Read La casa de la seda Online
Authors: Anthony Horowitz
—¿Cuánto tiempo más vamos a viajar?
—Lo que haga falta.
—¿Tiene usted un nombre?
—Por supuesto, señor, pero mucho me temo que no puedo decírselo.
—¿Y qué me puede decir del hombre que le emplea?
—Podría estar hablando de ese tema hasta que llegáramos al Polo Norte, señor. Es una persona sorprendente. Pero no creo que le gustara. Así que cuanto menos se diga, mejor.
El viaje me resultó casi insoportable. Mi reloj me dijo que había durado casi dos horas, pero no había nada que me dijera en qué dirección habíamos ido ni cuán lejos, porque se me había ocurrido que también podríamos haber estado yendo en círculos y que nuestro destino estuviera en realidad bastante cerca. Una o dos veces el carruaje cambió de dirección y sentí cómo me deslizaba hasta el extremo opuesto. La mayoría del tiempo, parecía que rodábamos sobre superficie lisa, pero de vez en cuando se oía un traqueteo y me parecía que habíamos pasado por un paso elevado de adoquines. En un momento dado, escuché un tren de vapor pasando por encima de nosotros. Debíamos de estar bajo un puente. Aparte de eso, me sentí engullido por la oscuridad que me rodeaba y finalmente me amodorré, pues lo siguiente que supe fue que nos paramos de repente, y que mi compañero de viaje se inclinaba sobre mí, para abrirme la puerta.
—Entraremos directamente a la casa, doctor Watson —dijo—. Estas son mis instrucciones. Por favor, no se quede merodeando fuera. Hace una noche fría y desagradable. Si no se mete directamente, podría tener como resultado la muerte.
Solo pude echar un vistazo a la grandísima y poco acogedora casa, la parte delantera cubierta de hiedra, el jardín invadido de malas hierbas. Podríamos haber estado en Hampstead o en Hampshire, pues todo estaba rodeado de grandes muros con pesados portones de hierro forjado, que ya se habían cerrado tras nosotros. El edificio me recordó a una abadía con las ventanas festoneadas, gárgolas y una torre alzándose más allá del tejado. Todas las ventanas de la planta de arriba estaban a oscuras, pero había lámparas encendidas en algunas de las habitaciones de abajo. Había una puerta abierta en el porche, pero no había nadie para recibirme, como si un lugar como este pudiera resultar acogedor, aunque fuera en la tarde más soleada del verano. Espoleado por mi acompañante, me di prisa. Cerró la puerta con fuerza tras de mí, y el portazo hizo eco por los sombríos pasillos.
—Por aquí, señor. —Había cogido una lámpara y le seguí por un pasillo, pasando las ventanas de cristal esmerilado, los paneles de roble y cuadros tan oscuros y desgastados que, si no fuera por los marcos, no me habría fijado en ellos. Llegamos a una puerta—. Aquí. Le haré saber que ha llegado. No tardará. No toque nada. No vaya a ninguna parte. ¡Conténgase! —Y después de darme tan extrañas instrucciones, se fue por donde habíamos venido.
Estaba en una biblioteca con un fuego ardiendo en la chimenea de piedra y velas distribuidas por su repisa. Una mesa redonda de madera oscura con varias sillas ocupaba el centro de la habitación y había más velas encendidas allí. Había dos ventanas, las dos con gruesos cortinajes, y una gruesa alfombra en lo que de otra manera hubiera sido un suelo de madera al descubierto. La biblioteca debía de contener varios centenares de libros. Las estanterías llegaban del suelo al techo —que estaba bastante alto—, y había una escalera con ruedas, que se podía trasladar por las estanterías de un lado hasta el otro. Cogí una vela y examiné alguna de las portadas. Quienquiera que poseyera la casa debía de hablar un francés fluido, al igual que alemán e italiano, pues estos tres idiomas predominaban, aparte del inglés. Sus intereses abarcaban la física, la botánica, la filosofía, la geología, la historia y las matemáticas. No había obras de ficción, o por lo menos yo no las vi. De hecho, la selección de libros me recordó bastante a Sherlock Holmes, pues parecía reflejar su gusto bastante acertadamente. Por la arquitectura de la habitación, la forma de la repisa y el techo recargado, pensé que la casa debía de ser de diseño jacobino. Obedeciendo las instrucciones que me habían dado, me senté en una de las sillas y acerqué mis manos al fuego. Agradecía el calor, pues, aun con la manta, el viaje había sido despiadado.
