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Authors: Fernando Trujillo

La biblia de los caidos (8 page)

BOOK: La biblia de los caidos
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—No es probable que tu hija tenga enemigos con solo ocho años —intervino Álex—. Es más lógico que los tengas tú.

Mario continuaba lejos de creer esa teoría.

—¿Pretendéis que crea que se puede controlar a un demonio?

—Se puede —contestó Álex—. Aunque son muy pocas las personas capaces de hacerlo. De todos modos, hay organizaciones financieras controladas por demonios y otras criaturas. Tal vez has interferido en sus operaciones y no les ha gustado. A los vampiros, por ejemplo, no les...

—Por poner un ejemplo —interrumpió Diego—. Uno sencillo, que puedas entender. Si yo fuera tu padre, habría metido tu cabeza en el infierno para que dejaras de tocarme las pelotas. ¿Imaginas cuánta gente pensará de un modo similar? Una persona decente tiene pocos enemigos, pero contigo no será nada fácil descubrir al culpable...

—Ya lo hemos entendido —le cortó Sara—. Habrá algún modo de dar con una solución, no vamos a abandonar a esa niña. Ella no tiene la culpa de los delitos de su padre.

Mario suspiró con los ojos desenfocados. Aceptar que todo podía ser por su culpa ensombreció su rostro. Sus hombros descendieron perceptiblemente. Abrió el mueble-bar y sacó una botella. Les ofreció de beber con un gesto.

—¿Darías alcohol a un niño? —se escandalizó Diego—. ¡Menudo elemento! Preferiría una botella de agua mineral, gracias. Y una pieza de fruta. Si puede ser una manzana, genial. El guapo tampoco bebe —añadió señalando a Álex.

—Ni yo —dijo Sara.

Mario se sirvió una copa y volvió a guardar la botella. Luego lo pensó mejor, la sacó de nuevo y la dejó sobre la mesa.

—Bien, prosigamos —sugirió el niño—. Que si no luego el Gris se enfada conmigo por no interrogar a fondo al delincuente. Señor Tancredo, ¿tienes más hijos?

Mario parpadeó, tomó un buen trago.

—No, solo Silvia.

—¿Ningún bastardo con alguna de tus aventuras?

—¡Diego! —le reprendió Sara—. No puedes...

—Tenemos que saberlo —repuso el niño sin dejar de mirar al multimillonario—. No irás a creer que este personaje no se ha a cepillado a otras tías...

—No te preocupes —le dijo Mario a Sara—. El niño empieza a caerme bien. Me habla de manera desafiante, sin miedo. Eso me gusta.

Álex sonrió.

—Eso es porque no le conoces. Es el mayor cobarde del mundo.

—Me gustaría ver lo valiente que eras tú si fueses a terminar en el infierno —dijo Diego, enfadado—. No me dejáis hacer mi trabajo.

—¿Sus hijos son importantes? —insistió Sara.

Álex se adelantó en la respuesta.

—Lo son. Los modales del niño dejan mucho que desear, pero es importante saber si Silvia tiene hermanos. Normalmente los demonios prefieren al primogénito, pero no es seguro...

—Silvia es mi única hija. Más os vale salvarla... —El sonido de su teléfono móvil le interrumpió. ¿Quién podía ser a las tres de la madrugada? Vio el nombre de su abogado en la pantalla y contestó—. ¿Sí?... ¿Qué haces en la puerta?... Pues el sistema de seguridad cuesta un riñón como para que se estropee la cámara... Échale. No he pedido ayuda de nadie... —Mario hizo amago de apagar el teléfono, contrariado—... Pues será un borracho. Le he oído decir no sé qué de un dragón... Y no vuelvas a molestarme con estupideces.

—¡Espera, no cuelgues! —gritó Diego— Pregúntale si viene a cazar.

Mario le miró extrañado.

—Es un amigo nuestro —explicó Álex.

El millonario dudó.

—¿Qué pinta tiene el tipo ese? —preguntó Mario a su abogado, y luego se dirigió al grupo—: Bien, si es amigo vuestro, describidle, decidme cómo es.

Álex y el niño se miraron. Sara vio preocupación en sus rostros. Allí sucedía algo extraño.

—No es tan sencillo... —empezó a decir Álex.

—Se llama Plata —intervino el niño—. Y viene a ver si puede cazar un dragón, ¿a que sí?

Mario carraspeó, apretó los labios. Sentía que no dominaba la situación.

—Está bien —dijo al fin al abogado—. Tráelo al salón... ¿Dos?... Vale, que vengan. Deprisa. —Y colgó—. Espero que esto se aclare pronto. Ya viene vuestro amigo con una mujer. Os advierto que no estoy de humor para estupideces. Quiero saber qué está pasando.

