Read La ciudad de oro y de plomo Online
Authors: John Christopher
Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Infantil y juvenil
Entre los que presenciaron nuestra partida del Túnel no estuvo Henry. Era comprensible: en su lugar, yo no habría querido estar allí. Sentía impulsos hostiles hacia Fritz, que ocupaba su puesto, pero recordé lo que dijo Julius sobre la necesidad de refrenar mi precipitación. También me acordé de que me había sentido ofendido porque, durante el viaje al sur, me pareció que Larguirucho y Henry mantenían entre sí una amistad más estrecha que conmigo, permitiendo que aquello influyera en mí durante nuestra estancia en el Château de la Tour Rouge.
Tomé la determinación de no permitir que ahora sucediera nada parecido, y teniendo esto bien presente, me esforcé de modo muy especial por superar mi animosidad y ser amable con él. Pero él no hizo mucho caso de mis intentos; continuó siendo taciturno e introvertido. Yo, a mi vez, empezaba a sentirme resentido; con mayor motivo, me parecía. Pero logré reprimir mi enfado. Sirvió de mucho que Larguirucho estuviera con nosotros. Éramos casi los únicos que hablábamos, cuando las circunstancias no hacían arriesgado el hablar. Nuestro guía, Primo, un hombre moreno y corpulento, de aspecto torpe pero en realidad muy seguro, apenas hablaba salvo para hacer advertencias o dar instrucciones.
Habíamos calculado una semana, pero cubrimos la distancia en cuatro días. Avanzamos por terreno montañoso, bordeando las ruinas de una de las grandes ciudades, situadas junto a una curva del río por el que viajaríamos. El sol del amanecer centelleaba a lo largo de la corriente que, procedente del este, efectuaba aquí un giro, fluyendo en dirección norte. El tramo superior estaba desierto, al igual que el trecho que discurría entre los lúgubres montículos que antaño fueran altos edificios, pero al otro lado había tráfico: dos barcazas enfilaban río abajo y puede que hubiera una media docena amarrada a la orilla, en los muelles de una pequeña población.
Primo señaló hacia las barcazas.
—El «Erlkönig» debe ser una de ésas. ¿Sabréis llegar allá abajo solos?
Le aseguramos que sí.
—Entonces me vuelvo, —asintió brevemente—. Que tengáis buena suerte.
El «Erlkönig» era una de las embarcaciones más pequeñas; tendría unos cincuenta pies de longitud. No tenía nada de especial; no era más que una estructura baja y alargada que se alzaba unos cuantos pies sobre la superficie del agua, con una timonera parcialmente cubierta a popa, que le brindaba al timonel cierta protección frente a los elementos. La tripulación constaba de dos hombres, ambos con Placas falsas. El mayor de ellos se llamaba Ulf y era un hombre achaparrado y grueso, de modales bruscos, que rondaba los cuarenta años de edad y que tenía la costumbre de subrayar sus palabras despidiendo saliva. No me gustó; mucho menos aún cuando hizo un comentario despectivo sobre mi complexión liviana. Su compañero, Moritz, sería unos diez años más joven y, pensé, unas diez veces más agradable. Era rubio, de rostro fino, con la sonrisa pronta y cálida. Pero no cabía dudar quién era el jefe: Moritz se sometía a Ulf automáticamente. Y fue Ulf, lanzando saliva y gruñendo a intervalos regulares, el que nos dio las instrucciones para el viaje.
—Ésta es una barca de dos tripulantes, —nos dijo—. Un chico de más, vale; así empiezan los aprendices. Pero más gente llamaría la atención, y eso sí que no. Así que os turnaréis para trabajar en cubierta. Y cuando digo trabajar lo digo en serio. Los otros dos se tumbarán bajo cubierta y no saldrán aunque nos estemos hundiendo.
