribundo, yo lo precedía agitando sin cesar la campana y el paraguas. De este modo me pulí por dentro y por fuera y colmé mis necesidades materiales, mis ambiciones sociales y mis aspiraciones intelectuales. En cuanto a las mujeres, hacia quienes en otras épocas había sentido una inclinación rayana en la licantropía, habían dejado de interesarme. Las trataba con especial respeto, y procuraba con ahínco eliminar de nuestros mutuos contactos cualquier asomo de atrevimiento. Con este proceder conseguí tener tantas como quería, es decir, ninguna.
Y así estaba, a punto de recibir la
Creu
de
Sant Jordi
, cuando ella hizo su entrada en la peluquería.
Me encontraba solo y como de costumbre acurrucado en el rincón más discreto, enfrascado en mis estudios. Tal vez por esta razón no paré mientes en su forma externa. Sólo me fijé en que no llevaba perro. Me coloqué con garbo la bata blanca para dar impresión de profesionalidad y diligencia y de paso para disimular la erección que me había sobrevenido repentinamente, y le señalé el sillón, que ella ocupó sin dejar de mirarme con fijeza.
—Lamento haber interrumpido su lectura —dijo con voz indolente y acariciadora.
—No, no, de ningún modo. Estoy para servir al cliente en todo momento y lugar. Sólo en los rarísimos instantes de calma que me deja este próspero negocio aprovecho para ampliar el horizonte de mis conocimientos —respondí. Y a continuación, viendo en su expresión algo de estimulante, añadí—: Todo cuerpo sumergido en el agua, excepto el agua, sufre un empuje de abajo arriba igual al volumen de líquido que desaloja.
—Es usted un sabio —dijo ella.
—No, por Dios, todo lo contrario —respondí con respeto y modestia—. ¿Champú?
—Lustrar los zapatos —repuso; y tras echar un vistazo al utillaje, agregó apresuradamente—: Bastará con que les pase un Kleenex.
Me puse de hinojos y ella levantó una pierna y apoyó el zapato en el taburete que yo le había colocado delante. El resultado de mi flexión y su cambio de postura fue para mí la visión umbrosa y subrepticia, en el lejano confín de sus muslos, de un fragmento de cinta o ribete de organdí.
—¿Es usted nuevo? —oí que me preguntaba.
Tragué saliva para desobstruir el gaznate y respondí:
—No, señora. Llevo unos años en la profesión. La que es nueva es usted. Quiero decir en este establecimiento.
—Habría venido antes si hubiera sabido que había una persona tan dotada como usted, señor…
—Sugrañes. Onán Sugrañes, para servir a Dios y a usted —dije.
Y de inmediato me di cuenta de haber incurrido por primera vez en mucho tiempo en una inofensiva mentira, y también de que lo había hecho movido por un súbito sentimiento de peligro, no porque desconfíe de las mujeres guapas, sino porque desconfío de mí cuando estoy en presencia de mujeres guapas. Por lo demás, si con mi respuesta no había dicho estrictamente la verdad, tampoco había faltado a ella, pues el trajín de los últimos años me había impedido hasta la fecha solicitar el Documento Nacional de Identidad e incluso regularizar mi situación legal, ya que al venir yo al mundo, mi padre o mi madre o quienquiera que me trajo a él, no se tomó la molestia de inscribirme en el registro civil, por lo que no quedó de mi existencia otra constancia que la que yo mismo fui dando, con más tesón que acierto, por medio de mis actos; y comoquiera que en épocas recientes, de resultas de sucesivas amnistías promovidas por gentes de bien y refrendadas con sospechoso entusiasmo por algunos políticos, habían sido retirados de la circulación los registros penales y las fichas policiales, mi situación era comparable a la de ciertos animales extintos, bien que sin interés científico alguno.
En estas reflexiones y en otras que no me parece oportuno describir se me pasó un buen rato, hasta que ella volvió a preguntar:
—¿Le gusta su trabajo?
Habría dicho que me estaba tanteando (figuradamente) si tal cosa hubiera entrado dentro de lo imaginable. Por si acaso, respondí:
—Oh, sí, mucho.
—Y antes de ser peluquero, ¿qué hacía? —siguió preguntando ella, y acto seguido, advirtiendo quizá el recelo en mi mirada, añadió—: Disculpe mi curiosidad. Yo soy así.
Y al decir esto volvió a cruzar las piernas en sentido opuesto y creí oír una voz armoniosa que procedente del éter me decía: «Respetable público, la función está a punto de empezar».
—Por favor —acerté a decir—, puede usted preguntarme lo que desee. Estoy para servirla. Antes de ser peluquero trabajé varios años en un centro de acogida para personas discapacitadas. Fuera de Barcelona. Y antes de eso fui monaguillo.
Al oír este sugestivo
curriculum
, sonrió y dijo levantándose del sillón:
—¿Qué se debe?
—Nada —dije yo para no complicar las cosas.
Me dio cuarenta duros, se fue, y yo, después de contabilizar las ganancias, sacar el polvo al sillón y poner el instrumental en orden, volví a enfrascarme en la lectura, decidido a olvidar el encuentro.
