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Authors: Luca Di Fulvio

La calle de los sueños (47 page)

BOOK: La calle de los sueños
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—¿De dónde has sacado este diario? —preguntó Christmas.

—Del archivo de mi cuñado. Es un activista de los Derechos Civiles de los
pobles neglos, amito Chlistmas
—bromeó Cyril—. Le estaba hablando de ti y salió esta historia.

—¿Y por qué hablabas de mí con tu cuñado, hermano?

—Le decía que para ser un blanco resultabas pasable. Y lo cierto es que todo se explica porque no eres blanco.—Cyril rió de nuevo—. Y ahora, holgazán, ponte a trabajar. Salta a la vista que en ti hay sangre negra, no tienes ganas de trabajar como los auténticos blancos.—A continuación le tendió una caja—. Supongo que no te molestará mucho ir a montar este mezclador a la sala de Conciertos —dijo—. Pero no te pases la mañana entera con tu chica. Hoy hacemos media jornada y todavía tenemos un montón de trabajo.

Christmas cogió la caja.

—Si me doy prisa, ¿me enseñarás a hacer una radio? Quisiera regalarle una a un amigo que va a casarse.

Cyril lo miró durante un instante en silencio, como si hubiera tenido que tomar una decisión importante.

—Ya que hoy trabajamos media jornada —dijo—, si no tienes nada mejor que hacer, ¿quieres venir a comer a mi casa? Debo de tener un par ya listas.

—¿A tu casa? —preguntó Christmas asombrado.

—¿Qué pasa, te da asco ir a la casa de un negro?

Christmas rió.

—¿Cuánto me vas a cobrar?

Cyril hizo un gesto de desprecio.

—Sí que eres medio blanco, muchacho. Si un negro como yo te dice que tiene una radio y te invita a su casa a comer, es porque te la regala. No sabes una mierda sobre los negros.

—¿En serio? —dijo Christmas sorprendido.

—¿En serio qué? ¿Que no sabes una mierda sobre los negros? Pues no.

—Eres fantástico, Cyril —dijo Christmas—. Tú sí que eres un amigo. Te corresponderé. Te lo juro. Algún día te corresponderé.

—Que te den, padrino —rezongó Cyril y se inclinó sobre su mesa de trabajo—. Ahora apresúrate con ese mezclador. ¿Al menos recuerdas cómo se monta?

—Claro —respondió Christmas dirigiéndose hacia la puerta interior.

—Primero tienes que desconectar...

—Ya lo sé, hermano, ya lo sé. —Christmas salió del almacén, haciendo oídos sordos a los gruñidos de Cyril. Luego subió corriendo las escaleras y llegó a la sala de Conciertos.

«Christmas, no hagas planes sobre nosotros», le había dicho María cuando ya llevaban dos semanas viéndose y metiéndose en todos los sitios de la N. Y. Broadcast donde podían hacer el amor. «Me voy a casar con un portorriqueño como yo.» Y Christmas, sonriendo, le respondía: «Me parece bien, María, porque yo me voy a casar con una judía». A partir de ese momento su relación, despojada de la ansiedad sentimental, se había vuelto aún más apasionada.

María, que se encargaba de contactar a los artistas contratados para los distintos programas, le había abierto las puertas de los estudios, y Christmas por fin había visto cómo se hacía la radio. En sus ratos libres asistía a las grabaciones o la transmisión en directo. Escuchaba música pero también programas cómicos o debates. Y en poco tiempo se había familiarizado con cada uno de los estudios en los que había estado. Había hecho buenas migas con los técnicos, con los directores de comedias e incluso con algún artista. Se sentaba en un rincón, en la oscuridad de la sala, y escuchaba. Aprendiendo. Fantaseando.

—Tengo que montar un mezclador —dijo a María cuando se encontró con ella en la sala de Conciertos.

María estaba radiante, como siempre. Agitó su tupida cabellera y le señaló el panel desmontado, en la salita del técnico de sonido.