Ya os han dicho que la disciplina es necesaria, supongo, así que no tengo que repetirlo. Todo cuanto quiero decir es esto: despacharé al que dé problemas, sea por lo que sea. Sé en qué consiste vuestra misión y espero que deis la talla. Pero si no sois capaces de portaros sensatamente y obedecer órdenes durante este viaje, seguramente no haréis nada bueno más adelante. De modo que no me lo pensaré dos veces y me desharé del que se desmande. Y como no quiero que aparezca flotando en ningún puerto y que la gente se empiece a hacer preguntas, tengo una pesa de hierro para atársela a las piernas antes de deshacerme de él.
Se aclaró la garganta, escupió y gruñó. Pensé que la última observación seguramente iría en broma. Pero no estaba muy seguro. Parecía muy capaz de cumplir la amenaza.
Prosiguió:
—Habéis llegado con antelación, lo que es mejor que llegar con retraso. Todavía quedan mercancías por cargar y en todo caso se sabe que no debemos zarpar hasta dentro de tres días. Podemos adelantarlo un día, pero no más. Así que la primera pareja que se quede abajo tiene que pasarse dos días sin ver el cielo. ¿Queréis echarlo a suertes?
Le lancé una ojeada a Larguirucho. Dos días en cubierta eran preferibles con mucho a pasarse el tiempo abajo. Pero cabía la posibilidad de estar dos días encerrado con el silencioso Fritz. Larguirucho, que debió pensar lo mismo, dijo:
—Will y yo nos ofrecemos voluntarios para quedarnos abajo.
Ulf me miró y asintió. Dijo:
—Como queráis. Diles dónde pueden echarse, Moritz.
Hubo un problema que tuvo absorto a Larguirucho cuando bajamos por la loma hasta la orilla del río: cómo se desplazaban las barcazas. No tenían velas y, en todo caso, en un río la utilidad de las mismas habría sido limitada. Por supuesto, las embarcaciones bajaban con bastante facilidad gracias a la corriente; ¿pero cómo subían hasta aquí en contra de ella? Al acercarnos vimos que las barcazas iban provistas con ruedas de álabes en los costados, y Larguirucho se mostró excitado ante la posibilidad de que las moviera una máquina que hubiera sobrevivido desde la época de los antiguos.
La verdad resultó decepcionante. Dentro de cada rueda había una rueda de molino y en los viajes río arriba tiraban de la rueda de molino unos burros. Entrenados desde pequeños para tal labor, tiraban firmemente hacia delante y sus esfuerzos hacían avanzar la barcaza por el agua. Parecía una vida dura y monótona, y a mí me daban pena, pero Moritz, a quien estaba claro que le gustaban los animales, los cuidaba bien. En los viajes río abajo trabajaban muy poco y los sacaba a pacer en cuanto había ocasión. Ahora estaban en un campo no muy alejado de la orilla y allí estarían hasta que el «Erlkönig» tuviera que ponerse en movimiento. Mientras no subieran a bordo, Larguirucho y yo ocuparíamos sus pequeños establos, donde el olor a burro y a pienso se mezclaba con el de anteriores cargamentos.
Esta vez el cargamento era de relojes y tallas de madera. Los construían las gentes que vivían en el gran bosque, al este del río, y los embarcaban río abajo para venderlos. Debían cargarlos con cuidado por su fragilidad, y unos hombres subieron a bordo para supervisar que así se hiciera. Larguirucho y yo nos escondimos tras los fardos de heno almacenados para los burros y pusimos mucho cuidado en no hacer ruido. Una vez no pude evitar un estornudo, pero afortunadamente estaban hablando y riéndose fuerte y no lo oyeron.
Fue un alivio cuando, pasados los dos días, muy temprano, la barcaza soltó amarras y se puso en movimiento. Los burros tiraban de la rueda de molino (dos a la vez, mientras uno descansaba) y Larguirucho y yo echamos a suertes quién sustituiría a Fritz en cubierta. Gané yo, y al subir me encontré con que hacía un día oscuro y ventoso; el viento soplaba del norte y de vez en cuando arrastraba ráfagas de lluvia. Sin embargo, tras mi confinamiento abajo, el aire me resultaba limpio y fresco y había muchas cosas interesantes que ver en el río y sus alrededores. Al oeste había una gran llanura fértil donde la gente trabajaba los campos. Al este se alzaban los montes, sobre cuyas cimas boscosas se apoyaban nubes negras. Sin embargo, no dispuse de mucho tiempo para admirar el paisaje. Ulf me llamó, me mandó a por un cubo de agua, un cepillo y un puñado de jabón blando y amarillento. La cubierta, observó él y era muy cierto, llevaba algunas semanas sin fregar. Yo podría ser de utilidad, poniéndole remedio.
