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Authors: Aníbal Malvar

Tags: #Intriga, #Policíaco

La balada de los miserables (25 page)

BOOK: La balada de los miserables
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Eran las siete de la mañana y atravesé un Madrid poco amistoso, un Madrid con cara de haber dormido mal. No me importó. Cuanto peores fueran los prolegómenos, más preparada estaría para enfrentarme a la mala hostia policial de O’Hara, que tampoco dormía nunca bien.

El barrio de Prosperidad está cambiando. Lo noté mientras buscaba aparcamiento. Dicen que los ochenta mezclaron allí el rollo cañí con la canalla posmoderna. Los noventa instalaron grandes firmas de abogados y hasta restaurantes con nombres en inglés donde los aprendices de ejecutivo gastaban en una comida de menú treinta euros, que no tenían, sólo para aparentar. Ahora la crisis ha cerrado las pequeñas firmas de decoración y otras mariconadas, porque ya nadie decora nada ni casi se mariconea, y las grandes empresas se han ido hacia arrabales más baratos para acojonar a sus convenio-colectivizados trabajadores. Los restaurantes que te crujían en inglés han echado el cierre, y ya van sobreviviendo sólo los viejos bares de solysombra y churros mañaneros que nunca perecen y nunca parecen, ni han estado nunca, demasiado limpios. O’Hara debe de estar bien contento acodado en la barra de un bar guarro con su solysombra tempranero templándosele en el infierno del paladar.

Porque en su casa no estaba. Subí los seis pisos hasta su ático sin haber tocado el portero automático: se lo había reventado yo tres meses antes pulsándolo desesperada, durante más de una hora, en un arrebato de celos. Y O’Hara es de los que no llaman jamás a un técnico ni a un médico, por mucho que sus circuitos le funcionen mal. El timbre del 6—B sólo me devolvió soledad a través de la puerta. La abrí, rezándole a santa Mesalina para no encontrar a O’Hara con ninguna de sus putas. La santa me escuchó. La cama deshecha. Sobre la mesilla, un cenicero rebosante de colillas de distintas marcas, cabrón. El baño y la cocina sólo limpios a medias. Libros apilados en el suelo del pasillo, del cuarto, del salón, de la cocina…
Programa del curso de Derecho Criminal
de Franchesco Carrara;
Principio de Derecho Criminal
de Enrique Ferri;
Obras completas
de Conan Doyle;
Historia de la criminología
e
Inteligencia y delincuencia
de Maylle Blas;
Poesía completa
de Raúl González Tuñón abierta por «Los ladrones»;
Trattato dei delitti e delle pene
de Cesare Beccaria, una primera edición de 1764 robada por O’Hara, sin duda alguna, en alguna biblioteca más o menos municipal…

Abrí ventanas y persianas y dejé entrar el aire frío y viscoso de polución de la hora punta. Después recogí la ropa sembrada por el suelo y la metí en la lavadora, vacié los ceniceros y fregué los vasos abandonados por todas partes sin mirar si alguno tenía manchas de carmín. Todo lo que no debería haber hecho, todo lo que O’Hara nunca me hubiera dejado hacer, todo lo hice. Yo había formado parte de esta entropía y ahora me estaba pasando una fregona por la cara para borrarme el pasado. Por supuesto, cuando terminé de limpiar y ordenarlo todo, me eché a llorar. Y después me quedé dormida en el sofá del salón.

Me despertó un beso en la frente.

—Hola, niña pija.

—En los labios —pedí y obedeció.

—¿Cuánto cobras la hora? —preguntó observando despectivo la pulcritud de su apartamento.

Tenía el pelo sucio y desordenado, la ropa arrugada y sin conjuntar, la cara deslavada por una barba de dos días, los ojos rojos de no haber dormido y de alguna otra sustancia estupefaciente.

—Hoy estás guapísimo, O’Hara. ¿Me haces el amor?

—Nunca me tiro a la chacha. Va contra mis principios posrevolucionarios.