—Es toda tuya —dijo y luego, justo cuando el técnico salió, le acarició la espalda—. Anoche soñé contigo —le susurró al oído.

—¿Y qué hacía? —le preguntó Christmas, enfrascado en desenredar un lío de cables.

—Lo de siempre —contestó María.

—¿También en sueños? —bromeó Christmas.

María se restregó contra su cuerpo, ciñéndolo entre sus brazos.

—Claro —dijo—. Tanto es así que hoy no tengo ganas.

Christmas se volvió a mirarla.

—Haré que las recuperes.

María le arregló el mechón rubio.

—¿Quieres acompañarme al teatro esta noche? —le preguntó seria.

—¿Al teatro?

—Sí, al teatro. Victor Arden, un excelente pianista que también toca para nosotros, cuando está libre, me ha dado dos entradas para esta noche.

—¿Y tú quieres ir conmigo al teatro? —inquirió Christmas, asombrado.

—Sí... ¿te apetece?

—Hoy es el día de las invitaciones —dijo Christmas.

—¿Cuál es la otra?

Christmas rió.

—De Cyril. Voy a comer a su casa.

María inclinó la cabeza, sus ojos negros centelleaban.

—Eres diferente a todos los que conozco. Ningún blanco iría a comer a la casa de un negro.

—Si es por eso, tú tampoco eres tan blanca, y sin embargo... —Christmas le guiñó un ojo.

—Para hacer eso, los blancos no se complican mucho.

—De todas formas, acabo de descubrir que los italianos no son blancos.—Christmas sonrió, la atrajo hacia él y la besó—. Tú, Cyril y yo somos americanos. Punto pelota.

—Un bonito sueño.

—Es así, María —dijo Christmas con firmeza.

María lo miró fijamente.

—Tienes el don de hacer creíbles las historias que cuentas, ¿sabes?

Christmas la miró serio.

—Es así —repitió.

María bajó la mirada y se apartó.

—Bueno, ¿vienes al teatro? —le preguntó mientras Christmas se agachaba de nuevo sobre la maraña de cables.

—¿Dónde?

—Al Alvin. Acaban de terminar de edificarlo. Lo inauguran esta noche. Estrenan
Funny Face
, un musical con Adele y Fred Astaire, aquellos dos hermanos...

—«Lady, Be Good!» —exclamó Christmas—. Mi madre la canta siempre. Cuando le diga que los voy a ver, se morirá de envidia.

—A lo mejor consigo dos entradas para otra noche...

—Te adoro, María —dijo Christmas abrazándola—. Sería maravilloso.

—¿Esta noche, entonces?

—Pero... ¿cómo debo vestirme? —dijo Christmas frunciendo el ceño.

Ella le sonrió.

—Así estás guapísimo. Todo el mundo me envidiará.

—¡María! —llamó un hombre en chaqueta y corbata, que apareció en la sala de Conciertos—. Estamos a punto de comenzar.

—Me tengo que ir —dijo rápidamente María—. Cincuenta y dos Oeste. Alvin Theater...


Funny Face
—concluyó Christmas haciendo una mueca.

María rió y desapareció.

Ya era de noche. Christmas caminaba por las oscuras calles de Manhattan, sin una meta precisa, pensando en el día que había pasado.