Sara tampoco entendía nada. Solo Álex y el niño estaban al corriente, pero ambos parecían inquietos. Evitaron decir una sola palabra hasta que se abrió la puerta del salón.

El abogado de Mario Tancredo entró el primero. Le seguía un individuo muy alto, de pelo rizado. Tropezó con una mesilla y cayó al suelo de bruces. Una mujer rubia le ayudó a incorporarse. Vestía una chaqueta de cuero larga, que le cubría las piernas. Parecía muy seria. Sus ojos lo estudiaban todo con mucha atención, unos ojos relucientes, preciosos.

—Discúlpenme, caballeros —saludó el hombre alto tambaleándose levemente—. No soy bueno con un centro de gravedad tan elevado. Necesito práctica.

—¡Plata! —soltó el niño corriendo hacia él—. ¿Cómo nos has encontrado?

—He seguido el olor a carne de dragón —respondió Plata. Diego le ayudó a mantener el equilibrio, aunque con cierta dificultad, era mucho más bajo que él—. Se trata de eso, ¿verdad? ¡Hay un dragón en este chalé!

—Se trata de otra cosa —le contrarió Álex de mala gana.

—Tú siempre de mal humor —dijo Plata—. No te creo. Que lo diga el niño.

—Uhmm... No es un dragón. Lo siento, tío —confirmó Diego—. Me temo que es solo un exorcismo.

—¡Maldición! —Plata agitó el puño y cayó de nuevo al suelo, arrastrando al niño con él.

—Es mejor que te sientes un rato —dijo el niño—. Ahí, en el sillón estarás bien.

—Gracias, amigo —dijo Plata—. Una cosa. ¿Qué tal mi cuerpo? ¿Te gusta?

Diego cerró un ojo mientras le examinaba.

—No está mal. Demasiado alto para mi gusto. Tu expresión es un poco estúpida, pero no importa. Yo te quiero igual, ya lo sabes.

—Lo sé...

—Enternecedor —interrumpió la mujer rubia. Sara sufrió un pequeño pinchazo de envidia. Era muy bonita, demasiado, podría ser la pareja perfecta de Álex. ¿Todos eran modelos en aquel grupo?—. Vosotros podéis hablar de lo que os dé la gana, yo solo quiero saber dónde está el Gris...

—¡Ya está bien! —gruñó Mario. Todos se callaron—. Estamos en mi casa. Y me vais a explicar ahora mismo quiénes sois o se va a acabar todo este disparate.

Álex se apresuró a hablar. No quería ni imaginar la explicación que daría el niño.

—Plata es parte de nuestro grupo. Es complicado explicar su función, pero es muy útil, y trae suerte. Miriam es una centinela, te alegrará que haya venido, tú mismo dijiste que no cerrarías el trato sin que lo aprobara un centinela.

Sara se moría de ganas de saber en qué consistía el trabajo de un centinela. Fuera lo que fuese, beneficiaba a Mario, a juzgar por la expresión de tranquilidad que lucía desde que Álex había hecho las presentaciones.

—Una centinela —repitió Mario con un gesto de aprobación—. Excelente. Me sentiré mucho más seguro si alguien controla al Gris.

—No tendrás que preocuparte por él —aseguró Miriam—. He venido a detenerle y a llevármelo.

VERSÍCULO 7

Hacía mucho calor, demasiado, a pesar de que las ventanas estaban abiertas.

—¿No sudas con esa gabardina? —preguntó Elena, quitándose el chal que llevaba sobre los hombros.

El Gris no contestó. Estaba concentrado, con los ojos fijos en la criatura que tenía delante. Era una niña pequeña, de poca estatura para tener ocho años, y muy delgada. Tenía los ojos amarillos, verticales, como los de un reptil, y el pelo largo y sedoso. Estaba medio desnuda, con las ropas desgarradas y quemadas en varios lugares. La piel era tersa, tan blanca que se veían los huesos a través de ella. Un corte horrible deformaba la mejilla derecha, por donde expulsaba humo. Las uñas eran de color negro y producían un chillido insoportable cuando arañaban la pared.

Estaba en la esquina opuesta a la entrada de la habitación, doblada sobre sus rodillas, rugiendo, babeando, con actitud feroz. El Gris se acercó un poco y se arrodilló. Estudió los símbolos dibujados en el suelo que mantenían a la chica encerrada.

—No son gran cosa. ¿Quién los ha inscrito?

—Fue un exorcista que llamó mi marido —explicó Elena—. Era un inútil que no supo tratar a mi hija. Se llevó un buen zarpazo en el muslo.

El Gris asintió. Si el demonio cobraba fuerza, aquellas runas no bastarían para retenerle.

—¿Sabes quién soy? —preguntó.

