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Authors: Glenn Cooper

Tags: #Misterio y suspense

La Biblioteca De Los Muertos (4 page)

BOOK: La Biblioteca De Los Muertos
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Se inclinó hacia delante, casi blanco como el papel.

—Mira, Susan —comenzó a decir alzando la voz—, no creo que eso sea buena idea. Ese tren ya pasó. Deberías haberme pedido que llevara el caso hace semanas, porque, ¿sabes?, entonces era el momento adecuado. Pero ahora no sería conveniente ni para mí, ni para Nancy ni para el departamento, ni para la agencia, ni para los ciudadanos que pagan sus impuestos, ni para las víctimas, ni, maldita sea, ¡para las víctimas que estén por venir! ¡Y lo sabes tan bien como yo!

Sánchez se levantó para cerrar la puerta y después volvió a sentarse y cruzó las piernas. El frufrú de sus medias al rozar la una con la otra lo distrajo momentáneamente de su arrebato.

—Sí, ya bajo la voz —dijo—. Pero eres tú quien se llevará la peor parte. Tú eres la que está en el ojo del huracán. Llevas Investigación de Crímenes Violentos y Delitos Mayores contra la Propiedad, la segunda rama con más eco en Nueva York. Que cojan al gilipollas del Juicio Final es algo que está bajo tu supervisión, así que ponte las pilas. Eres mujer, eres hispana, dentro de unos años serás asistente de dirección en Quantico, o tal vez agente especial de supervisión en Washington. El límite está en el cielo. No la jodas metiéndome a mí por medio, ese es mi consejo de amigo.

Sánchez le dirigió una mirada que habría dejado helado hasta a un esquimal.

—Agradezco mucho tu asesoramiento, Will, pero no sé si debo confiar en el consejo de un hombre que está cada vez más abajo en el organigrama. Créeme, a mí tampoco me entusiasma la idea, pero ya hemos discutido esto internamente. Benjamín y Ronald se niegan a prescindir de nadie del departamento de antiterrorismo, y en la oficina de delitos financieros y en Crimen Organizado no hay nadie que haya llevado antes este tipo de casos. No quieren que venga ningún oportunista de Washington ni de ninguna otra oficina. Eso les haría quedar mal. Esto es Nueva York, no Cleveland. Se supone que tenemos los mejores profesionales. Tú tienes la experiencia adecuada... la personalidad incorrecta, tendrás que trabajar en ello, sí, pero tienes la experiencia adecuada. Es tuyo. Será tu último gran caso, Will. Te irás a lo grande. Míratelo así, y anímate.

Will lo intentó desde otro ángulo.

—Si cogiéramos a ese tipo mañana, cosa que no haremos, cuando esto llegue a juicio yo ya seré historia.

—Pues volverás para testificar. Seguro que entonces las dietas se pagan bien.

—Muy graciosa. ¿Y qué pasa con Nancy? La envenenaré. ¿Es que quieres que sea el chivo expiatorio?

—Nancy es impredecible. Puede cuidar de sí misma, y también de ti.

Acabó por ponerse huraño y dejó de buscar argumentos.

—¿Y qué pasa con la mierda en la que estoy trabajando?

—Se la pasaré a alguien. No hay problema.

Eso fue todo. No había más que hablar. No era una democracia y negarse o que le despidieran no eran opciones. Catorce meses. Catorce malditos meses.

En un par de horas su vida había cambiado. El gerente de la oficina apareció con unos cajones de color naranja con ruedas e hizo que se llevaran de su cubículo los expedientes del caso en el que estaba trabajando. En su lugar llegaron los expedientes del caso Juicio Final que llevaba Mueller, cajas llenas de documentos recopilados durante las semanas previas a que un cúmulo de plaquetas pegajosas hicieran papilla unos cuantos mililitros de su cerebro. Will las miró como si fueran un montón de boñigas apestosas, bebió otra taza de su café requemado y luego se dignó abrir al azar una de las carpetas.

Antes de verla, le oyó aclararse la garganta a la entrada del cubículo.

—¡Hola! —saludó Nancy—. Creo que vamos a trabajar juntos.

Nancy Lipinski iba embutida en un traje de color gris carbón. Le quedaba media talla pequeño y le apretaba en la cintura lo suficiente para que su barriga sobresaliera un poco, algo nada atractivo. Era un taponcito, descalza medía uno sesenta, y en opinión de Will tenía que perder un par de kilos de todas partes, incluso de su tersa y redonda cara. ¿Acaso había pómulos ahí debajo? No tenía para nada el típico cuerpo macizo de las graduadas que salían de Quantico. Will se preguntó cómo se las habría arreglado para pasar las revisiones de la unidad de entrenamiento físico de la academia. Allí abajo no se andaban con chiquitas y a las tías no les pasaban una. Había que admitir que era algo atractiva. La práctica media melena rojiza, el maquillaje y el brillo complementaban bien su delicada nariz, sus bonitos labios y sus expresivos ojos color miel, y su perfume habría seducido a Will de haberlo llevado otra mujer. Lo que le echaba para atrás era esa mirada de lástima. ¿Podía haberle negado cariño a un cero a la izquierda como era Mueller?

