La Calavera de Cristal (38 page)

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Authors: Manda Scott

BOOK: La Calavera de Cristal
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—Cedric... —Barnabas Tythe descubrió que tenía la boca seca—. ¿Dónde habéis hallado esto? ¿Lleva la sangre de algún hombre?

—La de una mujer, seguro. La moldearon sobre el rostro de una mujer por la que guardo el más profundo respeto. Su hijo la fabricó cuando ella murió; fue nuestro obsequio de despedida. Para mí será muy triste deshacerme de ella, pero si alguien puede mirar a los ojos a Walsingham y causarle algún mal, esa es Najakmul.

—Pero ¿por qué? Con esto compraríais vuestra libertad, si la usáis con inteligencia.

Owen esbozó una sonrisa.

—Si buscara la libertad y esto fuera todo cuanto tuviera en mi poder, lo pensaría. Sin embargo, busco algo más que libertad, con lo cual es una suerte que no sea todo cuanto tengo.

Tythe abrió la boca.

—¿Hay más?

—En efecto. Sin duda he preferido no llevar mi fortuna encima. El resto son, a grandes rasgos, perlas preciosas, que son más fáciles de ocultar. Están escondidas en falsos fondos de toneles almacenados en una bodega que hay cerca del puerto, en Harwich, propiedad de un contrabandista holandés que me debe la vida. Confío que no tocará lo que me pertenece si sabe que sigo con vida, pero en caso de que yo muera deberéis hallar la manera de encontrarlo y esconderlo hasta que Walsingham y sus secuaces desaparezcan.

De repente a Tythe el vino le supo agrio.

—No lo entiendo. ¿Por qué habríais de morir?

—¿Cómo si no dejará Walsingham de perseguirme? Ha emitido una orden de arresto contra mí. Soy un traidor que debe ser capturado y trasladado con vida a la Torre de Londres. No descansará hasta verme muerto.

—Pero si sois un traidor y morís, todas vuestras propiedades serán confiscadas por la Corona. Si disponéis del oro que decís, Isabel utilizará vuestra fortuna para financiar su flota, que recalará en Calais. Arrebatará el Nuevo Mundo a los españoles y portugueses, no se detendrá...

—Por eso mismo debo morir pobre y mi fortuna tiene que permanecer oculta mientras viváis vos y vuestros descendientes —Owen sonrió e inclinó su cabeza entrecana—. ¿Cuál es vuestra mayor pasión, Barnabas?

La respuesta era sencilla.

—Bede —contestó el vicerrector—. Mi universidad es mi vida.

—En ese caso, ¿me ayudaréis a ceder mis diamantes a la universidad de suerte que

Walsingham no pueda hacerse con ellos?

—¡Por Dios, sin duda!

—¿Por mucho que eso signifique mi muerte? A Tythe le invadió la pena.

—¿Caeréis bajo vuestra espada por ese hombre?

—Amigo, bajo la espada de alguien tendré que caer, pero no creo que la mía tenga la presencia pública que agrada a Walsingham, y no debemos decepcionarle.

Owen rió tras ese comentario, pero su humor se desvaneció al instante y se quedó pensativo. Su cara adquirió la agudeza inteligente del halcón, parecida a la del mismo Walsingham. Tythe pensó que no quería enemistarse con el hombre que había sido su amigo.

—¿Quién más está a las órdenes del dinero de Walsingham? —preguntó Owen a quemarropa, con dureza renovada en su voz.

—Además de Maplethorpe, no sabría deciros —respondió Tythe—. Dudo que haya un solo rector de cualquier college de Cambridge, o incluso de Oxford, que no acepte su dinero de un modo u otro. Después de las herejías luteranas de los años veinte, negarse a ayudar a la reina sería tanto como declararse traidor. Habrá otros, pero desconozco sus nombres. El jefe de espías no mantiene a sus siervos al corriente de sus secretos.

—En ese caso deberemos actuar con redoblada prudencia.

La piedra azul se había desembarazado de la capa que la envolvía y se mantenía en frágil equilibrio sobre la mano de Owen. Desde donde estaba sentado Tythe, a una brazada, parecía que el fuego ardiera en el centro de su cráneo.

Owen la observó un segundo y a continuación dio media vuelta hacia el manco español que le protegía las espaldas. Se desarrolló una conversación sin palabras y, al terminar, Cedric Owen volvió a cubrir la piedra calavera azul con su capa, miró a Tythe y le dijo:

—Barnabas, hoy es Nochebuena. ¿Qué opináis si os ofrezco la administración de

Bede como mi regalo de Navidad?

Tythe se rió sin que le hiciera demasiada gracia.

—Os diría que os hace falta descansar y que quizá deberíais tomar láudano y empezar de nuevo cuando la noche borre vuestras veleidades.

—¿No deseáis convertiros en rector?

