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Authors: Luca Di Fulvio

La calle de los sueños (35 page)

BOOK: La calle de los sueños
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Seguido por Joey, Christmas se abrió paso entre la gente, dando empujones, codazos, atropellando a los curiosos que obstaculizaban su camino. Sabía que tenía que mirar al otro lado del camión de bomberos. Sabía que tenía que mirar la tienda. Y mientras avanzaba entre el humo, cada vez más denso y opaco, oyó decir a un tipo: «No se las podía arreglar solo»; y a otro: «Era terco como una mula»; y a una mujer baja y flaca, con la cara marcada por la malicia de los débiles y los hambrientos: «Se creía mejor que los demás»; y a otro más: «La mordida hay que pagarla», dirigiéndose al que tenía al lado, que le respondía, moviendo la cabeza de arriba abajo, afirmando, y luego de derecha a izquierda, como si al mismo tiempo lo negara: «A los policías irlandeses o a esos asquerosos italianos y judíos, hay que pagarles de todos modos la mordida».

El humo le hacía lagrimear cada vez más los ojos, pero sobre todo, a medida que Christmas se acercaba al camión de bomberos, le entraba por la nariz un olor áspero y venenoso. Que creía reconocer.

—Se lo había dicho —afirmó un hombretón al que Christmas le costó apartar para continuar avanzando.

—Se lo ha buscado —dijo otro, casi con rencor.

—¡Qué final tan atroz! —murmuró horrorizada una mujer de negro, haciéndose la señal de la cruz.

—Pero ¿qué son? ¿Bestias? ¿Diablos? —protestó su vecina, pero con voz lánguida, resignada, pues todos en el gueto del Lower East Side sabían que la contestación a esa pregunta retórica era un simple sí.

Olor a asado quemado, a carne demasiado cocida, pensó Christmas, que ya estaba a pocos pasos del camión de bomberos que tapaba la tienda de la que salía el humo denso y húmedo del incendio recién sofocado. Olor a asado quemado y después aguado.

Justo al otro lado del camión, en semicírculo, unos policías hacían retroceder a la gente, agitando amenazadores las porras, gritando órdenes que nadie parecía oír. Como si la vista, cargada de curiosidad y horror, les taponara los oídos.

—Me cago en la leche —dijo con una risita Joey, al lado de Christmas, cuando estuvieron en primera fila, delante de un policía gordo y sudado, pelirrojo. Delante de lo que quedaba de la tienda.

Christmas seguía teniendo la mirada dura y fría que se le había formado durante los dos años posteriores a la marcha de Ruth, cuando empezó a ver, entre el humo que se difuminaba, el interior de la carnicería propiedad de Giuseppe LoGiudice, conocido por todos como Pep. Podía distinguir el mostrador de mármol claro, partido por el calor. Y los mil fragmentos chamuscados de las cristaleras del expositor, que brillaban como lentejuelas sobre los trozos de carne secos, negros, crepitantes, anegados en el agua que habían lanzado los bomberos. Y veía las ristras de salchichas colgadas de ganchos, encogidas, que goteaban grasa. Y veía las baldosas de cerámica blanca que habían estallado, desprendidas del cemento que las sujetaba a las paredes. Y además veía las marcas que el fuego había tatuado en las paredes desnudadas, como largas lenguas negras que se aguzaban hacia el techo, fijadas en el último fogonazo famélico con el cual habían devorado todo el oxígeno.

Y durante un instante, en un trozo triangular de espejo que un bombero estaba sacando de la tienda, Christmas se vio a sí mismo. Su propia mirada apagada y sin emociones. Y no se reconoció. Después, mientras los bomberos desenganchaban la golilla de metal de la boca de riego y volvían a enrollar la manguera en el camión, vio llegar a un teniente de policía y, detrás de él, a una mujer de unos cincuenta años, que lloraba a lágrima viva pegada al hombro de un tipo que podía tener treinta años, alto y fuerte, con manos de estrangulador, la viva imagen de Pep.«Tenías mujer y un hijo —pensó Christmas—. No lo sabía, Pep.»

