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Authors: Fernando Trujillo

La biblia de los caidos (15 page)

BOOK: La biblia de los caidos
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Le encontró entre dos coches, en un rincón apartado, lo más alejado posible del sol, como siempre. No estaba solo. Una mujer con una chaqueta de cuero le ayudaba a tenerse en pie. De no ser otras las circunstancias, Abel habría dedicado mucha más atención a una preciosidad rubia como aquella.

—Encantado de verte —saludó el Gris en voz baja.

Tenía mal aspecto. Demasiado pálido, casi transparente, los ojos hundidos, apagados, perdidos. Por un instante le atravesó una punzada de lástima..., solo por un instante.

—Hay una bomba —jadeó el artificiero, luchando por recobrar el aliento—. Apenas queda tiempo. Tengo que ir o...

—No puedes —le cortó el Gris—. Tienes una deuda que saldar.

—Lo sé. No lo he olvidado. Pero puedo cumplir más tarde, solo necesito unos minutos. Puedo llamar a mi compañero y guiarle para que la desactive.

Sacó el móvil y marcó los primeros dígitos.

—No —susurró el Gris. Su voz era débil y sin embargo dura, capaz de transmitir una orden, de expresar autoridad—. Ese no es mi problema y ahora tampoco el tuyo.

A Abel le quedó clara la postura del Gris. Discutir con él era inútil, le conocía, sabía lo inflexible que podía llegar a ser. Solo quedaba una posibilidad.

—Convéncele —le pidió a la mujer. Quizá ella ejerciera algún tipo de influencia en el Gris—. Solo necesito unos minutos.

—No me está permitido inmiscuirme en asuntos de humanos —respondió sin mirarle.

—¿Qué? ¡Estáis los dos como cabras! ¿Cómo se puede ser indiferente ante una situación como esta?

—Tenemos escalas de valores distintas —explicó el Gris—. Nosotros atribuimos importancia a otros asuntos que no te conciernen. No pongas esa cara. No dudaste en acudir a mí cuando me necesitaste. ¿O preferirías seguir siendo un licántropo? Te liberé, ¿recuerdas? Ya no pierdes tu voluntad con la luna llena para seguir al líder de la manada, ya no te despiertas salpicado de sangre sin saber el motivo, y ya no temes despedazar a tu propia familia como hiciste con tu hijo de cinco años. Cuando purgué tu alma no me consideraste un loco, me diste las gracias. Y no me resultó una tarea fácil. Pero cumplí, estuve ahí para ti y tu familia. A pesar de que me llamabais monstruo, a pesar de vuestro desprecio hacia mí. Ahora es tu turno de cumplir lo pactado. Ha llegado la hora de pagar la deuda.

Abel calló, inclinó la cabeza. Luego la alzó y extendió las manos con las palmas hacia arriba. El Gris cojeó hasta situarse delante de él. Cubrió con sus manos las del artificiero y apretó. Abel reprimió el impulso de retirar las manos. La piel del Gris era fría, de tacto metálico, desagradable. Los apretones de manos se cerraron.

Brotó luz. Abel no sabía decir de qué color era, pero cobraba más y más intensidad, y el origen eran sus propias manos.

Tuvo un leve ataque de pánico. El garaje dejó de estar a oscuras. Los cristales de los coches que estaban a su lado reventaron en mil pedazos. Entonces se calmó de repente. Se sintió débil. Todo perdía consistencia a su alrededor. Los colores desaparecieron, los sonidos se distorsionaron, los olores se mezclaron en uno apenas perceptible. Su cuerpo le resultó ajeno, distante, solo las manos continuaban siendo reales. Las manos que sostenía el Gris.

Hasta que también ellas se desvanecieron... y el mundo no tardó en hacer lo mismo.

Sara despertó con un sobresalto. Había tenido un sueño agitado, pero no lo recordaba, y se alegró de ello. Abrió los ojos perezosamente y se topó con dos labios curvados encima de un lunar.

—Buenos días, guapetona —saludó el niño—. O debería decir buenas tardes. Son casi las tres.

Aún estaba cansada. Sería capaz de matar con tal de cerrar los ojos y volver a dormirse un par de horas, no, mejor tres.

—¿Ya es mi turno? —murmuró estirando los brazos.

—No —contestó Diego—. El guaperas está vigilando.

—Entonces déjame dormir un poco más.

Se acurrucó de nuevo bajo el edredón, abrazando la almohada.

—Ah, ah, de eso nada, tía. —El niño retiró el edredón. Sara le fulminó con la mirada—. Hay que trabajar. Ahora eres parte del grupo. Vamos, que toca currar un poco. ¿A que mola? Necesito que hagas uso de esas increíbles habilidades de rastreo que posees.

—Está bien —refunfuñó Sara.

