La ciudad de oro y de plomo (13 page)

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Authors: John Christopher

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

BOOK: La ciudad de oro y de plomo
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O lo fue hasta que me di cuenta de lo poco que había hecho en comparación con Fritz. Pero al comentarle esto, cuando al día siguiente volvimos a vernos en la zona comunal de mi pirámide, él lo vio de otro modo. Dijo:

—Has tenido mucha suerte con ése. No tenía ni idea de que los Amos hablaran con los esclavos, excepto para dar órdenes. Desde luego el mío no lo hace. Me ha vuelto a pegar esta mañana, pero en silencio: el ruido lo hacía yo. Puede que así averigües más cosas que explorando la Ciudad.

—Si le hiciera preguntas, sin duda sospecharía. Los que tienen Placa no hurgan en las maravillas de los Amos.

—No se trata de que le hagas preguntas como tales. Pero puedes inducirle a darte respuestas. ¿Dices que habla de su vida, aparte de preguntarte sobre la vida en el exterior?

—A veces. Pero no se le entiende. Cuando habla de su trabajo tiene que emplear sus vocablos porque no existen términos humanos para las cosas de las que me habla. Hace unos días me dijo que se sentía desdichado porque durante el
sutelbut
un
tsutsutsu
se hizo
espiuis
y, por lo tanto, no era posible
isdolar
el
suchutu
. Por lo menos yo entendí algo parecido. Ni intentar comprender lo que significaba tenía sentido.

—Si sigues escuchando puede que con el tiempo lo comprendas.

—No sé cómo.

—Sin embargo es posible. Has de perseverar, Will. Anímale a que hable. ¿Usa burbujas de gas?

Eran unas pequeñas esferas elásticas que se adherían a la piel del Amo por debajo de la abertura de la nariz. Cuando el Amo las presionaba con un tentáculo brotaba un vaho marrón rojizo que ascendía lentamente, rodeando su cabeza.

Dije:

—Se toma una al día, a veces dos, cuando está en el estanque de la habitación mirador.

—Creo que les hace el mismo efecto que las bebidas alcohólicas a los hombres. El mío me pega más fuerte después de haber inhalado una burbuja de gas. A lo mejor el tuyo habla más. Llévale otra cuando esté en el estanque.

Dije, dubitativamente:

—Dudo que funcione.

—De todos modos, inténtalo.

Parecía enfermo y agotado. Los verdugones de la espalda le sangraban un poco. Dije:

—Lo intentaré mañana.

Y así lo hice, pero el Amo me ordenó por señas que me alejara. Me preguntó cuántos becerros paría una vaca y después comentó que el
puslu
se había
estrulglupado
. No parecía que yo estuviera haciendo grandes progresos.

CAPÍTULO 8
LA PIRÁMIDE DE LA BELLEZA

Cuando casi había perdido las esperanzas de obtener del Amo alguna información útil, él mismo me solucionó el problema. Su trabajo, fuera el que fuera, lo realizaba en una pirámide baja que distaba una media milla del lugar donde vivía. Yo tenía que llevarle allí en el vehículo y quedarme en la zona comunal con los demás esclavos hasta que estuviera listo para volver. Esto sucedía una vez transcurridos dos períodos (un poco más de cinco horas humanas), y yo empleaba el tiempo, al igual que los demás esclavos, en descansar, y si era posible, dormir. Cuando se vivía en la Ciudad uno se hacía cargo muy pronto de la importancia abrumadora que tenía ahorrar el máximo posible de energía. En esta zona comunal había camas. Eran pocas y no había suficientes para todos, pero era un lujo que distaba mucho de ser universal, y yo lo agradecía.

En esta ocasión yo había tenido la suerte de conseguir una cama y cuando me estaba quedando dormido me tiraron del brazo. Pregunté soñolientamente qué pasaba y me dijeron que se había encendido mi número en el recuadro de llamada, lo que significaba que me necesitaban. Lo primero que pensé fue que se trataba de una treta para quitarme la cama, que el otro esclavo seguramente querría para él, y así se lo dije. Pero él insistió en que era verdad, y por fin me incorporé para mirar y vi que tenía razón.

