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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #ciencia ficción

La batalla de Corrin (36 page)

BOOK: La batalla de Corrin
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Enjambres de pequeñas naves se reunían en puntos establecidos de encuentro con noticias e informes, colocando sus detallados cuadernos de viaje en boyas que posteriormente eran retiradas, copiadas y distribuidas por las naves de reconocimiento de otros grupos de combate. De este modo, todos los comandantes estaban siempre informados de las pérdidas y los avances. Vorian Atreides había ideado el sistema imitando el patrón que seguía Omnius al enviar sus naves de actualización por todo el Imperio Sincronizado para que las supermentes estuvieran siempre al día. Una ironía muy satisfactoria.

Los técnicos analizaban la información, iban llenando los blancos; cada informe de un éxito era una pequeña victoria, un indicio de supervivencia, un motivo para la esperanza. Pero había otros informes. Ciento ochenta y cuatro naves perdidas… doscientas diecisiete… doscientas treinta y cinco… doscientas setenta y nueve. Cada salto al espacio en aquella guerra nuclear era como un terrible e impredecible juego de ruleta rusa: un demoledor ataque relámpago si salía bien, o una muerte relámpago si salía mal.

Por un momento Vor se permitió lamentarse por una de las naves perdidas, el
Zimia
, y su capitán, un buen soldado y un excelente compañero de bebida. Habían compartido muchas charlas sobre batallas y mujeres en numerosos puertos espaciales a lo largo y ancho de toda la Liga. Otras caras y personalidades pasaban por su mente, todos héroes muertos, pero por el bien de la misión tuvo que dejar aquellos pensamientos a un lado.

Pensó en el joven Abulurd, que estaría en Salusa, a salvo de aquella dura prueba, aunque la amenaza a la que él se enfrentaba no era menos temible. Él y Faykan tenían que evacuar un planeta entero.

Renegando por lo bajo, Vor se preguntó a cuántos saltos más podría sobrevivir su grupo. Solo tenía que recurrir a las estadísticas para calcular la cifra… pero eso es lo que habría hecho una máquina. Y en la guerra no había nada seguro. Cuando la Gran Purga terminara, ¿cuántas naves quedarían? Él mismo ¿seguiría con vida? Gracias al sistema de navegación mejorado de Norma Cenva tenía más probabilidades que muchos, pero ¿sería eso suficiente? Su flota ya había dejado un cementerio de basura espacial a su paso.

Y cuando acabaran de aplastar a los Planetas Sincronizados desprotegidos, y a Corrin, los que quedaran tenían que volver a toda prisa a Salusa y plantar cara a la flota de naves robóticas, que estaban programadas para atacar, aunque la supermente ya no existiera. Las naves de la Yihad causarían tanto daño como pudieran, y con un poco de suerte repelerían el ataque de las máquinas.

Él y todos sus guerreros estaban convencidos de que morirían antes de que el enfrentamiento acabara. Pero se sacrificaría con la satisfacción de saber que por fin habían derrotado a la supermente. Hasta puede que volviera a encontrarse con Leronica en el cielo, si los martiristas no se equivocaban…

Vor meneó la cabeza, mirando la nueva proyección táctica actualizada en el puente del
Serena Victory
. Ahí fuera, en el inmenso y silencioso campo de batalla del espacio, sabía que los ataques se sucedían. Más de tres cuartas partes de los quinientos cuarenta y tres Planetas Sincronizados habrían desaparecido.

Conforme cada grupo de mensajeros regresaba con noticias de los otros noventa grupos de combate, Vor actualizaba el mapa de sus avances por territorio enemigo. Al revisar los diferentes informes, vio que algunos de los planetas habían opuesto más resistencia de la que esperaban, recurriendo a sus sistemas de tierra. Cinco de los grupos de Purga habían fracasado con objetivos concretos, lo que significaba que tendría que haber una segunda ofensiva en las mismas coordenadas. En otro orden de cosas, debido a los caprichos de los viajes por el espacio plegado, cuatro naves de un mismo grupo habían desaparecido en un solo salto. Solo dos de los mensajeros lograron llegar con sus terribles informes.

«Habrá que compensar por otro lado».

—Mi grupo lo hará, comandante supremo —dijo Quentin Butler por el comunicador. Su voz sonaba vacía, como si hubiera dejado de importarle si vivía o moría—. Si me da dos de sus naves, volveremos y acabaremos con los objetivos que se nos han escapado.

La nave insignia de Quentin había sobrevivido a uno de aquellos saltos desastrosos. Cuando solo quedaban seis de las naves principales de su grupo, había perdido tres en un solo salto hacia un nuevo objetivo. Vio las defensas de los robots, calculó sus posibilidades y comprendió que no podrían destruir al enemigo. Decepcionado, Quentin había reunido a las tres ballestas que le quedaban y acudió al punto de encuentro con el comandante supremo. Unieron sus fuerzas, arrasaron otro Planeta Sincronizado y luego hicieron una pausa para evaluar la situación. Quentin estaba impaciente por volver a atacar.

