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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

La canción de la espada (21 page)

BOOK: La canción de la espada
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—¡Gracias, mi amado Salvador, por esta bendición también! —exclamó Pyrlig, sin dejar de mirarla.

—Pero si asaltamos la puerta —dijo Osferth, dando rienda suelta a sus cavilaciones—, los hombres que aún quedan en la ciudad caerán sobre nosotros.

—Por supuesto —respondí.

—Y Sigefrid… —siguió diciendo.

—Dará media vuelta para dar buena cuenta de nosotros —concluí en su lugar.

—En cuyo caso… —añadió, como si quisiera estar seguro de lo que decía, porque no veía sino un futuro de sangre y muerte delante de sus narices.

—Todo depende de mi primo —repuse—. Si acude en nuestra ayuda, ganaremos. Si no lo hace —añadí, encogiéndome de hombros—, echad mano de la espada que lleváis al cinto.

Se oyó un estruendo en la Puerta de Ludd; la habían abierto de par en par y los soldados se precipitaban ya por el camino que llevaba al Fleot. Si aún estaba preparando el ataque, Æthelred los vería llegar y no le quedaría más remedio que tomar una decisión: podía quedarse y hacerles frente en la nueva ciudad sajona o salir corriendo. Confiaba en que aguantase. No era un hombre que me agradase, pero nunca lo había tenido por cobarde. Más bien lo consideraba vanidoso, lo que me llevaba a pensar que no se echaría atrás a la hora de pelear.

Los hombres de Sigefrid tardaron lo suyo en cruzar la puerta. Oculto en la penumbra de la entrada que daba al patio, conté no menos de cuatrocientos guerreros que abandonaban la ciudad. Æthelred disponía de unos trescientos hombres preparados, la mayoría de ellos de la guardia personal de Alfredo, pero el resto de sus tropas eran hombres del
fyrd,
incapaces de hacer frente a un ataque tan duro como devastador. Sigefrid contaba con la ventaja de que sus hombres estaban en inmejorables condiciones, descansados y alimentados, mientras que las tropas de Æthelred estarían exhaustas después de andar dando tumbos durante toda la noche.

—Cuanto antes lo hagamos, mejor —dije, sin mirar a nadie en Particular.

—Vamos allá, pues —indicó Pyrlig.

—¡A la puerta! —les grité a los míos—. ¡No corráis! ¡Que parezca que pertenecéis a la guarnición!

Así lo hicimos. A paso lento por una calle de Lundene comenzó una pelea sin cuartel.

* * *

No habría más de treinta hombres en la Puerta de Ludd. Algunos eran centinelas que guardaban la arcada; la mayoría eran soldados que, no teniendo nada mejor que hacer, se habían encaramado a la muralla para ver la estampida de Sigefrid. Un hombre enorme, con una sola pierna y apoyado en unas muletas, subía por los desiguales peldaños de piedra. Al ver que nos acercábamos, se detuvo a medio camino, y gritó:

—¡Si os dais prisa, señor, podréis alcanzarlos!

Me llamaba señor porque me veía como tal, como un señor de la guerra.

Éramos sólo un puñado de hombres quienes, como yo, hacíamos la guerra. Caudillos, nobles, reyes y terratenientes, es decir, hombres que habían matado a sus semejantes en número suficiente y amasado las fortunas necesarias para disponer de cotas de malla, cascos y armas. Y no cotas de malla corrientes. La mía, por ejemplo, una pieza que venía de Frankia, costaba más que una nave de guerra. Sihtric se encargaba de pulir el metal con arena, de modo que brillaba como si fuera de plata. Me cubría hasta las rodillas y de ella colgaban treinta y ocho martillos de Thor, de hueso, de marfil y hasta alguno de plata; todos los habían llevado al cuello valerosos enemigos que había matado en combate. Los llevaba encima para que, cuando llegase al salón de los muertos, sus antiguos propietarios supieran quién era yo, me agasajasen y bebiesen cerveza conmigo.