Una corriente de aire se arremolinó en la tienda —justo cuando el teniente le decía a la mujer: «No mire, señora LoGiudice»—, despejándolo del humo y lanzándolo hacia la cara de la gente, como una bofetada tóxica, tras lo cual lo dispersó hacia lo alto. Y entonces Christmas lo vio. Vio lo que quedaba. En el centro de la carnicería.

La mujer gritó.

La silla tenía una estructura de metal. La silla que Pep usaba para leer el periódico, en el callejón de atrás. Y Christmas vio cuanto quedaba. De la silla y de Pep. En el centro de la carnicería. Un grumo seco de carne, que ya no se asemejaba al gigantesco ogro que había sido en vida, fundido con la estructura retorcida.

—Lo han atado con alambre a la silla —le dijo un policía a un colega—. Si hubieran empleado una cuerda, se habría quemado y aquel infeliz tal vez se hubiera salvado.

La mujer volvió a gritar. Después tosió. Se le doblaron las rodillas. Su hijo trató de apartarla del lugar pero la mujer se negó a moverse y chilló «¡No!» con una voz que el desgarro no hacía menos intensa.

«Feliz cumpleaños», pensó Christmas.

—Vámonos —le susurró al oído Joey—. He hecho la compra.

Christmas se volvió a mirarlo. Joey tenía los ojos cada vez más hundidos y sus ojeras se habían vuelto tan negras como un charco fangoso, como una ciénaga, como oscuras arenas movedizas que paulatinamente le estaban absorbiendo la mirada. Y de nuevo, reflejándose en aquellas pupilas que ya no eran de muchacho, no se reconoció. Y entonces giró la cabeza de golpe, para no dar a las preguntas —y menos aún a las respuestas— el tiempo de formularse. No quería oír ninguna pregunta ni ninguna respuesta. Sintió una punzada de nostalgia por la ingenuidad de Santo, al que no veía desde hacía al menos dos años. Estuvo a punto de reír al recordar su cara granujienta, al recordar el día que lo había integrado en la banda comprándole medio helado, lo duro que era de mollera, el miedo que le dejó sin voz cuando tuvo que convencer a la banda de gamberros, detrás de la tienda de Pep, de que se encontrarían con Arnold Rothstein. La crema para los granos que le vendían a Pep para... Christmas puso los ojos como platos. ¿Qué había sido de Lilliput? Se escabulló del policía que trataba de retenerlo, llegó a la puerta todavía candente de la tienda, notando el aire caliente, húmedo y áspero que le soplaba en la cara. Y se puso a fisgar entre la carne.

El policía pelirrojo lo sujetó por un brazo y lo obligó a retroceder. Christmas lanzó una mirada al hijo de Pep, sin saber qué decir, qué preguntar.

—Espere —dijo la viuda al policía—. ¿Conocías a mi Pep? —preguntó a Christmas.

—Sí, señora.

—¿Cómo te llamas?

—Christmas.

La mujer hizo una mueca que en otra circunstancia, si no hubiese estado crispada por el dolor, se habría configurado como la sonrisa de quien recuerda.

—Tú eres el chico que Pep quería mantener alejado de la calle, ¿verdad?

Christmas sintió una punzada en el estómago. Movió la cabeza.

—No, se equivoca... me confunde con otro...

La viuda lo miró de hito en hito. Le pasó una mano por la solapa de la chaqueta, con una intimidad y una confianza que Christmas no se esperaba.

—Es bonito este traje —dijo en voz baja. Y a continuación—: ¿Has visto lo que le han hecho? —Lo miró de nuevo. Pero no dijo nada más y un instante después se dio la vuelta.

Christmas permaneció inmóvil. Luego el policía pelirrojo empezó otra vez a empujarlo hacia el gentío de curiosos.

—¿Y Lilliput? —gritó Christmas hacia la mujer.