—Tú no tenías principios.

—Le he robado a Ramos los suyos. ¿Por qué lo has hecho?

—Porque sabía que te iba a molestar —parodié su viejo discurso contra mis pijerías virilizando la voz—: Mientras haya quien pague para que otros limpien su basura, habrá ricos y pobres, jodientes y jodidos, cabrones y encabronados. Es como pagar a alguien para que se trague tus heces. Siempre habrá alguien lo suficientemente necesitado para hacerlo. Es como pagar por sexo.

—Yo no hablo así, gilipollas —se rio.

—Sí hablas así. —Le tendí el periódico con mi artículo—. Léelo. También yo soy muy Che Guevarita cuando me sale de los ovarios.

Cuando levantó la vista de mi artículo publicado en
El Quinqué
, se le había borrado la sonrisa entera.

—¿De dónde sacaste los datos? —me preguntó.

—No insultes a tu inteligencia, ricitos.

—Ramos está gagá o muy salido.

—Le llamé preguntando dónde andabas y si estabas haciendo algo con lo de la niña. Quedamos para tomar un café. Él una copa, por supuesto. Y hablando, hablando, una cosa nos llevó a la otra. ¿Qué son los niños raros? Ramos cree que te estás volviendo loco. Me enseñó tu
mail
.

—Estaba muy puesto cuando lo escribí. No tienes derecho a desvelar nada sobre una investigación policial, compañera. Te puede caer un puro.

—Mi papá es abogado.

—Además, la mitad de las cosas que has escrito te las has inventado.

—Mira, O’Hara, cariñoño: serás un gran policía, pero no tienes ni pajolera idea de Ciencias de la Información. ¿Desde cuándo un artículo de periódico tiene que decir la verdad?

—No me jodas, Campeadora.

—Esta tarde voy a pasar por las redacciones de cuatro periódicos. De los de pago. Voy a vender la historia, O’Hara. Tú y Ramos no lo podéis hacer todo.

O’Hara soltó una carcajada.

—¿De verdad te crees que, porque cuatro becarios de los que te follaste cuando estudiabas escriban sobre esto, nos van a poner más gente para buscar a una gitana? Cambia de camello, niña.

—No me los follé. Y creo que ya no son becarios. Uno de ellos ya se afeita.

O’Hara se levantó de la silla y se quedó en pie frente a mí.

—Ven aquí.

Me acerqué y me apretó en su abrazo oso, y yo me dejé llevar hasta la cama y, mientras hacíamos el amor y su teléfono no paraba de sonar, yo pensaba en lo ilógico de la lógica de los hombres.

—¿Te crees que, por haberme hecho el amor, ya no voy a hacer nada? —le dije cuando terminamos—. ¿Sabes que te quiero?

Su móvil seguía molestando desde el salón. Empezó a acariciarme hasta que me volvió loca otra vez. La piel de O’Hara es suave como la de un niño. Cuando me desperté, él se había marchado. Me levanté de la cama y casi no podía caminar. Un dolor tirante en la cara interna de los muslos me obligó a sentarme otra vez. El resto de mi cuerpo estaba laxo. Mi esqueleto se había reblandecido bajo tanto sudor y tanta lengua. Mi coño todavía palpitaba, como si se me hubiera escurrido hasta las ingles el corazón.

Miré el reloj. Las dos y diez. O’Hara casi lo había conseguido. Yo había quedado a las tres en un restaurante ignoto del oeste afuerino de Madrid con un ex compañero ex anarquista que ahora escribía crónicas clasistas de sucesos en un periódico de la ultraderecha xenófoba disfrazada de neoliberalismo. A las siete tenía cita con un viejo verde sexista que me había echado los tejos siendo yo becaria en su periódico socialdemócrata ortodoxo y ultrafeminista. A las ocho debía llegar a un bar del centro con carita de niña puritana para encontrarme con un antiguo profesor del Opus Dei que se había convertido en columnista relevante de un diario poscomunista que soñaba fundir sus intereses con el panfleto socialista ortodoxo de toda la vida tras arrebatarle unas cuantas decenas de miles de lectores. Una agenda ideal para coronar una buena mañana de sexo.