Casi lo había conseguido cuando después de cenar en la pizzería regresaba a mi hogar dando un paseo tan agradable como digestivo. Como en la peluquería por no entrar no entraban ni los fenómenos naturales, no me había dado cuenta de que habían llegado incipientes tibiezas veraniegas. El aire era templado y sensual y una fragancia lejana se mezclaba con la que exhalaban los tubos de escape y las basuras. Era viernes y en las terrazas de los bares grupos de jóvenes se esparcían practicando alegres actos de violencia entre sí o con los viandantes; el ruido ensordecedor de la música y del tráfico rodado sofocaba los gritos de los beodos y los energúmenos y los gemidos de los ancianos y enfermos abandonados por sus parientes, que aprovechaban el descanso semanal y los primeros calores para trasladar el estruendo de la ciudad a sus segundas y aún peores residencias. Arropado por estas muestras de vitalidad y por el continuo ulular de las sirenas de la policía y de las ambulancias que corrían de aquí para allá atendiendo a las víctimas de los accidentes, las reyertas y las sobredosis, llegué a mi pisito monísimo. Me puse el pijama de verano (unos pololos rotos) y encendí la televisión. Un futbolista escandinavo o quizá de Nigeria trataba de explicar en nuestro idioma el resultado de un partido jugado dos meses atrás.
—Ranag somaícerem orep odidrep someh.
Apagué la televisión, me lavé los dientes, me acosté, me metí un pulgar en cada oreja para no oír el ruido de la calle y traté de dormir, pero a las tantas aún no había conciliado el sueño.
*
Con la llegada del buen tiempo los sábados por la mañana el negocio andaba flojo, pero por la tarde se animaba bastante, porque la gente había ido a la playa y venía a que le quitase el petróleo y las medusas del pelo. Como todos tenían plan para la noche, se mostraban exigentes con el personal (yo), protestaban por el precio y no dejaban propina. Cuando se iba el último cliente, al filo de la medianoche, me quedaba haciendo arqueo y nunca salía antes de las dos, porque me descontaba a cada rato. A aquellas horas la pizzería ya había cerrado y por no andar cambiando de nutrición me acostaba sin cenar. Los domingos la peluquería no abría, salvo por encargo, o en vísperas de alguna fiesta señalada, o durante el mes de mayo, cuando hay bodas a porrillo, aunque jamás vino una novia a que yo la peinase (lo habría hecho muy bien), ni una dama de honor, ni siquiera un invitado. Pero al menos había suspense. Los domingos con la peluquería cerrada resultaban menos estimulantes. Por la mañana visitaba dos o tres museos (la entrada es gratuita) y luego, para sacudirme el aburrimiento, me ponía delante de un
parking
a ver entrar y salir coches. A eso de las dos compraba una bolsa de carquiñolis y acudía a casa de Cándida, donde me esperaba una agradable comida familiar, cuya sobremesa prolongaba nuestro contentamiento, sobre todo en las tardes húmedas, frías y oscuras del invierno, cuando, acallada la madre de Viriato por las emanaciones de la estufa de butano, pasábamos al tresillo y allí Cándida trataba en vano de enhebrar una aguja y Viriato leía y comentaba con didáctica minuciosidad sus obras. A las siete treinta me despedía con inacabables muestras de agradecimiento, y me reintegraba a mi hogar, veía un ratito la televisión y me acostaba temprano para empezar la semana con acopio de energía.
*
Ella regresó al cabo de nueve días, con las mismas piernas. Sin decir nada se sentó en el sillón, rechazó con un ademán el peinador y dijo mirándome fijamente a los ojos:
—No he venido por razón de mi pelo, sino a hablar contigo de un asunto personal. ¿Te importa si te tuteo? Es lo lógico, dado el carácter personal del asunto al que acabo de aludir. Antes, sin embargo, debo saber si puedo contar contigo para ese asunto personal y para lo que se tercie.
—Haré cuanto esté en mi mano —respondí—, siempre que no sea incompatible con la deontología de la
coiffure
.
—No esperaba otra respuesta —dijo ella—. Pero es mejor no hablar aquí. Puede entrar alguien e interrumpir nuestros contactos. ¿A qué hora acabas el trabajo?
—El trabajo de un buen peluquero no acaba nunca —dije—, pero El Tocador de Señoras cierra a las ocho.
—A esa hora te espero en el bar de enfrente —dijo—. No me des plantón.