Cuando cogí la mascarilla y me disponía a ponérmela, dije:

—No sé qué puede querer de mí el Amo. Sólo han pasado tres novenos. Debe de ser un error.

El otro había ocupado mi cama y estaba echado boca abajo. Dijo:

—Puede que sea la Enfermedad.

—¿Qué enfermedad?

—Es algo que a los Amos les ocurre de vez en cuando. Se quedan dos o tres días en casa, o incluso más. Les pasa con más frecuencia a los que como tu Amo tienen un tono marrón en la piel.

Recordé haber pensado aquella mañana que su piel estaba más oscura de lo normal. Cuando me presenté ante él en la habitación exterior e hice la profunda reverencia de respeto acostumbrada, me fijé en que estaba mucho más oscura, que el marrón se notaba más y que los tentáculos, incluso cuando los tenía en reposo, le temblaban un poco. Me dijo que le llevara a casa y obedecí.

Pensé, acordándome de las enfermedades humanas, que tal vez quisiera meterse en cama y caí en la cuenta de que todavía no había cambiado el musgo. Pero no fue eso lo que hizo, sino que se fue al estanque de la habitación-mirador y se sentó dentro, inmóvil y en silencio. Le pregunté si necesitaba algo y no me contestó. De modo que fui al dormitorio y continué con mi trabajo. Nada más terminar, cuando estaba metiendo el musgo usado en una alacena donde se podía destruir, sonó el timbre, llamándome.

Seguía en el estanque. Me dijo:

—Chico, tráeme una burbuja de gas.

Lo hice y me quedé observando cómo se la colocaba entre la boca y la nariz, haciendo presión con un tentáculo. Rezumó el vaho marrón rojizo, casi como si fuera un líquido, y después se elevó. El Amo inhaló profundamente. Luego prosiguió, aspirando de vez en cuando, hasta que la burbuja quedó vacía. La arrojó para que yo la cogiera y pidió otra. Esto no era normal. La utilizó y me envió a por una tercera. No tardó mucho en ponerse a hablar.

Al principio no parecía tener demasiado sentido. Me di cuenta de que estaba hablando de la Enfermedad. Habló de la Maldición de Skloodzi, que al parecer era el nombre de su familia o de su raza, o tal vez fuera el nombre que se daban los Amos a sí mismos. Había mucha perversidad (no sé si se refería a la suya o a la de los Amos en general) pero, aunque él se quejaba, no puede evitar la sensación de que lo hacía con una cierta dosis de satisfacción. La Enfermedad era un castigo a su perversidad y debía, por tanto, soportarla con estoicismo. Tiró la tercera burbuja de gas vacía con el tentáculo central y me mandó a por la cuarta, diciéndome que esta vez me diera más prisa.

Las burbujas de gas estaban en la habitación donde se guardaba la comida. Fui por una, pero cuando volví a la habitación-mirador él estaba fuera del estanque. Dijo, con la voz más distorsionada que de costumbre:

—Te ordené que te dieras más prisa, chico.

Me cogió con dos tentáculos y me levantó en vilo con la misma facilidad con que yo hubiera podido coger a un gatito. No me había vuelto a tocar desde que me vio por primera vez en el Centro de Elección y yo me sentí, más que nada, sorprendido. Pero la sorpresa fue prontamente sustituida por el dolor. El tercer tentáculo surcó el aire y me golpeó en la espalda. Era como si me pegaran con una cuerda fuerte. Intenté librarme de los tentáculos que me atrapaban pero de nada sirvió. Los golpes caían uno tras otro. Ahora parecían dados con una vara flexible más que con una cuerda. Creí que me iba a romper las costillas, quizá hasta la espina dorsal. Fritz me había dicho que gritaba porque se había dado cuenta de que su Amo quería que gritara. Pensé que tal vez yo debiera hacer lo mismo, pero no quise. Apreté los dientes, mordiéndome un pliegue de piel que me llenó la boca de sangre caliente y salada. La paliza continuó. Yo había dejado de contar los golpes; eran demasiados. Hubo un estruendo en mis oídos y perdí la conciencia.