La viuda ni siquiera lo oyó. Pero el hijo de Pep se volvió.

—Murió el año pasado. De vieja —dijo.

La viuda levantó la cabeza hacia su hijo, como si viera a Pep, y le acarició el rostro. Una caricia lenta, que no le daba en aquel momento sino que era la repetición de un gesto antiguo, que ya pertenecía para siempre al pasado. Y mecánicamente agachó los ojos a los pies de su hijo, o de Pep, como buscando a la horrible perra sarnosa de ojos salidos que era el mismo Pep. De pronto, un nuevo sollozo la sacudió. Los ojos se le llenaron de lágrimas, pero no había rabia, solo pena, cuando volvió a mirar a Christmas.

—¿Has visto lo que le han hecho? —insistió, pero a nadie en concreto, con la vista borrosa, y quizá ya sin ningún sentido, sino únicamente tratando de repetir palabras que pudieran retenerla en el suelo, aferrada al hijo, que era cuanto le quedaba.

Christmas no sostuvo la mirada y se zafó del policía.

—Vámonos —dijo bruscamente a Joey y se abrió paso a empujones entre la multitud, colérico, como si de improviso le faltara el aire. Paró jadeando solo cuando llegó a la acera opuesta. Y de nuevo miró toda la escena —los curiosos, el camión de bomberos que tapaba la tienda, el humo que se elevaba desde la carnicería—, mas ahora conociendo cada detalle. «¿Dónde estabas?», se preguntó. «¿Dónde has estado?, se repitió.

—¡A tomar por culo! —dijo finalmente en voz alta, con el fin de acallar las preguntas que ya no podía guardarse.

—¡A tomar por culo! —gritó Joey, pero riendo—. Larguémonos corriendo.

Christmas se volvió de golpe. Detrás de Joey reconoció a los chicos de la banda que lo habían rechazado siendo un chiquillo, cuando fundara los Diamond Dogs. Tenían ojeras tan oscuras como las de Joey. Su misma mirada dura, fría, distante. Las manos metidas en los bolsillos. Y sonreían. Sonreían mirándolo. Y cada una de aquellas sonrisas era un mensaje. Se habían convertido en matones de cuarta categoría de los matones de Ocean Hill. Siempre merodeaban por el Sally’s Bar & Grill, esperando que alguien les diera una orden.

—¡¿Ha sido Dasher?! —chilló Christmas al tiempo que se les acercaba furioso.

Pero Joey lo retuvo. Entonces sonó el silbato de un policía. Las cabezas de todos ellos se volvieron, alertas. Y cuando Christmas buscó de nuevo a aquella vieja banda, la calle estaba vacía.

—¡Vámonos, me cago en la leche! —gritó Joey.

Christmas siguió enseguida a su compañero. Casi a la carrera. Y en un instante se perdieron por el dédalo pestilente del gueto. Pararon en un callejón. Joey se levantó la camisa y dejó caer sobre el empedrado un bolsito de mujer, una cartera, un reloj de bolsillo y unas monedas. Rió.

—Te avisé que había hecho la compra —dijo mientras empezaba a hurgar en el bolsito y en la cartera: tiró viejas fotos y papeles, y halló apenas dos dólares—. ¡Miserables! —profirió meneando la cabeza.

—Ha sido Frank Abbandando —dijo Christmas.

—¿Y?

—Pep no quería pagarle la mordida.

—Menudo gilipollas —afirmó Joey, encogiéndose de hombros. Con rencor—. ¿Te acuerdas de lo que me dijo ese carnicero de mierda? ¡Vete a tomar por culo, Pep! Que te den. Yo sigo aquí y tú eres un gilipollas al horno.