La niña le miró y gruñó, enseñó los dientes.

—Un exorcista. —No era una voz de chica, ni siquiera era juvenil, sino grave y profunda, retumbaba—. Sois todos iguales.

—¿Conoces mi nombre? ¿Me habías visto antes?

El demonio se removió furioso, escupió, golpeó el suelo y pateó la pared, pero no dijo nada.

—Tal vez reconozcas esto —dijo el Gris.

Metió la mano por el cuello de su sudadera y tiró de la cadena que siempre llevaba colgando. Elena alcanzó a ver un extraño tatuaje asomando por su cuello. De la fina cadena pendía una larga pluma blanca, estilizada y hermosa, que se mecía suavemente.

La niña-demonio sacudió la cabeza, tuvo una arcada.

—¡Guárdala! —bramó—. ¡Apesta!

—¿Puedes identificar a su dueño? —preguntó el Gris acercando la pluma.

—Claro que sí —contestó el demonio con su voz de hombre. El rostro del Gris se iluminó—. Su dueño es un apestoso.

Elena seguía en silencio detrás, apoyada contra la pared. El Gris se irguió y se volvió hacia ella.

—Deberías dejarme a solas unos minutos.

—No pienso hacerlo —respondió ella.

—Es por tu propia seguridad.

—Déjanos a solas, mamá —pidió Silvia—. Ya estoy acostumbrada a los exorcistas. Este no será un problema. Vamos, «pelo plateado», ven a por mí. Quítate esa gabardina para que pueda devorar mejor tus tripas.

La niña pateó el suelo y saltó hacia delante. Se detuvo en el aire con un golpe seco y rebotó hacia atrás, contra la pared. Lo volvió a intentar. Con cada embestida las runas del suelo se iluminaban levemente, reflejando su poder al impedir que el demonio las traspasara.

—No aguantarán —dijo el Gris—. Voy a intervenir.

Su mano se perdió en la oscuridad de la gabardina, emergió un segundo después con un frasco polvoriento, del tamaño de una botella de medio litro, que contenía una sustancia similar a la arena. Lo dejó en el suelo.

Elena no supo qué podía ser esa especie de polvo negro, pero no le gustó. ¿De dónde lo había sacado? Era imposible que lo llevara en algún bolsillo y no se notara un bulto en su esbelta silueta. Y eso no fue lo único que sacó el Gris de los pliegues de la gabardina. También extrajo un libro, un tomo grueso, de tapa dura, antiguo, que debía tener más de mil páginas. Y por último, un puñal o una espada pequeña, Elena no estaba segura. La hoja medía al menos cuarenta centímetros, estaba oxidada y ligeramente curvada a la derecha, tenía un aspecto penoso y al mismo tiempo imponente. La empuñadura de cuero estaba desgastada por un uso prolongado.

Elena no iba a consentir que apuñalara a su hija delante de sus ojos. Se abalanzó sobre el Gris, que estaba reclinado sobre las runas con el cuchillo empuñado hacia abajo, cayó sobre su espalda y le desequilibró.

—¡No lo permitiré! —gritó.

—¡Cuidado, maldita sea! —se quejó el Gris rodando por el suelo—. ¡Apártate!

La pequeña Silvia arremetió enloquecida contra la contención mágica. La estructura de runas tembló y rechinó, se resquebrajó con un chirrido agudo, y finalmente reventó. El demonio pasó junto a su madre y fue directamente a por el Gris.

—Hola, exorcista. Vamos a bailar un poco —rugió.

El zarpazo arrancó varios fragmentos del entarimado. Habría sido muy doloroso, tal vez mortal, si el Gris no lo hubiera esquivado en el último instante. Recogió el puñal del suelo antes de incorporarse. Fue un error. La escuálida criatura previó ese movimiento y se anticipó. Esta vez no erró el golpe, le dio en el pecho, con una fuerza brutal. El Gris salió despedido, voló de espaldas hasta estrellarse contra la pared opuesta. Se desplomó sin aliento. Luchó para mantener la consciencia, para que la habitación dejara de dar vueltas a un ritmo frenético.

La niña se acercaba caminando despacio, segura de su victoria. Lucía una sonrisa grotesca por la que derramaba abundantes babas de color amarillento. El Gris se levantó con serias dificultades. Se apoyó en la pared, que estaba agrietada por el terrible impacto. Le llegó un remolino de voces confusas. Tenía que despejar su mente deprisa.

Resbaló, la mano se atascó en un agujero que antes no estaba en la pared. El Gris se preparó para defenderse y entonces cayó en la cuenta de que había perdido el cuchillo.

Ya era demasiado tarde. La muchacha-demonio estaba encima de él. Alzó las garras y atacó directamente a su cuello.

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