Había una segunda puerta en la habitación, en la pared opuesta a por la que yo había entrado, y se abrió de repente para dar paso a un hombre tan alto y tan delgado que parecía desproporcionado con respecto al marco que le rodeaba, e incluso puede que tuviera que agacharse para pasar. Llevaba pantalones oscuros, babuchas y una chaqueta de traje de terciopelo. Cuando entró, vi que estaba casi calvo, con una frente prominente y ojos hundidos. Se movía lentamente, con los brazos cadavéricos cruzados por delante, agarrándose entre sí como para sujetarle. Me di cuenta de que la biblioteca se conectaba con un laboratorio químico y ahí era donde había estado ocupado mientras yo esperaba. Tras él, vi una gran mesa abarrotada de probetas, retortas, botellas, garrafas y humeantes mecheros Bunsen. El mismo hombre olía bastante a productos químicos y, aunque me preguntaba por la naturaleza de sus experimentos, decidí que era mejor no intentar averiguarlo.
—Doctor Watson —dijo—, debo disculparme por haberle hecho esperar. Había un asunto muy delicado que requería mi atención, pero ya lo he solventado con éxito. ¿Le han ofrecido vino? ¿No? Underwood, aunque es muy eficiente en sus tareas, no puede describirse como el más amable de los hombres. Desgraciadamente, en el campo al cual me dedico, no puedo ser muy quisquilloso. Confío en que cuidara de usted en el largo camino hasta aquí.
—Ni siquiera me dijo su nombre.
—No me sorprende. Tampoco yo le voy a decir el mío. Pero ya es muy tarde y tenemos asuntos que atender. Espero que cene conmigo.
—No tengo por costumbre cenar con hombres que se niegan a presentarse.
—A lo mejor no. Pero le diría que lo considerase: le puede suceder cualquier cosa en esta casa. Decir que está por completo en mis manos puede sonar un poco tonto y hasta melodramático, pero resulta que es la verdad. No sabe dónde está. Nadie le ha visto venir aquí. Si nunca se pudiera marchar de aquí, el resto del mundo no tendría ni idea. Así que sugeriría que, con todas esas opciones ante usted, una agradable cena conmigo bien puede ser la que prefiera. La comida será moderada, pero el vino es bueno. La mesa está puesta en la habitación de al lado. Por favor, venga por aquí.
Me llevó de vuelta al pasillo y a través de un salón que debía de ocupar por lo menos un ala entera de la casa, con una galería de trovadores a un lado y una gran chimenea en el otro. Una mesa de comedor abarcaba la distancia entre las dos, con sitio suficiente para treinta comensales, y era fácil imaginarla en otros tiempos con la familia y los amigos reunidos, la música sonando, el fuego crepitando, y una infinita sucesión de platos siendo llevados dentro y fuera del comedor. Pero esta noche estaba vacío. Una solitaria lámpara con pantalla daba algo de luz a unos fiambres, pan y una botella de vino. Parecía que el dueño de la casa y yo íbamos a cenar a solas, acorralados por las sombras, y me senté en mi lugar sintiéndome angustiado y con poco apetito. El se sentó presidiendo la mesa, con los hombros caídos, encorvado en una silla que no parecía estar diseñada para una figura tan desgarbada como la suya.