Christmas, lleno de rabia, le asió del cuello con un brazo y lo empujó violentamente contra el muro. Lo estaba asfixiando. Sin embargo, de nuevo se vio reflejado en las pupilas negras de Joey. «Tú eres el chico que Joey quería mantener alejado de la calle, ¿verdad?» La frase de la viuda bullía en su cabeza. Y, mirándose en Joey, por fin se reconoció. Era como Joey. Era como los matones de Ocean Hill. Era como Frank Dasher Abbandando. Era un hampón. Y se convertiría en asesino. Porque cuando tu vida no vale nada, cuando no tienes respeto por ti mismo, al final los demás no valen un carajo. Como Pep. Un gilipollas al horno.

Soltó a Joey, quien tosió, escupió, resopló un par de veces con fuerza.

—¿Qué coño te pasa? —dijo dando una patada al bolsito vacío—. ¿Qué coño te pasa, me cago en la puta?

34

Manhattan, 1926

El Cadillac V-63 negro, haciendo rechinar las ruedas sobre el asfalto agrietado de Cherry Street, se acercó a la acera. Christmas se volvió hacia la puerta que se abría cuando el coche seguía todavía en marcha. Vio que un hombre de unos treinta años —rubio, de ojos claros, orejas de soplillo y nariz aguileña aplastada a puñetazos— bajaba de un salto del estribo, lo agarraba del cuello y lo golpeaba con la culata de una pistola en plena frente. Luego notó que lo empujaban hacia el coche y se encontró dentro del habitáculo. Mientras la sangre empezaba a chorrearle sobre los ojos, cayó de bruces sobre las piernas de un hombre moreno, con cara de cocker, de sonrisa franca y nariz un poco gruesa, bien vestido, con un sombrero gris. El hombre lo cogió por los hombros y lo levantó, al tiempo que el tipo rubio entraba en el coche y el conductor aceleraba y salían de allí a toda velocidad.

«Debería tener miedo», pensó Christmas justo en el instante en que se golpeó la frente contra el hombro del tipo con cara de cocker, y le ensució el traje. El hombre lo empujó hacia el otro lado, mientras la sonrisa moría en sus labios carnosos. Subió el codo para ver la mancha de sangre en el traje. Y enseguida Christmas sintió el impacto del codazo en su cara, que le partía el labio inferior contra los dientes. Y oyó que el hombre con cara de cocker le decía: «Gilipollas».

Christmas dejó caer la cabeza hacia atrás, sobre el cuero del asiento que olía a puros ordinarios y pólvora. Buscó en su fuero interno un atisbo de emoción, pero solo halló vacío. Cerró los ojos, escuchó. Nada. «Tendría que tener miedo —reiteró mentalmente volviéndose hacia el hombre que miraba al frente con aire torvo—. Pero me importa una mierda.»

Tras la muerte de Pep —motivo de muchas preguntas que no se había querido responder—, Christmas comprendió que si hubiese tenido que contar cómo había pasado aquellos dos años desde que Ruth se marchara a California, no habría sabido hacerlo. Sencillamente había dejado que la vida lo llevara, como en aquel momento dejaba que lo llevara la vida sobre el asiento de aquel automóvil. Había pasado de momentos de juvenil despreocupación a momentos de desesperación también juvenil, pero no tenía cicatrices ni de unos ni de otros. Pero entre ambos momentos, si hubiese tenido que describir una imagen constante, cual hilo conductor, cual coagulante, solo habría hablado de aquella noche de hacía dos años en la Grand Central Station. Y habría hablado de los ojos de Ruth, clavados en los suyos. Habría hablado de aquel largo tren que progresivamente se hacía más pequeño, hasta desaparecer, devorado por los rascacielos que estaba abandonando, que se llevaba a su Ruth, que lo desgarraba con la única herida de su vida, que seguía sangrando sin cerrarse jamás. Habría recordado los empujones de las personas que atestaban el andén de la estación, como si no lo vieran, como si no estuviese allí, y habría podido repetir, de una en una, sus mil palabras inútiles, que le resonaban en los oídos, aún ahora, aún pasados dos años, como el profundo embate de las olas contra las escolleras, como gritos de gaviotas en una playa. Una cacofonía sin sentido ni fuerza que no conseguía sobreponerse a su voz, que susurraba: «Ruth...».

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