A la hora convenida acudí a la cita. Ella ya estaba allí, en una mesa del fondo, absorta en la succión de un refresco embotellado (por el camarero del bar), indiferente a cuanto la rodeaba. Sin decir nada me señaló la silla. Me senté. Estuvimos un rato en silencio, ella pensando en sus cosas y yo pensando también en sus cosas. Esto me permitió observarla con más detenimiento y, en consecuencia, ofrecer al lector una descripción complementaria, toda vez que ya me he referido en otro sitio a sus partes bajas. Era joven de edad, muy delgada de complexión, muy alta de estatura (cuando estábamos los dos de pie, yo tenía que ponerme de puntillas para mirarla de hito en hito) y muy guapa, aunque en este punto admito tener la manga bastante ancha; también era aseada, pues todo su organismo emanaba un aroma saludable, en el que hallaban acomodo el jabón, el desodorante y el
body milk
, y a todas luces trataba su cabello con un producto que le daba brillo, ligereza y flexibilidad. Me llamó la atención su manifiesta indolencia; pensé que comía poco y que su belleza le permitía ir por el mundo sin prestar a la realidad la atención debida. También pensé que alguna pena oculta la atormentaba. Aunque dirigía a todos en general y a mí en particular miradas desdeñosas, éstas a veces y sin motivo aparente se cubrían de un velo de inquietud rayano en el miedo, como si un extraño don le permitiera de cuando en cuando sintonizar con los peores instintos de su interlocutor. En estas ocasiones sus labios experimentaban una leve contracción y con las manos debía agarrar fuertemente el primer objeto (inanimado) a su alcance para refrenar el temblor que las agitaba.
—Hay que ver —dije inopinadamente para romper el silencio con un poco de conversación mundana e instruida— qué tiempo más primaveral. Claro que es lo propio de la estación. En el hemisferio occidental.
—No me gusta la primavera —replicó secamente, como si yo tuviera alguna responsabilidad en el cíclico alternarse de las estaciones—. Me invade una languidez invencible y rematadamente ñoña. Pero el verano es peor, porque me trae recuerdos tristes. De niña todos los veranos me enviaban a Suiza, a un internado de señoritas finas. Allí me pudría. Cuando volvía a Barcelona, me metían en otro internado, también de señoritas, pero no tan finas. Catalanas. Por eso tampoco me gusta el otoño.
Su rostro se ensombreció. Pareció como si tuviera ganas de llorar, por lo que me abstuve de preguntarle qué pensaba del invierno. Al cabo de unos segundos se rehízo, me miró con ojos de súplica y dijo:
—Antes de contarte nada, debo advertirte que el favor que te voy a pedir comporta un ligerísimo riesgo. Y también que roza los límites de lo legal. Si alguna de estas cosas te asusta, dímelo antes de hablar. Entonces me iré y no volveremos a vernos.
La aclaración no me sorprendió. Una mujer así a un tipo como yo sólo puede proponerle una contravención.
—Cuénteme de qué se trata —le dije.
*
Cruzó y descruzó las piernas como había adquirido la costumbre de hacer en mi presencia y yo traté de mirar hacia otro lado para entender bien lo que se proponía contarme y no perderme en digresiones.
—En realidad —empezó diciendo— no soy yo quien necesita de tu ayuda, sino mi padre. Habría venido él en persona a pedírtela, pero tenía una agenda muy apretada. También pensamos que yo resulto más convincente. Mi padre se llama Pardalot, Manuel Pardalot.
»Quizá te suene su apellido: es un importante hombre de negocios. Lo importante no es él, sino sus negocios. Por razones que no hacen al caso, los negocios de papá han atraído últimamente la atención de la judicatura. Por supuesto, se trata de un error de apreciación, pero para poner de manifiesto este error convendría que desaparecieran ciertos documentos. En la actualidad los documentos en cuestión se encuentran depositados en una oficina. El resto salta a la vista: se trata de entrar en la oficina, sustraer los documentos, salir y dármelos. A cambio, un millón de pesetas en billetes pequeños, usados, no correlativos.
—La oferta es buena para alguien cuya existencia discurra en las afueras de la ley —dije—, pero tal no es mi caso. Deme una razón, aparte del dinero, por la que yo deba interesarme en un asunto de esta índole.
—Búscala tú mismo —respondió— y, cuando la hayas encontrado, me la dices. No soy desagradecida.
Al decir esto me dirigió una sonrisa tan artificial que permitía ser interpretada de las más sugerentes maneras. Reflexioné unos instantes, o quizá un solo instante, procurando evitar cualquier atisbo de su provocadora configuración, y luego dije:
—Lo siento. Soy un hombre honrado, un ciudadano ejemplar, y ni siquiera argumentos tan convincentes como los que usted esgrime, muestra e insinúa lograrán apartarme del recto caminar. No cuente conmigo, salvo en lo que atañe a la discreción. Tendré nuestro encuentro por no habido. Buenas tardes.
Regresé a la peluquería y me puse a rellenar dos frascos de champú suave (para cabello seco y delicado) con sulfato de amoniaco hasta que hube de dejarlo porque, sumido en cábalas que no me llevaban a ninguna parte, se me salía el líquido del embudo con el consiguiente despilfarro. No obstante, mi decisión me seguía pareciendo la más acertada cuando al cabo de un rato entré en la pizzería, ocupé mi acostumbrado taburete, me anudé la servilleta al cuello y pedí cinco pizzas de atún, anchoa, jamón, huevo, pimiento, champiñones, tomate, parmesano y mayonesa. La señora Margarita me miró sorprendida.