Llevaba también una capa de lana teñida de negro, en la que Gisela había bordado un relámpago blanco desde los hombros hasta los pies. En ocasiones, podía ser un inconsciente a la hora de la lucha, pero en aquellos momentos la llevaba encima porque, a pesar de que era más alto y fornido que la mayoría, me daba un aspecto más imponente. Llevaba colgado del cuello un martillo de Thor, un humilde mísero amuleto de hierro, siempre cubierto de herrumbre, que, a fuerza de rasparlo y limpiarlo durante tantos años, se había achicado y deformado. Era un amuleto que había recogido de niño con mis propias manos y me encantaba. Todavía lo llevo.

Mi casco era digno de admiración, tan pulido que dañaba la vista, taraceado en plata y con una cimera que representaba la cabeza de un lobo, también de plata. Las baberas llevaban adornos de plata en espiral. Bastaba aquel yelmo para que cualquier enemigo cayese en la cuenta de que se enfrentaba con un hombre importante. Quien me matase y se quedase con él, se haría rico de inmediato; pero mis adversarios preferirían los brazaletes que, al igual que los daneses, lucía en las mangas de la cota de malla. Eran de plata y de oro, y llevaba tantos que alguno tenía que ponérmelo más arriba de los codos: representaban los hombres que había matado y las riquezas que había atesorado. Mis botas eran de cuero grueso, recubiertas de planchas de hierro para esquivar los mandobles que podía recibir por debajo del escudo. Rodeado de un aro también de hierro, en el escudo lucía pintada la cabeza de un lobo, mi divisa; al lado izquierdo de la cintura, colgaba
Hálito-de-Serpiente
y, a la derecha,
Aguijón-de-avispa
. De tal guisa, avancé hacia la puerta, con el sol naciente a las espaldas, que proyectaba mi larga sombra en aquella calle llena de inmundicias.

Era un señor de la guerra en todo mi esplendor y me disponía a matar, aunque ninguno de los que estaban en la puerta se lo imaginasen.

Nos vieron llegar pero pensaron que éramos daneses. La mayoría de los hombres estaba en lo alto de la muralla pero en la puerta abierta de par en par se habían quedado cinco soldados que observaban cómo las tropas de Sigefrid se abalanzaban por la empinada cuesta que llevaba hasta el Fleot. La posición sajona no se encontraba lejos de allí; confiaba en que Æthelred no hubiese dado media vuelta.

—Steapa —grité, lo bastante lejos de la puerta para que nadie me oyera hablar en inglés—, reunid a vuestros hombres y acabad con esas piltrafas que están bajo el arco.

—¿Queréis que cierre la puerta? —me preguntó, al tiempo que forzaba una sonrisa en su rostro cadavérico.

—Mejor dejadla abierta —quería que Sigefrid volviese sobre sus pasos para evitar que los salvajes que lo acompañaban hicieran de las suyas entre los hombres del
fyrd
de Æthelred; además, si permanecía abierta, estaría más dispuesto a atacarnos.

La puerta se alzaba entre dos macizos baluartes de piedra, ambos con escalera propia, y me acordé de una vez en que, de niño, el padre Beocca me había descrito cómo era el cielo cristiano. Según decía, allí se llegaba por una escalera de cristal y, casi extasiado, me contó que una infinidad de escalones transparentes subía hasta un trono de oro, colgado allá en lo alto, en el que estaba sentado su dios. Unos ángeles, más resplandecientes que el sol, rodeaban el trono, mientras que los santos, que era el nombre con el que se refería a los cristianos que habían muerto, se congregaban en torno a aquella escalera, sin dejar de cantar. Me pareció tan tedioso entonces como ahora.

—En la vida futura, todos seremos dioses —le dije a Pyrlig, que se me quedó mirando pensativo, preguntándose cómo se me habría ocurrido semejante barbaridad.

—Todos estaremos con Dios —me corrigió.