—Muy bien, primero. Vaya con mi bendición. No podemos dejar ni un solo planeta enemigo.

Según las estimaciones, más de mil millones de esclavos humanos y humanos de confianza habían muerto ya durante la Gran Purga… gente que trataba de sobrevivir en las condiciones más terribles, bajo el dominio de las perversas máquinas pensantes. Sacrificarlas era terrible, pero totalmente necesario. Y aún habrían de morir muchos más.

Los sistemas planetarios aniquilados en los primeros ataques no eran más que mundos menores, puestos militares y puntos de reabastecimiento para las fuerzas de Omnius. Ahora, con lo que quedaba de su grupo de combate, Vor iría a por planetas más importantes, y finalmente atacaría Corrin. Entonces todo habría acabado.

Cuando Quentin se fue, el grupo reorganizado de Vor dio el siguiente salto. El espacio se plegó en torno a sus naves en lo que podría ser un simple abrazo o un estrangulamiento. Lo sabrían en unos momentos…

Cuando vieron ante ellos el planeta de Quadra, con sus lunas plateadas, Vor dispersó sus naves e inició la aproximación, con el
Serena Victory
a uno de los lados. Luego desplegó sus escuadrones de bombarderos. Los escáneres detectaron misiles que se acercaban y Vor ordenó activar los escudos Holtzman.

Aunque hacía semanas que se había iniciado la Gran Purga, era imposible que una nave robot hubiera viajado a otros Planetas Sincronizados con la suficiente rapidez para advertirles. Pero el Omnius-Quadra tenía sistemas defensivos automáticos que respondieron ante la llegada de la flota de la Yihad.

Los misiles robóticos colisionaron contra los escudos Holtzman, rebotaron y acabaron girando inofensivamente por el espacio. Antes de que la supermente del planeta tuviera tiempo de lanzar una segunda descarga, Vor ordenó a sus naves que dispararan algunas de sus ojivas múltiples utilizando el sistema intermitente de los escudos. Momentos después, diez lunas artificiales se quebraron por los impactos, despidiendo una cascada de fuegos artificiales plateados al vacío del espacio orbital. Vor se dio cuenta de que aquella batalla les tomaría horas, puede que incluso días…

Tras destruir las lunas artificiales de combate, sin lograr llegar todavía a las defensas terrestres y las estaciones de Omnius en Quadra, Vor retrocedió sorprendido al oír la estática en la pantalla del puente. Su oficial de comunicaciones habló.

—Comandante supremo, desde allá abajo se han puesto en contacto con nosotros… una transmisión de los humanos. Deben de haberse hecho con una de las estaciones de comunicaciones.

En la pantalla apareció una secuencia de imágenes, un plano general de los continentes y las ciudades de la superficie. Vor vio primeros planos, grabados al parecer por los ojos espía de vigilancia de una de las ciudades del planeta. Sabía lo que tenía que hacer.

—No podemos salvarles. Continuad con el despliegue completo de las ojivas.

Uno de los voluntarios martiristas, que se encargaba del escáner, asintió.

—Serán bien recibidos en el Paraíso si entregan sus vidas por la Yihad santa.

—Después de hoy, el Paraíso va a estar bastante abarrotado —musitó Vor mirando a la pantalla.

En los cielos humeantes de Quadra, las lunas plateadas de combate estaban muy bajas sobre la metrópoli. Los robots que desfilaban por las calles no les prestaban atención, pero los esclavos humanos sentían su presencia abrumadora. Aunque todas las naves de combate habían sido enviadas a Corrin para el asalto final contra la Liga, la amenaza seguía ahí.

Pero algunos de los esclavos habían hecho planes a escondidas, sin perder nunca la esperanza.

Cuando inesperadamente empezaron a saltar chispas y destellos en los satélites artificiales, los humanos de las calles de Quadra City se volvieron a mirar. Muchos levantaron un momento la vista al cielo, y reanudaron con nerviosismo sus tareas, sin acabar de creérselo.

Sin embargo, un humano llamado Borys —un antiguo maestro de armas de Ginaz capturado hacía veintiún años durante una escaramuza en Ularda— supo exactamente lo que estaba pasando. Su corazón se llenó de esperanza y dejó caer las herramientas de la cadena de empaquetado en la que le obligaban a trabajar. Se dirigió a sus compañeros, consciente de que no debía vacilar.

—¡Esto es lo que hemos estado esperando! Nuestros rescatadores han llegado. Debemos liberarnos de nuestras cadenas y luchar junto a los liberadores antes de que sea demasiado tarde.

Entre los equipos de trabajo los gemidos y los murmullos se extendieron como una onda de choque. Borys cogió una de sus pesadas herramientas y la empotró entre los engranajes de la máquina que movía la cinta de la cadena. El complejo sistema se detuvo con un chirrido que sonó como si las máquinas estuvieran sufriendo.

