Read La cabeza de un hombre Online

Authors: Georges Simenon

Tags: #Policiaca

La cabeza de un hombre (16 page)

BOOK: La cabeza de un hombre
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Sólo Maigret, con el cuello hundido en los hombros, se mantenía aparte, y su actitud era tan hosca que nadie se atrevía a dirigirle la palabra.

Algunas ventanas de los edificios cercanos estaban iluminadas, porque apenas había amanecido. De algún lugar llegaba el estruendo metálico de los tranvías.

Finalmente se oyó el rumor de un automóvil, el chasquido de una portezuela, el ruido de unos zapatos pesados y algunas órdenes lanzadas a media voz.

Un periodista, incómodo, tomaba notas. Un hombre desvió la cabeza.

Radek salió rápidamente del coche celular y miró a su alrededor con sus pupilas brillantes que, en la penumbra, mostraban los reflejos infinitos del mar.

Lo sujetaban por ambos lados. Pero él, indiferente, comenzó a caminar a grandes pasos en dirección al cadalso.

De repente resbaló sobre el hielo y cayó. Los agentes, interpretándolo como un intento de rebelión, se apresuraron a sujetarlo.

Sólo duró unos segundos, pero tal vez ese resbalón fuera más penoso que todo el resto, y penoso fue sobre todo ver el rostro avergonzado del condenado cuando se levantó; había perdido todo el prestigio y la seguridad duramente conquistados.

Su mirada cayó sobre Maigret, al que había rogado que asistiera a la ejecución.

El comisario quiso desviar los ojos.

—Ha venido…

La gente, impaciente y con los nervios tensos, deseaba, en una prisa dolorosa, que se abreviara la escena.

Entonces Radek se volvió hacia la placa de hielo, con una sonrisa sarcástica, y después, señalando el cadalso, rió burlonamente:

—¡Por poco me…!

Los que debían poner fin a la vida del hombre titubearon.

Alguien habló. La bocina de un coche resonó en una calle próxima.

Radek fue el primero en reanudar la marcha, sin mirar a nadie.

—Comisario… —Un minuto más, quizás, y todo habría terminado. Su voz sonaba extraña—. Ahora volverá usted con su mujer, ¿no? Ella le habrá preparado ya el café, ¿verdad?

Maigret no vio ni oyó nada más. ¡Era cierto! Su mujer lo esperaba en casa, en el tibio comedor donde estaba servido el desayuno.

Sin saber por qué, no se atrevió a ir a su piso. Regresó directamente al Quai des Orfèvres, llenó de carbón la estufa del despacho y la atizó hasta partir la rejilla.

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