—En vuestro cielo quizá, pero no así en el mío —repuse.

—Sólo hay un cielo, lord Uhtred.

—En ese caso, que sea el mío —le contesté; en ese momento supe que mi verdad era la verdad, y que Pyrlig, Alfredo y todos los cristianos andaban errados, descarriados. No nos encaminábamos hacia la luz, nos apartábamos de ella y nos sumergíamos en el caos. Íbamos hacia la muerte, al encuentro de un cielo de muerte y, a medida que nos acercábamos al enemigo, empecé a gritar—: ¡Un cielo para hombres! ¡Un cielo para guerreros! ¡Un cielo en el que resplandezcan las espadas! ¡Un cielo para los valientes! ¡Un cielo de ferocidad! ¡Un cielo de dioses muertos! ¡Un cielo de muerte!

Todos, amigos y enemigos, se me quedaron mirando; me observaron y pensaron que me había vuelto loco, y quizá subí enloquecido por la escalera de la derecha bajo la mirada escrutadora del hombre de las muletas. Le di una patada a una de las andas y cayó de bruces. La muleta se fue rodando escaleras abajo y uno de mis hombres la mandó al suelo de un puntapié.

—¡Un cielo de muerte! —grité, mientras los hombres de las murallas no me quitaban los ojos de encima, confiados en que era amigo, porque gritaba en danés aquel insólito grito de guerra.

Sonreí, oculto tras las baberas, y desenvainé a
Hálito-de-Serpiente
. A mis pies, sin que yo pudiera verlos, Steapa y sus hombres habían comenzado la carnicería.

No hacía ni diez minutos que había estado soñando despierto, pero ahora se había apoderado de mí la locura. Debería haber esperado a que mis hombres subiesen por la escala y haber formado un muro de escudos, pero algo me impulsó a seguir adelante. Aún seguía vociferando, pero era mi propio nombre lo que gritaba, mientras
Hálito-de-Serpiente
musitaba su balada de venganza, y yo era un señor de la guerra.

El delirio de la pelea, el éxtasis, no consiste sólo en derrotar al enemigo, sino en sentirse como un dios. Una vez que estaba tratando de explicárselo a Gisela, ella me acarició el rostro con sus largos dedos y me preguntó, con una sonrisa:

—¿Mejor que esto?

—Igual de bueno —repuse.

Pero no es así. En una pelea, el hombre se lo juega todo para mantener una reputación. En la cama, no arriesga nada. La satisfacción es parecida, pero el disfrute de una mujer es algo pasajero, mientras que la aureola de la fama perdura para siempre. Los hombres y las mujeres mueren, todos morimos, pero la reputación de un hombre le sobrevive. Por eso no dejaba de gritar mi nombre, mientras
Hálito-de-Serpiente
se cobraba su primera víctima. Era un hombre alto, con el yelmo bajado y una espada de larga hoja que, sin pararse a pensarlo, se me vino encima, del mismo modo que yo detuve la estocada con mi escudo y le clavé a
Hálito-de-Serpiente
en la garganta. Había otro hombre a mi derecha; cargué sobre él con el hombro, lo tiré al suelo y le herí en la entrepierna, mientras con el escudo paraba un mandoble que se cernía sobre mí por la izquierda. Pasé por encima del hombre al que había herido en la ingle, y comprobé que las almenas de la muralla quedaban a mi derecha, que era lo que iba buscando, y mis enemigos delante. Me abalancé sobre ellos, sin dejar de gritar:

—¡Uhtred, Uhtred de Bebbanburg!