La comida en la casa de Cyril había sido una caja de sorpresas sin fin. Había conocido una parte de la ciudad que le era completamente ajena. A partir de la calle Ciento diez, donde finalizaba la superficie verde de Central Park, el panorama de las zonas ricas se transformaba radicalmente y pocas manzanas más adelante comenzaban los denominados
Negro Tenements
, feos edificios en torno a la Ciento veinticinco que no se diferenciaban en nada de los del gueto del Lower East Side, donde él se había criado. Sin embargo, Cyril no vivía en uno de esos bloques. Tenía una casa de madera y ladrillos, del estilo de aquellas que Christmas había visto en Bensonhurst y, por lo general, en Brooklyn. Y en esa casa desvencijada, de dos plantas, con la fachada carcomida por el frío húmedo del invierno y el calor asfixiante del verano neoyorquino, Cyril vivía con su mujer Rachel, con la hermana de su mujer, Eleanore, con su cuñado Marvin —activista de los Derechos Civiles—, con sus tres hijos de cinco, siete y diez años, con la anciana madre de Cyril, la abuela Rochelle —hija de dos esclavos del Sur y viuda de un esclavo liberado— y con el padre de su cuñado, Nathaniel, quien de joven había sido amigo del padre de Count Basie y que se había pasado todo el rato aporreando un piano vertical, pintado de verde brillante, colocado en la cocina, acompañado de la leve protesta de la abuela Rochelle, que repetía sin cesar que todos los artistas eran unos estafadores inútiles. Christmas había comido con ellos un pastel de boniato y un gigantesco pez gato. Con todo, lo que más había asombrado a Christmas —sin contar la naturalidad con que lo recibieron— fue el chamizo que Cyril llamaba su «taller». Eran en realidad unos viejos tablones mal plantados sobre el trocito de tierra situado detrás de la casa, que antaño habría sido la letrina, y que Cyril había ampliado uniendo materiales de desguace, hasta convertirlo en una pequeña cabaña. Dentro del laboratorio el caos era aún mayor que el que reinaba en el almacén de la N. Y. Broadcast. Y había una serie de aparatos rarísimos. Christmas los estuvo examinando de uno en uno, admirado por la ingeniosidad de Cyril.

—Son prototipos —dijo orgulloso Cyril—. Todos funcionan perfectamente. Fíjate —y cogió dos finos palos de madera que se acoplaban entre sí alcanzando los seis metros de altura, luego fijó la vara resultante a la pared exterior del chamizo. En su extremo superior había una antena rudimentaria. Cyril conectó la corriente a una caja negra que comenzó a zumbar. Luego introdujo en esta un micrófono y desenrolló el cable hasta la cocina, donde colocó aquel al lado del viejo Nathaniel, que seguía aporreando impertérrito el piano mientras las mujeres fregaban los platos. Por último, condujo a Christmas al otro lado de la calle y hacia un bloque de casas. Llamó a la puerta de una droguería cerrada—. ¡Abre, negro! —gritó, y, una vez que el dueño de la pequeña tienda le hubo abierto la puerta, con una risa cascada y afónica, Cyril hizo pasar a Christmas. Y en la trastienda, cuando las válvulas de un destartalado radiorreceptor terminaron de calentarse, Christmas oyó con claridad las notas del piano y a la abuela Rochelle gritar desesperada al viejo Nathaniel que parara y a este responder que no podía porque era amigo del padre de Count Basie—. Y bien, ¿qué te parece, blanco? —preguntó Cyril con los brazos en jarras y sacando pecho—. Tengo mi propia emisora.—Christmas se quedó sin palabras hasta que regresaron al taller.

—Coño, eres un genio —dijo entonces.

El jefe de almacén sonrió cohibido, aunque muy complacido, y luego desmontó el rudimentario artilugio y levantó una tela.

—Esta es la radio para tu amigo —dijo—. No es una preciosidad, pero funciona —añadió señalando una vieja cacerola que había agujereado para que sirviera de apoyo a las válvulas—. Las hago y se las regalo a los negros del barrio —le explicó. A continuación le preguntó el nombre de los novios, cogió un pincel y pintura negra y en la caja, con la letra trémula e insegura de un niño, escribió: «Santo y Carmelina Filesi».