—¡Pues claro que sí! He dado mi vida por el college y tengo la suficiente vanidad para desear que a cambio se me otorgue el máximo reconocimiento. Antes preferiría ser rector que ser el próximo rey de Inglaterra, pero ambas cosas son igualmente improbables y pueden poner en peligro mi seguridad. Maplethorpe no es alguien con quien convenga enfrentarse a la ligera. Le defienden tres criados que podrían vencer a cualquier hombre de Londres. Los llama sus mastines humanos y se conoce que en noches oscuras han asesinado sin hacer preguntas ni responderlas. Se oculta tras un velo de piedad y abstinencia, y acaba con aquellos que le plantan cara. Esa es una de las causas por las que lo eligieron rector, porque ninguno de nosotros osaba llevarle la contraria.

El español exhibió una sonrisa feroz.

—¡Un reto! ¡Por fin! Inglaterra es gran país, señor Tythe. Cedric Owen no le hizo el menor caso y por tanto Tythe se sintió autorizado para hacer lo propio. Estaba a punto de desviar la conversación hacia terrenos menos peligrosos cuando Owen se levantó y vació su copa.

—Bien, este sería un buen momento para que os dirigierais hasta donde reside Robert Maplethorpe y le confiarais que han llegado a vuestra morada unos visitantes inesperados. Mostradle la carta y pedidle consejo como rector de Bede, no como espía de Walsingham. Decidle que estamos agotados y que os hemos rogado caridad cristiana. Es Navidad y los caminos no son transitables, por lo que no se nos puede enviar a Londres y habéis menester de sus consejos para saber cómo proceder.

—Os matará —fue la respuesta de Tythe. Owen respondió con una reverencia.

—En ese caso habréis cumplido vuestro cometido y os habréis granjeado el favor de Walsingham. Si no soy capaz de concederos la administración del college, ¿qué mejor obsequio puedo ofreceros que no mancillar vuestra imagen ni amenazar vuestra vida?

Capítulo 25

Bede's College, Cambridge,

Nochebuena de 1588

Salvo por el eco de las campanas que tañían en la noche, las calles de Cambridge estaban tranquilas y oscuras como boca de lobo.

La nieve caía suavemente y la fuerza del viento había disminuido. La luna joven se había hundido tras la tierra, dejando tras de sí algunas estrellas esparcidas con las que alumbrarse.

En esa ocasión, Cedric Owen no necesitaba ver para orientarse. Le guiaban el instinto y la memoria, y cuando ambos le fallaban se ayudaba estirando los brazos. Así fue como siguió a Barnabas Tythe por el camino que nacía en Magdalene Street y recorría el río hasta el Midsummer Common.

Rozó una superficie de madera con los nudillos y giró a la izquierda en el arco del puente de John Dee. Por el cambio de timbre de sus amortiguados pasos y la advertencia repentina de su amado corazón, supo que había regresado a casa.

Agarró el brazo de su antiguo mentor. Tythe no era un hombre de natural temeroso; su valor era de otro tipo: actuaba a pesar del pavor más paralizante.

—Aguardaremos aquí —dijo Owen—. Por el momento no corréis peligro. Si os mantenéis al margen de la pelea, nada debe cambiar.

—¿Qué haremos si fracasa vuestra maniobra de distracción de las antorchas? —

preguntó Tythe. Le temblaba la voz.

—Funcionó en Esclusa y en dos ocasiones anteriores —respondió Owen—. También lo hará ahora. Los hombres luchan en una contienda si no saben con certeza a qué se enfrentan. La oscuridad es nuestro aliado y su enemigo.

—Cuenta con tres hombres que le protegen y él también sabe luchar como ellos. Puede que incluso mejor.

—Nos enfrentamos a seis en Reims. Todos murieron. Si hay algo que no falla en este mundo es la celeridad de la espada de Fernando.

—¿Vos no lucharéis?

—No hay necesidad.

Owen se obligó a hablar con firmeza. Observó cómo Tythe hacía de tripas corazón y se aventuraba en la noche callada. La llama de la antorcha del anciano avanzó oblicuamente hacia las puertas del college y se adentró en su edificio.

Eran dos hombres solos en la oscuridad de una Nochebuena. Owen alargó un brazo y con la palma de su mano reconoció el familiar tacto del terciopelo leonado de Aguilar. Escuchó el roce del metal contra el cuero untado con sebo y sus ojos captaron la borrosa neblina de una espada afilada que cortaba la luz de las estrellas.

—Treinta años de preparativos —susurró Aguilar—-, Ahora no me parece que haya sido tanto tiempo. —Él también respiraba más profundamente tras haberse liberado de la extrema crispación que reinaba en la casa de Barnabas Tythe.

—Ha sido suficiente tiempo —respondió Owen—. La piedra corazón nos ha regalado tres décadas. Solo nos resta descubrir si somos capaces de cumplir la misión que nos exige, pues si fracasamos, entonces sí habrá sido todo en balde.

—No será sencillo, compañero. —Notó la mirada del español fija en su rostro—. En Reims tan solo nos enfrentamos a cinco hombres, y dos de ellos iban demasiado borrachos para moverse. Maplethorpe prohíbe a sus hombres que beban. No nos lo pondrán tan fácil.

—Lo sé, pero a Tythe le hacía falta reunir valor. Nosotros de eso tenemos a manos llenas.

* * *

Esperaron unos instantes; ellos eran pacientes y soportaban bien el frío.