—He querido conocerle muchas veces, doctor Watson —empezó mi anfitrión al tiempo que se servía—. Le sorprenderá saber que soy un gran admirador suyo, y que conservo cada una de sus crónicas. —Había llevado con él una copia de la revista Cornhill Magazine y la abrió encima de la mesa—. Acabo de terminar esta: La aventura de la finca de Copper Beeches, y creo que está muy bien resuelta. —A pesar de los extraños eventos de la tarde, no pude evitar sentir una cierta satisfacción, pues me había sentido complacido con la manera en la que se había aclarado la historia—. El destino de la señorita Violet Hunter no me interesaba —continuó— y Jephro Rucastle era claramente un bruto de la peor calaña. Encuentro sorprendente que la chica fuera tan crédula. Pero, como siempre, lo que me atrapó fue su retrato de Sherlock Holmes y sus métodos. Una pena que no consignara por escrito las siete explicaciones para ese crimen que le mencionó. Hubiera sido de lo más instructivo. Pero, incluso así, ha expuesto los entresijos de una mente brillante al público y, por eso, debemos estar agradecidos. ¿Algo de vino?
—Gracias.
Lo sirvió en dos vasos, y continuó:
—Es una pena que Holmes no se limite exclusivamente a este tipo de maldades, o sea, delitos domésticos donde las causas sean insignificantes y las víctimas no sean importantes. Rucastle ni siquiera fue arrestado por su complicidad, aunque creo que fue desfigurado.
—Horriblemente.
—Quizás sea suficiente castigo. Sin embargo, cuando su amigo vuelca su atención en asuntos más serios, en empresas organizadas por gente como yo, ahí es cuando cruza la línea y se convierte en una molestia. Mucho me temo que últimamente ha hecho precisamente eso y que, si continúa, puede ser que los dos nos tengamos que reunir, lo cual, le aseguro, no le concedería del todo la ventaja a él.
El tono de su voz me causó escalofríos.
—No me ha contado quién es —dije—. ¿Me explicará lo que hace?
—Soy matemático, doctor Watson. Y no me estoy echando flores cuando digo que mi trabajo en el teorema de los binomios es estudiado en la mayoría de las universidades europeas: También soy lo que usted llamaría sin duda un criminal, aunque yo prefiero pensar que he hecho del crimen una ciencia. Intento no ensuciarme las manos.
»Dejo eso para los tipos como Underwood. Podría decirse que soy un pensador en abstracto. El crimen en su forma más pura es, después de todo, una abstracción, como la música. Yo dirijo la orquesta. Y otros tocan los instrumentos.
—¿Y qué quiere de mí? ¿Por qué me ha traído aquí?
—¿Aparte del placer de conocerle? Deseo ayudarle. Es más, y me sorprende oírme a mí mismo, deseo ayudar al señor Sherlock Holmes. Es una verdadera pena que no me prestara atención hace dos meses cuando le mandé cierto recuerdo, invitándole a husmear en el asunto que ahora le ha causado tantas desdichas. A lo mejor debería haber sido un poco más directo.
—¿Qué le mandó? —pregunté, pero ya lo sabía.
—Una cinta blanca.
—¡Es usted parte de la Casa de la Seda!
—¡No tengo nada que ver! —Por primera vez, parecía enfadado—. No me decepcione, por favor, con sus estúpidos silogismos. Ahórreselos para sus libros.
—Pero usted sabe lo que es.
—Yo lo sé todo. Me informan de cualquier acto perverso que suceda en este país, sin importar lo grande o lo pequeño que sea. Tengo agentes en cada ciudad, en cada calle. Son mis ojos. Y nunca parpadean. —Esperé a que continuara, pero cuando lo hizo, cambió de enfoque—. Debe hacerme una promesa, doctor Watson. Júreme por todo lo que es sagrado para usted que nunca le relatará este encuentro a Holmes, ni a ninguna otra persona. No debe escribirlo. No debe mencionarlo. Si alguna vez averigua mi nombre, debe fingir que lo oye por primera vez y que no le dice nada.
—¿Cómo sabe que mantendré tal promesa?