Estaba retando a la muerte. Aquel ataque en solitario bastó para que también tuviera al enemigo a mis espaldas, pero, en aquel momento, era inmortal. El tiempo pareció detenerse: mis rivales se movían a paso de tortuga, mientras que yo los fulminaba como el rayo de mi capa. Seguía gritando cuando le clavé
Hálito-de-Serpiente
a un hombre en un ojo con todas mis fuerzas hasta que el hueso de la cuenca le impidió hundirse más, para blandirla a continuación por mi izquierda y dejarla caer sobre una espada que se me venía a la cara; al tiempo que alzaba el escudo para frenar un hachazo; dejé caer el brazo con el que sujetaba a
Hálito-de-Serpiente
y la empuñé con toda mi alma hasta traspasar el jubón de cuero del hombre cuya estocada había esquivado. Hice un giro de muñeca para que no se quedase adherida en su barriga mientras le arrancaba la sangre y las tripas, me eché a la izquierda y la dejé caer sobre el tachón de hierro del escudo del hombre que blandía el hacha.

Se echó hacia atrás, tambaleándose.
Hálito-de-Serpiente
salió del vientre del hombre y voló al encuentro de otra espada. Sin dejar de dar gritos, me dejé arrastrar por ella, y descubrí el terror con que me miraba mi rival. El horror de un contrario aviva la crueldad.

—¡Uhtred! —grité, y me quedé mirándolo; vio que la muerte se le venía encima, y trató de escabullirse, pero a sus espaldas aparecieron otros hombres que le cortaron la retirada. Sonreí mientras le descerrajaba la cara con
Hálito-de-Serpiente
y su sangre teñía el amanecer. Al retirar la espada, le rebané el cuello, y me enfrenté con los dos que venían detrás; esquivé a uno con la espada, y al otro, con el escudo.

Aquellos dos hombres sabían lo que se hacían. Me empujaron con los escudos; su único objetivo era arrinconarme contra la muralla con sus escudos para que no pudieran echar mano de
Hálito-de-Serpiente
. Una vez acorralado, ordenarían a otros hombres que me acribillasen con sus espadas hasta que perdiera bastante sangre como para no tenerme en pie. Aquellos dos hombres querían verme muerto y estaban dispuestos a alcanzar su meta.

Pero yo reía, reía sin parar, porque sabía lo que trataban de hacer y parecían moverse con lentitud, de forma que les devolví el golpe con mi propio escudo, y se confiaron en que me tenían en sus manos; nadie se podía imaginar que me libraría de ellos. Se protegieron con sus escudos y continuaron acosándome; retrocedí, aferrado al mío para que siguieran adelante, aunque notaba que me fallaban las fuerzas. A medida que avanzaban, mantenían los escudos ligeramente bajos.
Hálito-de-Serpiente
refulgió como la lengua de una víbora y hundió su punta ensangrentada en la frente del hombre que estaba a mi izquierda. Sentí cómo le abría la cabeza, contemplé sus ojos vidriosos, escuché el estruendo de su escudo al caer, lo retiré a la derecha y el otro hombre se apartó. Me golpeó con el escudo para hacerme perder el equilibrio y, en ese momento, escuché un fuerte grito a mi izquierda:

—¡Por Cristo Jesús y Alfredo! —era el padre Pyrlig; tras él, en el torreón, sólo se veía a los nuestros—. ¡Estúpido pagano! —me increpó Pyrlig.

No pude por menos de reír. Pyrlig hirió a mi rival en el brazo con su espada y
Hálito-de-Serpiente
se encargó de su escudo. Recuerdo cómo me miraba en aquel instante. Llevaba un casco excelente, con alas de cuervo a ambos lados de la cabeza. Era un hombre de barba rubicunda y ojos azules, unos ojos que revelaban que se daba cuenta de que su muerte era inminente, mientras trataba de blandir la espada con el brazo herido.

—No sueltes la espada —le dije, y él asintió.

Fue Pyrlig quien acabó con él. Yo no llegué a verlo. Ya lo había dejado atrás para hacer frente a los enemigos que aún quedaban; a mi lado, Clapa blandía una enorme hacha con tal violencia que era tan peligrosa para nosotros como para nuestros contrarios, pero ninguno de ellos se atrevió a hacernos frente. Echaron a correr por las murallas. La puerta ya era nuestra.

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