La piedra azul canturreaba serena. Justo antes de que se evaporara la oscuridad, cambió el tenor de su melodía.

No se escuchó ni un ruido en la morada del guarda del Bede's College, pero la puertecilla lateral se abrió y aparecieron tres antorchas donde antes solo había una.

—Son tres, tan solo. Maplethorpe no ha venido —murmuró Aguilar.

—Vendrá. Lo conocí cuando era estudiante e, incluso entonces, mortificaba osos por placer. No desaprovechará la oportunidad de matar a hombres para su propio deleite. Ya lo veréis.

Aguardaron. Las antorchas se acercaron en formación. De repente los sorprendió una fuente de luz procedente de las velas del interior de la casa del guarda, que se abrió y se apagó rápidamente. Dos figuras salieron a la nieve y se perdieron en el manto de la noche.

—Ahora —indicó Owen.

Frotó la piedra con la yesca para alumbrar una primera antorcha y, con ella, dos más. Le dio una a Aguilar y salió de la línea de árboles que bordeaba el río andando como los cangrejos, con una antorcha en cada mano y los brazos extendidos en cruz. Aguilar le siguió, imitando sus gestos y sosteniendo su antorcha a su espalda para que pareciera que tres o cuatro hombres, que se alejaban caminando, habían cruzado el pequeño puente arqueado hasta los patios del college.

Al acercarse a la puerta del guarda, Owen soltó un par de palabrotas en el dialecto de Fenland y apagó las antorchas. Con una pronunciación más académica exclamó:

—¡Por los clavos de Cristo! ¿No habéis traído mejor luz en una noche como esta?

—No levantéis la voz. La misión del rector requiere silenció. —En treinta años, Aguilar había aprendido a hablar inglés como si fuera un nativo. Durante la travesía en el barco del contrabandista desde los Países Bajos se había dedicado a perfeccionar el tono académico y las vocales nasales arrastradas de la región de Anglia Oriental. Habló usando esas mismas vocales tan ásperas—. Mejor que apaguemos las antorchas. No necesitamos más que una si, al fin y al cabo, lo único que buscamos es a un manco y a un petimetre.

—Ni siquiera una, si nosotros tenemos tres. —La autoridad con la que habló la voz que surgió de la casa del guarda superaba la firmeza de cualquier vigilante, por mucho que hablara con más aplomo del que le correspondería.

Robert Maplethorpe salió a la media luna de nieve pisoteada que marcaba la entrada al Bede's College. El filo de su espada centelleó en su desnudez, reflejando el fulgor grisáceo de la nieve. Owen se fijó primero en la espada y después en la media barba negruzca que lucía.

Le seguían sus tres hombres, cada uno con una antorcha encendida en ristre; ninguna de ellas llegaba a salpicar de brea a su señor. En su otra mano, con el descuido de los hombres acostumbrados a romper huesos con placer a plena luz del día, sostenían garrotes de madera forrados de lana y tela para poder mutilar en silencio a sus víctimas.

Barnabas Tythe estaba de pie en la entrada y un poco inclinado hacia la izquierda para apoyar su pierna coja. Proyectó la voz hacia fuera por encima de los tres rufianes de Maplethorpe.

—Joseph, ¿eres tú?

—Soy yo —contestó Cedric Owen. Carraspeó y escupió en la nieve—. A vuestro servicio, maestro Tythe. Hemos cumplido vuestras órdenes y os traemos todo cuanto pedisteis. Vuestros enemigos siguen en sus aposentos, aprovechándose de vuestra hospitalidad.

Arrojó su antorcha a la nieve, con lo que aumentó la oscuridad que los rodeaba. Por casualidad, o fortuna, o gracias a su pericia, Aguilar y él quedaron fuera del semicírculo de luz que creaban las antorchas de los hombres de Maplethorpe.

Aguilar blasfemó y pareció tambalearse, de modo que dio un traspié lateral.

—¡Estáis borracho! —gritó Maplethorpe con un vozarrón que hizo que, a su lado, sus hombres parecieran unas damiselas.

—Nnno, maestro.

Aguilar pareció encogerse en los márgenes de la zona iluminada. Alzó una mano y se tambaleó al dar un paso atrás, fingiendo pavor. Todos creyeron que no iba armado.

Los tres hombres detrás de Maplethorpe le miraron con malicia al darse cuenta de que su maestro alzaba la espada en posición de ataque. Este se mantenía en forma. Le bastaron dos pasos para superar el arco de las antorchas y dos más para traspasar el reflejo gris plata de la nieve y convertirse, como el individuo al que perseguía, en una figura oscura e incierta.

—¡Deteneos! No permitiré jamás que alguien a mi cargo se emborrache, y menos el día de la natividad de Nuestro Señor.

Maplethorpe hablaba sin una pizca de ironía. Los tres hombres armados pusieron los ojos en blanco. En la oscuridad se oyó la voz ronca de Cedric Owen.

—Maestro, ¿deseáis dar caza al español o matar a vuestros fieles servidores?

—No voy a matarlo, sino tan solo... a darle... una lección.

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