El «Erlkönig» avanzaba de modo constante, pero no rápido. Por la tarde, antes de que oscureciera, amarramos en una isla alargada donde ya había amarrado otra embarcación. Era uno de los puntos de anclaje que al parecer se repartían a lo largo de las quinientas millas de longitud que tenía el río. Moritz me explicó que se hallaban situados entre sí a una distancia calculada como trayecto mínimo yendo río arriba. Al descender a favor de la corriente se recorrían con facilidad dos paradas en un día, pero para alcanzar una tercera se corría el riesgo de que la oscuridad le sorprendiese a uno antes de llegar. Las barcazas no navegaban de noche.
En el transcurso del viaje iniciado en las Montañas Blancas, yendo en dirección al río a través de los valles, no habíamos visto ni rastro de los Trípodes. Durante el día que pasé en cubierta, vi dos. Estaban lejos, avanzando por el horizonte, al este, a tres o cuatro millas de distancia como mínimo. Pero verlos me hizo sentir un escalofrío de miedo que me costó dominar. Era posible olvidarse de la naturaleza exacta de la misión en la que estábamos embarcados durante períodos bastante largos. Cuando uno lo recordaba, sentía una sacudida nada agradable.
Intenté consolarme pensando que hasta entonces no habíamos tenido dificultades, que todo iba bien. No servía de mucho, pero a la tarde siguiente no tendría ni siquiera aquel consuelo.
El «Erlkönig» se detuvo en la parada que había a mitad de camino. Se hallaba en una pequeña población dedicada al comercio. Moritz nos explicó que Ulf tenía que ocuparse allí de ciertos asuntos. Sólo tardaría una hora, poco más o menos, pero, como llevábamos adelanto sobre el plan, decidió quedarse hasta la mañana siguiente. Sin embargo, la tarde avanzaba y Ulf no daba señales de vida.
Al final expresó sus temores. Al parecer, Ulf bebía mucho a veces. Moritz había pensado que, teniendo en cuenta la importancia de este viaje, al menos por esta vez se contendría; pero si había ido mal el asunto que le ocupaba y como consecuencia de ello se había irritado, tal vez se hubiera metido en una taberna con intención de aplacar el mal humor, y una cosa le habría llevado a otra… Si se excedía mucho, podrían pasar varios días sin que volviera a la barcaza.
Era un pensamiento descorazonador. El sol se hundía por el oeste y Ulf no aparecía. Moritz empezó a hablar de dejarnos en la barca e irse a buscarlo.
El problema era que el «Erlkönig», Ulf y Moritz eran conocidos en esta ciudad. Ya se habían parado un par de hombres para saludar y charlar un rato. Si Moritz se iba, Larguirucho tendría que arreglárselas con ellos (era su día en cubierta) y a Moritz no le hacía gracia. Podía despertar sospechas. Seguramente le harían preguntas sobre su nuevo papel de aprendiz (la gente del río sentía curiosidad por los extraños, pues entre sí se conocían muy bien) y podían hacerle decir algo que reconocieran como falso.
Fue Larguirucho el que sugirió otra posibilidad. Nosotros, los chicos, podíamos ir a buscar a Ulf. Escogiendo momentos en los que nadie estuviera vigilando podríamos escabullirnos por turno y fisgar en las tabernas hasta dar con él; entonces le convenceríamos de que volviera o, por lo menos, le diríamos a Moritz dónde estaba. Si nos preguntaban, podríamos pasar por viajeros venidos de lejos: después de todo, la ciudad era un centro mercantil. No era lo mismo que tener que responder preguntas sobre lo que hacíamos a bordo del «Erlkönig».