—No sé, tía. El rollo de los gitanos no vende mucho, ¿sabes? Aparte, son tan cerrados que resulta muy difícil investigar.

—El trabajo de campo os lo podía hacer yo. Vivo al ladito del Poblao. Allí me conocen.

Ricardito, ahora casi don Ricardo, se me quedó mirando con cara de eclipse de luna. Y después se rio.

—Ximena, coño, que yo estuve en tu casa. ¿Era La Moraleja o La Florida?

—La Florida. Y
era
. Me mudé a Valdeternero.

Lo malo de los antiguos amigos es que siempre son más antiguos que amigos. Procuré sortear una hora más de banalidades para intentar convencerle, pero ya se sabe: el rollo de los gitanos no vende mucho. Corrí hacia la sede del periódico socialdemócrata ortodoxo y ultrafeminista.

—Eso es muy interesante. —El camarada Ares se atusó la perilla canosa—. Siempre me ha llamado la atención tu valor. Esa fuerza. Esa capacidad tuya para bajarte a la realidad desde tus orígenes. —Su mano derecha dibujó dos espirales en el aire aprehendiendo mis elevados orígenes—. Tus inquebrantables principios. Pero esto que me dices de que estás viviendo en Valdeternero… Es fuerte. Es muy, muy fuerte. Lírico por tu belleza y épico por tu gesto. Siempre supe que acabarías siendo una gran periodista.

Lo malo de dialogar con los viejos rojos es que no se puede contradecir la evidencia de que dos monólogos no hacen un diálogo. Escuché el arranque, oí en lontananza el entreacto y evité que el ruido molestara mi intimidad durante el desenlace. La voz del camarada Ares está muy educada en la arenga y la seducción, y era un fondo de pantalla agradable.

—¿Te invito a cenar y hablamos más reposadamente?

Le dije que no podía aceptar su invitación, que era en realidad una invitación a follar, y volé hacia la redacción del panfleto poscomunista, mi última esperanza. Sor Alfonsito —así llamábamos en la Facultad a aquel pálido y antilibidinal numerario del Opus Dei— me escuchó con atención beatífica, leyó devotamente la documentación que le entregué y me observó con resignación más que cristiana.

—Dios nos creó a todos los hombres iguales —dijo—. A todos, menos a los gitanos.

—No te entiendo, Alfonso —respondí en lugar de arrojarle la cerveza por encima de donde debería lucir el alzacuellos.

Una extensa divagación sobre la libertad bien entendida reconcilió su racismo con el bolchevismo de su periódico, y yo salí a la calle cagándome mucho en Dios y en la Teología de la Liberación y llorando también mucho.

A la mañana siguiente, uno de los periódicos abriría edición asegurando que el paro deceleraba y aún no raseaba el horizonte de los cuatro millones; otro daría en portada que el paro se aproximaba peligrosamente a los cinco millones ante la apatía gubernamental; el último informaría de que las emisiones de CO2 se combatirán con un derivado del guano de gaviota a partir de 2050, así que, mientras esperamos, será mejor respirar con precaución y cuidar a las gaviotas.

Madrid aguardaba espeso aquellas revelaciones. Las marujas se atrincheraban en los balcones tendiendo bragas manteleras y comentando la sospechosa infección vaginal de la del quinto. Los
yuppies
hablaban inglés en elegantes bares de estética irlandesa. Los adolescentes de los parques hacían botellón, porque ya no está de moda deshojar las margaritas. Los gobernadores del Banco de España se corrompían muy poco a poco para que nadie lo notase. Los camareros tosían de tuberculosis anímica sobre las tapas de callos, pero a la clientela le daba igual porque nadie teme contagiarse de una enfermedad que ya padece. Los poetas se bebían a sus musas con dos hielos. Con el siete a la espalda, Raúl González Blanco entrenaba subiéndose a la Cibeles ante la pasividad policial. Y yo escribía en un bar toda esta lírica uterina urbana de insobornable inspiración postista pensando en eso, en las grandes revelaciones que nos traería la prensa como canto del heraldo matinal.