Odiaba acostarse vestida y despertarse con la misma ropa. Y odiaba más aún dormir en un sofá. Un chalé multimillonario, en el barrio de la Piovera, y no le dejaban una habitación para pasar la noche, o la mañana más bien.

—Te espero en la cocina —dijo el niño—. No tardes o se te enfriará el desayuno.

Sara asintió con desgana. El espejo del baño le confirmó que tenía tan mal aspecto como imaginaba. Se relamió ante la idea de una ducha, con el jabón y el agua caliente resbalando por su espalda, pero luego cayó en la cuenta de que tendría que vestirse con la misma ropa y desechó la idea. Al final se limitó a mojarse un poco la cara.

Antes de irse con Miriam, el Gris les había dado instrucciones. Debían preparar a la niña poseída para el exorcismo de esta noche. La centinela disolvió la runa que sellaba la habitación para que pudieran trabajar, y ellos debían turnarse para montar guardia. Sara se había ofrecido para hacer el primer turno. Vigiló la habitación hasta las diez de la mañana, momento en que Álex la relevó y ella cayó rendida en el sofá que le ofreció el abogado de Mario Tancredo. En aquel momento no le importó, estaba exhausta y necesitaba desesperadamente descansar. Sin embargo, ahora se arrepentía, le dolían varias partes del cuerpo, sobre todo el hombro, como consecuencia de una mala postura.

Durante su turno, la niña no paró de suplicar ayuda. No empleó aquella voz ronca y cavernosa que hacía estremecer a Sara. Fue mucho peor. Se expresó con su voz natural, como una chiquilla de ocho años. Lloró, suplicó y describió el miedo que la afligía en su soledad. Juró que no entendía por qué la castigaban y se deshizo en ruegos para conseguir aunque solo fuera unas vendas para las muñecas, las cadenas le dolían mucho. Sara tuvo que recordarse una y otra vez que era un demonio quien la llamaba, no una pobre niña desvalida, tal y como le transmitían sus oídos. No cedió, logró cumplir su turno sin entrar una sola vez en la habitación, pero no pudo evitar que se le encogiera el corazón. Se alegró más de lo que hubiera creído posible cuando vio a Álex que venía a sustituirla.

—Hay café —dijo el niño señalando la encimera—. Tienes pinta de necesitarlo.

Diego estaba sentado en una banqueta, devorando una manzana. Sara reparó en que la ventana de la cocina estaba destrozada, la persiana permanecía bajada para que no entrara el aire de fuera.

—¿Por qué no reparan la ventana? —preguntó sirviéndose una taza y sentándose junto al niño—. No será por falta de dinero.

—Pues, hombre, así de pronto se me ocurre que el señor millonario no debe querer traer a nadie a su casa mientras su hija sea un vástago del infierno. —Dio un bocado a la manzana y masticó con la boca abierta—. Es solo una teoría, puedo equivocarme. Por cierto, ¿sabes cómo se rompió? Fue la niña, lanzó la nevera al jardín ella solita. Se ve que no tenía hambre. ¿Tú crees que los demonios comen comida?

A Sara le sonó un poco a cuento.

—¿Cómo sabes tú eso de la nevera? ¿No te estarás dejando llevar por tu imaginación infantil?

—Qué va, tía —aseguró Diego con aire inocente—. Te juro que es cierto. Me lo dijo ella.

—¿Y la creíste? Es un demonio, no seas tan... —Sara se interrumpió, se dio cuenta de un detalle importante—. Has dicho que te lo dijo la niña. Eso significa que anoche entraste a hablar con ella durante tu turno.

El rostro del niño se congeló con una inconfundible mueca de culpabilidad.

—Eh... Bueno, sí... —titubeó—. ¡No se lo digas al Gris! Se enfadará, y Miriam también. Esa mujer está super zumbada, es la centinela más estricta de todas.

Ahora sí que parecía un niño, un crío adorable que había cometido una travesura y rogaba para que no le castigaran, no como cuando se enfrentaba a los adultos, con desenvoltura, demostrando una claridad de ideas propia de alguien de mayor edad, aunque con un punto de vista que ella aún no entendía. Sara callaba. Estaba disfrutando en silencio del apuro de Diego. Se enterneció un poco, pero eran demasiadas las cosas que aún desconocía y le pareció una buena ocasión para sonsacar al pequeño.

—No diré nada si me cuentas por qué lo hiciste —propuso.

—Oh, eso es sencillo —dijo aliviado—. Quería preguntarle por el infierno, no hice nada, de verdad, ni siquiera me acerqué. Solo hablamos.

Sara recordó haberle oído ya mencionar el infierno antes. Si no se equivocaba, Diego estaba tan obsesionado con ese lugar como Plata con los dragones.

—¿De dónde viene esa fijación por el infierno? —preguntó aparentando estar aún considerando si delatarle o no. En realidad, el niño cada vez le intrigaba más a Sara.