A su alrededor los robots centinela y los modelos de combate se detuvieron, mientras recibían nuevas instrucciones del Omnius-Quadra. Borys no creía que su insignificante travesura hubiera llamado la atención de la supermente: en órbita estaba pasando algo que acaparaba por completo la atención del ordenador gigante.

Durante sus años de cautiverio, los compañeros mercenarios que fueron capturados con Borys en Ularda habían ido cayendo, algunos por una buena causa, otros para nada. Borys era el último de su grupo, y tenía mayores aspiraciones. En aquellos momentos, mientras reunía a la gente que trabajaba en las calles, supo que aquella sería su única oportunidad.

Borys nunca había dejado de comentar sus planes entre los humanos del planeta, de calibrar a los otros prisioneros. Como maestro de armas, había nacido para luchar y había aprendido las técnicas de combate bajo la supervisión del
sensei
mek Chirox. Borys conocía sus capacidades y sus limitaciones. Había seleccionado cuidadosamente a los que estaban dispuestos a luchar por su libertad, separándolos de los cautivos que tenían demasiado miedo para arriesgarse. A aquellas alturas, sus tenientes escogidos estaban repartidos por toda Quadra.

Un comunicado se oyó por los altavoces de la cadena de empaquetado. Normalmente los robots utilizaban el sistema para dar órdenes a los obreros esclavos, pero esta vez fue una voz humana la que habló.

—¡Es el ejército de la Yihad! ¡Ballestas, jabalinas, naves veloces! —Borys reconoció la voz: era uno de los suyos, destinado en una de las lunas artificiales—. Han llegado como salidos de la nada… con una increíble potencia de fuego. Una de las lunas ya está fuera de combate.

En el cielo, Borys veía destellos furiosos de luz, como chispas que saltaban de una rueda de molienda. El fuego se concentraba en una de las esferas plateadas que colgaban en una órbita baja. La intensidad del combate iba en aumento, y Borys contuvo el aliento al ver que el satélite artificial se agrietaba tras una explosión deslumbrante. Los fragmentos de la luna salieron disparados como trozos de una cascara de huevo y atravesaron la atmósfera con una estela de fuego.

Viendo aquello como una clara señal de la victoria inminente, los trabajadores que dudaban encontraron el valor para jugarse su suerte apoyando la insurrección de Borys. Dejando a un lado sus miedos, la gente empezó a correr coreando por la liberación inminente y causando todos los destrozos que podían.

El caos y el carácter impredecible de los humanos hacían imposible una respuesta eficiente, así que las máquinas respondieron con violencia, aprovechando su superioridad armamentística. Mientras la batalla continuaba sobre sus cabezas, robots centinela perseguían a los esclavos por las calles, disparando a la chusma. Hubo muchos gritos y derramamiento de sangre.

Pero la gente desesperada se defendía sin pensar en su propia supervivencia, y por un momento Borys se permitió sentirse orgulloso. Llevaba años preparándolos para aquello. Muchos lo habían visto siempre como una fantasía, un ejercicio, pero ahora estaba pasando. Volvían a tener esperanza.

—¡Debemos resistir! Las naves de la Liga pronto estarán aquí… tenemos que despejar el camino.

Borys era un maestro de armas, y eso significaba que podía hacer un arma con cualquier cosa: barras de metal, descargas eléctricas, lo que fuera. Destrozó maquinaria automatizada, se las ingenió para sobrecargar generadores. Al cabo de una hora había destruido muchas máquinas pensantes y junto con un grupo de hombres estaba tratando de volar un centro secundario de mando. Pero, aunque el Omnius-Quadra concentraba sus escasas defensas contra la flota espacial de la Yihad, llegaron nuevos robots de los alrededores de la ciudad. Había demasiados, y estaban demasiado bien armados para que los esclavos oprimidos pudieran derrotarlos solo con sus manos y algunas armas rudimentarias.

Borys no se permitió desanimarse. Seguía teniendo la esperanza de que los humanos pronto bajarían a la superficie con refuerzos. Cada vez eran más y más los esclavos que se unían a la lucha por su libertad, incluso un puñado de los que se habían pasado al bando de Omnius.

Cuando finalmente llegó a un centro de comunicaciones que seguía funcionando, Borys transmitió un mensaje pidiendo ayuda, suplicando que bajaran a rescatarlos.

Kindjal de la Yihad y bombarderos protegidos con escudos descendieron sobre el planeta como un grupo de águilas. Al verlos, los que aún seguían con vida se animaron, y Borys alzó el puño en el aire.

Luego las bombas atómicas de impulsos empezaron a estallar, primero muy lejos, en el horizonte. Una intensa luz se extendió como un manto blanco por el cielo. Las ondas de energía nuclear calcinadora cayeron sobre la ciudad mecánica, con un resplandor cegador provocado por las sucesivas explosiones.

Borys dejó caer su arma improvisada al suelo y levantó el rostro al cielo. Ahora entendía por qué nadie había contestado a sus llamadas.

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