Cuando me recuperé estaba tendido en el suelo. Me moví un poco y volví a sentir dolor: mi cuerpo era una larga magulladura. Intenté levantarme. Me pareció que no tenía ningún hueso roto. Busqué al Amo y lo vi sentado en el estanque, callado e inmóvil.

Me sentía humillado e irritado y me dolía por todas partes. Salí de la habitación cojeando y me alejé hacia mi refugio por el pasillo. Ya dentro, me quité la mascarilla, me sequé el sudor del cuello y de los hombros y me arrastré por la escalerilla hasta mi cama. Al hacerlo, caí en la cuenta de que se me había olvidado hacerle al Amo la reverencia de costumbre cuando salí de la habitación-mirador. Desde luego mis sentimientos no eran reverentes, pero ésa no era la cuestión. Lo esencial era imitar en todo el comportamiento de los que tenían una Placa de verdad. Había sido un desliz y podía resultar peligroso. Mientras así pensaba, sonó el timbre, martilleándome los nervios. Mi Amo me requería de nuevo.

Descendí cansinamente, me puse la mascarilla y salí del refugio. Tenía la cabeza confusa y no sabía qué podía esperarme. La idea predominante era otra paliza y no sabía cómo iba a soportarla: tan sólo andar me dolía. Estaba totalmente desprevenido para lo que sucedió cuando regresé a la habitación-mirador. El Amo ya no estaba en el estanque sino de pie, cerca de la entrada. Un tentáculo se apoderó de mí y me levantó. Pero en lugar del golpe para el que en vano había intentado prepararme, el segundo tentáculo me acarició delicadamente. Parecía una serpiente suave que se retorcía sobre mis costillas magulladas. Ahora yo era un gatito al que se acaricia después del castigo.

El Amo dijo:

—Eres muy raro, chico.

No dije nada. Me tenía torpemente cogido, con la cabeza ligeramente más baja que el cuerpo. El Amo prosiguió:

—No has dado grandes gritos, como hacían los otros. Tú tienes algo distinto. Me di cuenta el primer día, en la Sala de Elección.

Lo que dijo me dejó petrificado. No me había dado cuenta, aunque supongo que debería haberlo hecho, de que la reacción natural de los que tienen Placa cuando les pegan es chillar como niños. Fritz lo había entendido y se comportaba en consecuencia, pero yo me había resistido estúpidamente, por orgullo. Y después no había hecho la inclinación reverencial. Me aterraba la posibilidad de que a continuación el Amo palpara la Placa con la punta del tentáculo, presionando la parte blanda de la mascarilla. Si lo hacía, notaría enseguida la diferencia entre la mía y las Placas auténticas, injertadas en la carne viva. Y entonces…

Pero en lugar de eso me bajó. Con retraso, efectué la inclinación reverencial y, debido al dolor y la rigidez, casi pierdo el equilibrio. El Amo me sujetó y dijo:

—¿Qué es la amistad, chico?

—¿La amistad, Amo?

—En la Ciudad hay un archivo donde se guardan esas cosas que tu gente llama libros. He estudiado algunos, pues me interesa tu raza. Algunos libros son mentiras, pero mentiras que parecen verdad. Una de las cosas de las que hablan es la amistad. Una cercanía entre dos entidades… eso es algo que a los Amos nos es ajeno. Dime, chico… en la vida que llevabas antes de que te escogieran para servir, ¿tuviste algo semejante?

¿Un amigo?

Dudé y dije:

—Sí, Amo.

—Háblame de él.