La oscuridad de la tarde había convertido el ventanal del bar en espejo. Me espié en él. Tan bonita y tan inútil. La belleza siempre es un don insuficiente, salvo si has nacido estatua helena. Y yo sólo he nacido niña pija. Una risa llena de dinero. Un hermoso coral en lo más profundo del inagotable
spleen
de las clases altas. Esa guapa gente de derechas soy yo. Un sucio chochito rico.

Nunca rugiste como una loca
ni te inflamaste como una hoguera;
tú no has gustado sangre en la boca,
zumo del beso que desespera
porque se acaba cuando se toca.

Copié los versos robados en mi cuaderno de lírica uterina urbana de insobornable inspiración postista, cerré el cuaderno de una bofetada sin dejar de reojarme en el espejo, apuré de un trago el resto de menta poleo imaginándolo whisky y marqué el móvil de O’Hara pisando a fondo la pantalla táctil.

—Tengo que verte, O’Hara. Y que me abraces.

—Deberías leer menos a Concha Espina y escuchar algo más a Barricada —me contestó con esa desenvoltura de chulo que esta noche prefiere follarse a otra.

—Vale Barricada. ¿En tu casa o en la mía?

—En las dos. Cada uno en la suya.

—Te necesito más que nunca, O’Hara.

—Como todos los días, amor mío.

—Me hiciste muy feliz esta mañana.

—Pero se ha hecho ya de noche.

—No te me pongas ultraísta.

—Ni tú te pongas ultra-Sur. Hoy no puedo.

—Por favor, O’Hara… —Y cortó.

Volví a marcar, pero me respondió una muchachita de voz eunuca para invitarme a insistir más tarde. Le juré que lo haría. En el espejo seguía, sin mancharse, mi belleza. Que no podía hacer nada contra esa fealdad de niños muertos o robados o violados o perdidos o engañados que llenaba de escombros las escombreras gitanas de Madrid. La belleza es útil o no es belleza, escribí en mi cuaderno medio parafraseando a alguien, pero sin saber a quién. El bar se empezó a llenar de hombres y mujeres menos bellos que yo pero más útiles y me piré de allí. La lluvia moja sin lavar. Las ventanas de los pisos rectangulan soledades. Hay un fragor de silencios observando mi fracaso. No sólo como periodista. También como poeta, deduzco mientras repaso los lirismos que aquí he escrito.

Arrojé mi cuaderno por la ventanilla y arranqué el coche. Atravesé sucesivamente un Madrid insípido de serenos muertos ofreciendo en las aceras llaves que ya no abren nada; otro Madrid lleno de viejos y putas; algún Madrid renovado por tiendas de colores; un Madrid donde Pekín calla a la vuelta de la esquina; el Madrid de siempre, Goya, fusilando dos de mayos pero con un Archie abierto donde extraerte la bala; los madriles de chulapos que visten gorras de negro, y que son negros, y que ríen bajo la lluvia como si el Caribe se hubiera elevado a los cielos para mojarles las rastas, apoyados en los coches más mal que bien aparcados, y un último Madrid mío, desalojado de estrellas por culpa de tres farolas, con sus edificios mansos donde sólo sobrevives, con los baches de la calle dentellando neumáticos, con su olor a esquina oscura, donde nunca pasa nada, que no hay nadie a quién robar; ya ni las navajas sirven para sacar la basura, para matar por dos gramos o rajarte la cartera, para violar a una niña que aún no esté muy violada, para asustar a una vieja, p’amedrentar a un macarra. Por eso aparco frente a mi casa, calle de García Arano, barrio de Valdeternero, sin miedo a la oscuridad.

BOOK: La balada de los miserables
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