Moritz dudaba, pero reconocía que aquello tenía sentido. Se fue dejando convencer poco a poco. Quedaba descartado que fuéramos los tres en busca de Ulf, pero uno sí podía hacerlo: Larguirucho, ya que la idea era suya. De modo que se fue Larguirucho, e inmediatamente yo traté de convencer a Moritz para que me dejara ir también a mí.
Me ayudó el hecho de que mi importunidad corriera pareja a la indiferencia de Fritz. No hizo comentario alguno y quedó claro que se disponía a esperar hasta que las cosas se resolvieran por sí mismas, sin su intervención. De modo que, habiendo permitido marchar a uno, Moritz sólo podía tomar en consideración a otro. Acabé por cansarle: ya sabía yo que sería así; era más tratable que Ulf, mucho más tratable, pero también menos seguro de sí mismo. Insistió en que volviera en el plazo de una hora, encontrara o no encontrara a Ulf, y yo convine en ello. Sentía un hormigueo de emoción ante la perspectiva de explorar una ciudad desconocida, en un país desconocido. Comprobé que nadie vigilaba la barcaza, salté enseguida a tierra y avancé por el muelle.
La ciudad era mayor de lo que pensé cuando la miré desde la cubierta de la barcaza. Enfrente del río había una hilera de almacenes y graneros, muchos de ellos de tres pisos de altura. Los edificios eran en parte de piedra, pero sobre todo de madera; la madera estaba esculpida y pintada con motivos humanos y animales. En aquel tramo había un par de tabernas y yo eché un breve vistazo al interior, aunque supuse que Larguirucho lo habría hecho antes que yo. En una no había nadie, a excepción de dos viajeros que estaban sentados bebiendo grandes jarras de cerveza (yo sabía que se llamaban
steins
) y fumando en pipa. En la otra puede que hubiera una docena de hombres, pero una ojeada fugaz me bastó para saber que entre ellos no estaba Ulf.
Llegué a una calle que formaba ángulo recto con el río y la seguí. Había tiendas y bastante tráfico de caballerías: coches tirados por caballos pequeños y otros vehículos de mayor tamaño además de hombres a caballo. Me pareció que había mucha gente por allí. Cuando llegué al primer cruce lo entendí. La calle perpendicular se hallaba plagada, en ambas direcciones, de puestos donde se vendía comida, ropa y toda clase de mercancías. Era día de mercado en la ciudad.
Resultaba estimulante, tras un largo invierno de estudio y ejercicio en la oscuridad del Túnel o en la desnuda vastedad de la ladera, volver a estar en medio de gente ocupada en sus asuntos cotidianos. Y resultaba especialmente estimulante para mí, que antes de huir a las Montañas Blancas sólo había conocido la tranquilidad de un pueblecito campesino. Unas pocas veces me llevaron a Winchester cuando había mercado y me quedé maravillado. Esta ciudad parecía ser tan grande como Winchester; puede que incluso mayor.
Pasé por delante de los puestos. El primero estaba abarrotado de verduras: zanahorias, patatas pequeñas, gruesos tallos de espárragos blanquiverdes, guisantes, repollos y lombardas enormes. En el de al lado había carne, pero no unos simples filetes como los que traía el carnicero a mi pueblo de Inglaterra; había también trozos para asado, chuletas y rollos decorados con suma delicadeza, con manteca blanca. Me paseaba mirando y aspirando aromas. Había un puesto dedicado exclusivamente a quesos; tenían innumerables colores, formas y tamaños. No sabía que pudiera haber tantos. Y había un puesto de pescado, con pescado seco y ahumado que colgaba de unos ganchos, así como pescado fresco capturado en el río y puesto sobre una losa de piedra, con las escamas aún mojadas. Ahora que empezaba a oscurecer, algunos puestos se disponían a cerrar, pero la mayoría seguían ocupados y la cantidad de gente que se movía por entre ellos y que pasaba por delante seguía siendo numerosa.