Le hablé de mi primo Jack, que fue mi mejor amigo hasta que se lo llevaron para insertarle la Placa. Cambié los detalles, hablando de la vida que supuestamente llevaba en el montañoso Tirol, pero describí las cosas que habíamos hecho juntos, y también la guarida que habíamos construido en las afueras del pueblo. El Amo escuchaba con aparente atención. Al final dijo:

—Entre ese otro humano y tú había un vínculo; un vínculo voluntario, no forzado por las circunstancias… de modo que deseabais estar juntos, hablar. ¿Es así?

—Sí, Amo.

—¿Y sucede frecuentemente entre tu gente?

—Sí, Amo. Es una cosa normal.

Se quedó mucho tiempo callado. Al cabo yo me preguntaba si no se habría olvidado de mí, cosa que sucedía a veces, y si no debería pedir permiso para retirarme. Procurando acordarme de la reverencia. Pero, cuando estaba pensando esto, el Amo volvió a hablar.

—Un perro. ¿Eso es un animal pequeño que convive con el hombre?

—Algunos sí, Amo. Otros son salvajes.

—En uno de los libros que vi se decía: «Su único amigo era su perro». ¿Esto puede ser verdad o se trata de una de esas mentiras?

—Puede ser verdad, Amo.

—Sí —dijo—, es lo que pensé —describió con los tentáculos un leve movimiento que yo había llegado a reconocer como un signo de satisfacción. Entonces uno de ellos me rodeó la cintura sin brusquedad.

—Muchacho, —dijo el Amo—, tú vas a ser amigo mío.

Estaba demasiado asombrado para pensar. Vi que me había equivocado. A los ojos del Amo yo no era, después de todo, un gatito. ¡Era su perro!

Cuando vi a Fritz y pude decirle lo que había sucedido, esperaba que lo encontrase divertido, pero no fue así. Dijo, seriamente:

—Eso es algo maravilloso, Will.

—¿Qué tiene de maravilloso?

—Al principio los Amos parecían todos iguales, pero imagino que lo mismo les pasa a ellos con los hombres. En realidad son muy distintos. El mío es raro en un sentido, el tuyo en otro. Pero la rareza del tuyo nos puede servir para averiguar cosas sobre ellos, mientras que el mío, —sonrió forzadamente—, resulta simplemente doloroso.

—Sigo sin atreverme a hacerle preguntas que no formularía alguien que lleva Placa.

—No estoy tan seguro. Deberías haber gritado cuando te azotó, pero si se interesó por ti fue porque no lo hiciste. Te dijo que eras raro antes de decirte que ibas a ser amigo suyo. No están habituados a ver hombres libres, recuérdalo, y jamás se les ocurriría pensar que un humano pudiera ser peligroso. Creo que puedes preguntarle cosas, siempre que sean preguntas de carácter general y no te olvides de hacer la reverencia en el momento oportuno.

—Puede que tengas razón.

—Sería útil encontrar el archivo de los libros. A los hombres que ya tenían la Placa les ordenaron destruir todos los libros que contenían la sabiduría de los antiguos, pero supongo que no habrán destruido los que hay aquí.

—Trataré de averiguarlo.

—Pero ándate con cuidado, —advirtió. Me miró—. Tu labor no es fácil.

Me dio la sensación de que creía que él la hubiera podido desempeñar mucho mejor que yo; y yo me sentía inclinado a pensar lo mismo. En lugar de mi testarudez y de mi orgullo, él poseía una resistencia alerta. Parecía enfermo y le habían vuelto a pegar fuerte aquella mañana. El látigo que empleaba su Amo dejaba huellas que desaparecían a las cuarenta y ocho horas, y las señales que tenía eran recientes. Le habían pegado alguna vez con el tentáculo, como a mí, y decía que, aunque el dolor duraba más, la paliza no era tan mala como con aquella especie de matamoscas. Me resultaba odioso pensar en lo que debía de ser aquello.

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