—¿Qué tienes pensado hacer? —preguntó Will de manera retórica.

—¿Tienes tiempo ahora?

—Mira, Nancy, prácticamente no he empezado a abrir las cajas. ¿Por qué no me das un par de horas, hasta después del mediodía, más o menos, y hablamos?

—Me parece bien, Will. Lo único que quería decirte es que, aunque esté contrariada por lo de John, voy a seguir partiéndome la espalda con este caso. No hemos trabajado nunca juntos, pero he estudiado algunos de tus casos y sé las contribuciones que has hecho en el campo. Siempre estoy dispuesta a mejorar, así que tus observaciones tendrán suma importancia para mí...

Will necesitó cortar de raíz toda esa palabrería.

—¿Te gusta Seinfeld? —preguntó.

—¿La serie de televisión?

Will asintió.

—Bueno, sé lo que es —contestó ella, suspicaz.

—Las personas que crearon la serie idearon unas reglas básicas para los personajes, y esas reglas básicas son las que la hacen diferente de cualquier otra comedia. ¿Quieres saber cuáles son esas reglas? Serán las reglas por las que nos vamos a regir tú y yo...

—¡Claro, Will! —dijo Nancy con entusiasmo, deseosa al parecer de aprender la lección.

—Las reglas eran: nada de aprendizaje y nada de abrazos. Hasta luego, Nancy —dijo con la mayor frialdad posible.

Mientras ella seguía allí intentando decidir si retirarse o contraatacar, oyeron que se acercaba un ruido de pasos ligeros y rápidos, una mujer intentando correr con tacones.

—¡Alerta Sue! —gritó Will con voz melodramática—. Diría que tiene algo que nosotros no tenemos.

En su profesión, la información dotaba al que la tenía de un poder temporal, y a Sue Sánchez eso de saber algo antes que los demás parecía que le daba alas.

—¡Bien, los dos estáis aquí! —dijo obligando a Nancy a quedarse—. ¡Ha habido otro! El número siete, en el Bronx. —Estaba exultante, aturdida, casi se diría que llena de júbilo—. Id hasta allí antes de que los de la Cuarenta y cinco la fastidien otra vez.

Will, exasperado, alzó los brazos.

—Por Dios, Susan, todavía no sé un carajo sobre los seis primeros. ¡Dame un respiro!

Bang. Nancy hizo su aparición estelar.

—Oye, ¡solo tienes que hacer como si fuera el número uno! ¡Sin problema! En fin, te pillo por el camino.

—Ya te lo había dicho, Will —dijo Susan con una sonrisa diabólica—. Es imprevisible.

Will cogió uno de los Ford Explorer negro que el departamento usaba para los asuntos de rutina. Salió del garaje subterráneo del 26 de Liberty Plaza y navegó por carreteras de sentido único hasta que tomó rumbo al norte por el carril rápido de la autopista. El coche estaba impecable y rodaba como la seda, el tráfico no estaba mal y a él le gustaba salir pitando de la oficina. De haber estado solo habría sintonizado la WFAN para saciar su hambre de deportes, pero no lo estaba. En el asiento del copiloto, Nancy Lipinski, libretita en mano, le ponía al día mientras pasaban bajo los raíles del teleférico de Roosevelt Island, cuya cabina se deslizaba lentamente en las alturas, sobre las turbulentas aguas del río East.

Estaba más excitada que un pervertido en un festival de pornografía. Este era su primer caso de asesinatos en serie, el summum en homicidios, el momento definitivo en su preadolescente carrera. Se lo habían asignado porque era la consentida de Sue y porque había trabajado ya con Mueller. Los dos se llevaban de maravilla, Nancy siempre dispuesta a fortalecer su quebradizo ego. «¡Es que eres tan listo, John!» «Pero John, ¿tienes memoria fotográfica o qué?» «Ojalá tuviera tu soltura en las entrevistas.»

A Will le costaba prestar atención. Asimilar tres semanas de datos que le estaban dando mascaditos era relativamente fácil, pero su mente se distraía y su cabeza seguía neblinosa por la cita que había tenido con Johnnie Walker la noche anterior. A pesar de todo, sabía que tardaría un suspiro en ver de qué iba el asunto. En esos veinte años había llevado ocho casos importantes de asesinatos en serie y había estado hurgando en un sinnúmero de ellos.

El primero tuvo lugar en Indianápolis durante su primer trabajo de campo, cuando no era mucho mayor que Nancy. El autor de los hechos era un psicópata retorcido al que le gustaba apagar cigarrillos en los párpados de sus víctimas, hasta que una colilla ofreció una pista.

Cuando su segunda mujer, Evie, consiguió que la admitieran en Duke para hacer el posgrado, pidió el traslado a Raleigh y, cómo no, otro pirado con una cuchilla de afeitar empezó a cargarse mujeres en Ashville y sus alrededores. Nueve meses angustiosos y cinco víctimas descuartizadas después agarró también a ese asqueroso. Y de golpe y porrazo se hizo con una reputación: era un especialista de facto. De allí le largaron, nuevo divorcio desastroso, y lo destinaron a la oficina central en Crímenes Violentos, un grupo dirigido por Hal Sheridan, el hombre que enseñó a toda una generación de agentes cómo se traza el perfil de un asesino en serie.