—Es usted un hombre de palabra.
—¿Y si me niego?
Suspiró.
—Déjeme decirle que la vida de Holmes corre un gran peligro. Es más, estará muerto en cuarenta y ocho horas a no ser que haga lo que le pido. Solo yo puedo ayudarle, pero con mis condiciones.
—Entonces de acuerdo.
—¿Lo jura?
—Sí.
—¿Por qué?
—Por mi matrimonio.
—No es suficiente.
—Por mi amistad con Holmes.
Asintió.
—Ahora sí nos entendemos.
—¿Entonces qué es la Casa de la Seda? ¿Dónde la encontraré?
—No puedo decírselo. Ojalá pudiera, pero me temo que Holmes debe descubrirlo por sí mismo. ¿Por qué? Bien, en primer lugar, porque sé que es capaz, y me interesará estudiar sus métodos, ver cómo trabaja. Cuanto más le conozco, menos formidable parece. Pero también son mis principios
los que están en juego. Ya le he reconocido que soy un criminal, pero ¿qué significa eso exactamente? Sencillamente, que hay determinadas reglas que rigen la sociedad, pero que a mí me parecen un estorbo y, por tanto, escojo ignorarlas. He conocido a banqueros y abogados perfectamente respetables que dirían lo mismo. Todo es una cuestión de grados. Pero no soy un animal, doctor Watson. No asesino a niños. Me considero un hombre civilizado y hay otras reglas que, a mis ojos, no se pueden romper.
»Así pues, ¿qué hace un hombre como yo cuando se cruza con un grupo de gente cuyo comportamiento, cuya criminalidad, considera que es totalmente inaceptable? Le podría decir quiénes son y dónde los puede encontrar. Se lo podría haber dicho a la policía. Pero me temo que tal acto causaría un daño considerable a mi reputación entre mucha de la gente que empleo, cuyos principios morales no son tan elevados. Hay algo así como un código criminal, y muchos conocidos míos se lo toman muy en serio. De hecho, yo coincido con ellos. ¿Qué derecho tengo yo a juzgar a mis compañeros de crímenes? Ciertamente, no esperaría que ellos me juzgaran a mí.
—Mandó una pista a Holmes.
—Actué por un impulso, lo cual es muy raro en mí, y refleja hasta qué punto estaba molesto. Aun así, era más un punto intermedio, lo menos que podía hacer en esas circunstancias. Si le incitaba a la acción, me podía consolar pensando que había hecho muy poco y que no se me podía culpar. Si, por el contrario, él decidía ignorarlo, no habría pasado nada y yo tendría la conciencia limpia. Dicho eso, no tiene ni idea de lo mal que me sentí cuando pasó esto último..., o no pasó, mejor dicho. Creo sinceramente que el mundo sería un lugar mucho mejor sin la Casa de la Seda. Y todavía tengo la esperanza de que se acabe algún día. Por eso le he invitado aquí esta noche.
—Si no puede darme información, ¿qué me puede dar?
—Le puedo dar esto. —Me deslizó algo a través de la mesa. Lo miré y vi una pequeña llave de metal.
—¿Qué es? —pregunté.
—La llave de su celda.
—¿Qué? —Casi me reí—. ¿Espera que Holmes escape? ¿Ese es su plan maestro? ¿Quiere que le ayude a escapar de Holloway?
—No sé por qué encuentra esa idea tan divertida, doctor Watson. Déjeme asegurarle que no hay alternativa.
—Está el juicio. La verdad saldrá a la luz.
Su cara se ensombreció.
—Todavía no tiene ni idea del tipo de personas contra las que está lidiando, y me empiezo a preguntar si no estaré malgastando mi tiempo. Déjeme que se lo aclare: Sherlock Holmes nunca saldrá vivo del correccional. El juicio se ha programado para el próximo jueves, pero Holmes no estará allí. Sus enemigos no lo permitirán. Planean matarle mientras está encerrado.