—Es por mi maldición... —Iba a decir algo más pero él mismo se tapó la boca.

—¿Qué maldición?

Diego arrugó la frente, se removió inquieto en la banqueta.

—No puedo decírtelo. —A Sara le costaba entenderle. El niño no se quitaba la mano de la boca—. ¡Ay! —Dio un pequeño bote, su cuerpo sufrió una sacudida—. ¡Ay! ¡Mierda, está bien! —Sara no entendía nada—. Vale, vale. Sí puedo decírtelo, pero no quiero.

Estaba muy enfadado. Sara lo veía en sus ojos. El niño hervía de rabia, mordía, y al mismo tiempo se contenía, luchaba por dominarse. Sara ni siquiera comprendía lo que había sucedido. ¿Estaba enfadado con ella? ¿Por preguntar? ¿Y qué habían sido esos pequeños chillidos?

—¿Qué...? —empezó a decir Sara.

Pero Diego la cortó.

—Espera, maldita sea. —El niño tomó aire, como si fuera a zambullirse en una piscina y bucear hasta el límite de sus pulmones—. Tengo una maldición y no voy a contarte nada de ella mientras no sepa más de ti. —Hablaba muy serio, sin el menor rastro de inocencia o inseguridad, como un verdadero adulto. Sara se preocupó sin querer. Era la primera vez que le oía expresarse de ese modo—. El Gris dice que ni siquiera sabes si quieres unirte a nosotros, que estás haciendo una especie de prueba. No pasa nada, me parece bien, pero no pretendas que te cuente mis intimidades, o mejor dicho, la única intimidad que tengo. Me caes bien, Sara, pero te lo contaré cuando nos conozcamos mejor.

A Sara le pareció una postura razonable.

—Entiendo. No pretendía ser indiscreta.

—Lo sé. Pero no vuelvas a preguntarme por mi maldición.

—No lo hubiera hecho de saber que te incomodaba.

—No es lo que imaginas —aclaró Diego—. Verás, una parte de la maldición, la única que te voy a revelar por ahora, me obliga a decir la verdad siempre, y si tú me preguntas tengo que cambiar de tema o...

—O te dan esos calambrazos de antes —terminó Sara.

—Exacto. Si miento me recorre una descarga de cojones, y me pongo de mala hostia.

Sara no podía creerlo. Nunca había oído hablar de una maldición semejante. ¿Quién era capaz de hacerle eso a un crío? Ahora entendía su modo de hablar. Por eso era tan directo, tan descarado. Si cada vez que mentía le recorría una descarga, no le extrañaba que dijera la verdad sin considerar las consecuencias. Seguramente, estaba acostumbrado a soltar lo primero que le venía a la cabeza, sin endulzarlo, ni disimularlo con las mentiras corrientes con las que todo el mundo se expresa.

Sara imaginó al niño desenvolviendo un regalo que no le gustaba y contestando al típico «Es lo que querías, ¿a que sí?». O siendo forzado a decir si le ha gustado una comida preparada para él, o si le quedaba bien la ropa a alguien. Eran muchas las situaciones cotidianas en las que la gente normal mentía, ya fuera por costumbre o necesidad, o incluso por educación. ¿Cómo le afectaría eso con una chica? Estaría completamente desarmado cuando ella le preguntara si la quería, o dónde había estado. No funcionaría, no podría funcionar. Era injusto para él. Estaba condenado a mostrarse tal y como era, sin poder suavizar sus defectos ante los demás. Sara recordó cómo había reaccionado Mario, cómo le había amenazado con azotarle y cómo ella se había escandalizado ante su desfachatez. Era probable que eso fuera lo normal en sus relaciones con los desconocidos. Ahora entendía que ni él ni Álex ni el Gris se alteraran con el niño: estaban acostumbrados.

—Por tu expresión, deduzco que lo has entendido —observó Diego.

—Eso creo. No volveré a preguntarte, lo siento.

—Gracias, pero no pongas esa cara.

No podía evitarlo. Debía de ser horrible no poder relacionarse con normalidad con los demás. A Sara se le antojó un castigo demasiado severo. ¿Qué pensarían sus padres? Le extrañó no haber reparado en ellos antes. No le pareció el momento apropiado para preguntar, pero lo anotó mentalmente para más adelante.

Le invadió una profunda compasión por él.

—No puedo evitarlo —dijo sin lograr borrar la lástima de su rostro—. Es que debe de ser muy duro.

—No te creas —dijo el niño restándole importancia. Había recobrado su tono juvenil—. No está tan mal, te acostumbras y eso. Al fin y al cabo, esa es la parte fácil de la maldición. La parte chunga... ¡Esa sí que es una verdadera putada!

VERSÍCULO 12

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