Sheridan era un tipo frío como el mármol, distante y apático, hasta el punto que corría un chiste por la oficina: si se producía una oleada de matanzas en Virginia, Hal estaría en la lista de sospechosos. Repartía los casos nacionales de manera cuidadosa, haciendo coincidir el perfil del criminal con el agente más apropiado. A Will le daba los casos en los que había brutalidad extrema y tortura, asesinos que dirigían toda su rabia contra las mujeres. Lo que son las cosas.

El recitado de Nancy comenzó a abrirse paso entre la niebla de su cabeza. Había que reconocer que los hechos eran pero que muy interesantes. Lo esencial lo conocía grosso modo por los medios de comunicación. ¿Quién no? No se hablaba de otra cosa. Como era de esperar, el apodo del maníaco, el Asesino del Juicio Final, era cosa de la prensa. El Post se llevó los honores. Su encarnecido rival, el Daily News, resistió unos cuantos días con el titular «Postales desde el Infierno», pero pronto capituló y las trompetas del Juicio Final resonaron en la primera plana.

Según Nancy, en las postales no había huellas dactilares interesantes; el que las había mandado seguramente había usado guantes de materiales sin fibra, posiblemente de látex. En un par de postales había unas cuantas huellas de personas que ni eran víctimas ni tenían relación alguna con ellas; las oficinas del FBI que colaboraban con ellos en ese campo estaban tratando de completar la cadena de los trabajadores de correos que participaban en los envíos entre Las Vegas y Nueva York. Las postales eran blancas de diez por quince, de las que uno puede encontrar en miles de tiendas. Se habían impreso en una impresora de inyección de tinta HP Photosmart, una de las miles que había en circulación, cargada dos veces para imprimir por ambas caras. El tipo de letra era uno de los más corrientes del menú de Word. La silueta de los ataúdes, dibujada con tinta, parecía hecha por la misma mano usando un bolígrafo negro de punta ultrafina de la marca Pentel, uno de los millones que había en circulación. El sello siempre era el mismo, de cuarenta y un céntimos, con un dibujo de la bandera estadounidense, como los cientos de millones que había en circulación, y autoadhesivo, ni rastro de ADN.

Las seis tarjetas fueron enviadas el 18 de mayo y timbradas en la oficina postal central de Las Vegas.

—Con lo cual al tipo le habría dado tiempo de volar de Las Vegas a Nueva York, pero lo habría tenido más complicado para venir en coche o en tren —intervino Will. Aquello la cogió por sorpresa, no estaba segura de que la estuviera escuchando—. ¿Habéis conseguido las listas de los pasajeros de todos los vuelos de Las Vegas que llegaron a La Guardia, Kennedy y Newark entre el 18 y el 21?

Nancy alzó la vista de su libreta.

—¡Le pregunté a John si deberíamos hacerlo! Y me dijo que sería una pérdida de tiempo porque alguien podría haber enviado las postales por el asesino.

El Camry que tenían delante iba demasiado lento para gusto de Will, tocó el claxon y luego, viendo que no le cedía el paso, lo adelantó agresivamente por la derecha. No pudo ocultar su sarcasmo.

—¡Sorpresa! Mueller se equivocaba. Los asesinos en serie casi nunca tienen cómplices. A veces matan en pareja, como aquellos francotiradores de Washington o los de Phoenix, pero eso es más raro que una estufa en el infierno. ¿Conseguir apoyo logístico para llevar a cabo un crimen? Sería el primer caso. Estos tíos son lobos solitarios.

Nancy apuntaba todo lo que decía.

—¿Qué haces? —preguntó Will.

—Tomo notas.

«Por todos los santos, no estamos en la escuela», pensó.

—Ya que le has quitado el capuchón al boli, anota esto también —dijo con sorna—: En caso de que el asesino haya hecho un esprint de una punta a otra del país, comprobar las multas por exceso de velocidad en las carreteras principales.

Nancy asintió con la cabeza y luego preguntó con cautela:

—¿Quieres que te siga contando?

—Te escucho.

La cosa quedaba así: las edades de las víctimas, cuatro varones y dos mujeres, iban de los dieciocho a los ochenta y dos años. Tres en Manhattan, una en Brooklyn, una en Staten Island y una en Queens. La de ese día era la primera en el Bronx. El modus operandi siempre era el mismo. La víctima recibe una postal con una fecha de uno o dos días más tarde, cada una con un ataúd dibujado en el dorso, y es asesinada en la fecha de la postal. Dos a puñaladas, una a tiros, otra de manera que pareciera una sobredosis de heroína, otra atropellada por un coche que se subió a la acera, se la llevó por delante y se dio a la fuga, y otra arrojada desde una ventana.

—¿Y qué dijo Mueller de todo eso? —preguntó Will.

—Pensaba que el asesino estaba usando patrones diferentes para intentar despistarnos.

—¿Y tú qué piensas?

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