Christmas regresó a casa en metro —con la radio en una gran caja de galletas que la mujer de Cyril había adornado con lazos—, y llevó a Santo su regalo de boda. Sintonizaron la N. Y. Broadcast y Christmas se pavoneó contando a la familia Filesi, reunida alrededor de aquel prodigio de la ciencia, que conocía al tipo que estaba hablando en ese momento, que se llamaba Abel Nittenbaum y se daba muchos aires pero que en el fondo era una buena persona. Santo estaba emocionado y turbado por el regalo.

—Eh, que los dos somos los Diamond Dogs, ¿no? —le dijo Christmas. Se quedaron charlando un rato y Santo le contó que había cambiado de tienda.

—Ahora soy encargado de la sección de ropa de Macy’s —explicó. Christmas lo felicitó y después dijo que tenía que ir a casa, para tratar de limpiar un poco su viejo traje marrón, pues esa noche iba al teatro a ver a los hermanos Astaire. Y entonces a Santo se le iluminaron los ojos. Cogió a Christmas por un brazo, le pidió a gritos a su madre que le dijera a Carmelina que no tardaría en regresar y arrastró a su amigo hasta la calle Treinta y cuatro. Entró en Macy’s, cruzó unas palabras con el director y, por último, hizo pasar a Christmas a un cuartito. Allí le hizo probar un terno azul de lana, pidió a una de las sastras que hiciera enseguida el bajo de los pantalones, con el doblez de dos pulgadas de anchura, se lo envolvió y le dijo—: Este es el traje apropiado para el jefe de los Diamond Dogs.—Después volvieron sobre sus pasos, hacia su viejo bloque en Monroe Street, sin pronunciar palabra, porque entre ellos las cosas eran así.

Aquella noche, en el Alvin Theater, Christmas estaba elegantísimo. O al menos él se sentía así. Y durante toda la función María estuvo cogida de su brazo, al tiempo que Adele y Fred Astaire llenaban el escenario con su gracia innata, ella en el papel de Frankie y él en el de Jimmy Reeve, y cantaban juntos «Let’s Kiss and Make Up». Una vez terminada la obra, María llevó a Christmas a los camerinos para presentarle a Victor Arden, el pianista. Y mientras hablaban entró Adele Astaire, envuelta en un abrigo de cachemira negro, y Christmas le dijo «¡Maravillosa!», en italiano. La actriz le hizo una reverencia guasona. Su hermano se asomó a la puerta de su camerino y protestó: «¿Y para mí no hay felicitaciones?». Entonces Christmas le dijo: «Lo que usted hace no es simplemente bailar, señor. Se desliza. Es como si patinase sobre una plancha de hielo. Increíble», tras lo cual hizo una reverencia, semejante a la que había hecho Adele. Los dos hermanos Astaire se echaron a reír y se marcharon del brazo, satisfechos.

Tal conglomerado de emociones era la causa de que aquella noche Christmas siguiera aún sin recogerse. El ingenio de Cyril, la amistad de Santo y la magia del teatro lo habían sobreexcitado. En su cabeza bullían mil pensamientos. Además, el teatro lo había hechizado. Jamás en su vida había estado en un musical. Todo era perfecto en el teatro. El teatro era una vida perfecta, pensaba Christmas, en su flamante terno azul de lana, con el abrigo desabrochado a pesar del frío, pues quería vérselo mientras andaba.

Cuando se dio cuenta de que casualmente se encontraba frente a los estudios de la N. Y. Broadcast, miró las grandes letras de la entrada. Al otro lado de la puerta giratoria podía ver el perfil del vigilante nocturno, que dormitaba sobre su mesa. El interior del edificio estaba a oscuras, salvo por una luz en la última planta, la séptima, reservada a los despachos de los directivos. Christmas introdujo una mano en el bolsillo y palpó la llave de la entrada trasera. Y entonces sonrió, dio marcha atrás, fue por el callejón lateral, abrió la puerta del almacén, lo cruzó sin encender las luces y subió a la segunda planta, al estudio número tres, una sala amplia de grabación desde la que se emitían las comedias, en cuyo centro había una mesa brillante con nueve micrófonos.

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