Read La conjura de los necios Online

Authors: John Kennedy Toole

Tags: #Humor

La conjura de los necios (14 page)

BOOK: La conjura de los necios
11.23Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads
III

La señora Reilly no podía creer que le hubiera pasado de verdad a ella. No había televisión. No había quejas. El baño estaba vacío. Hasta las cucarachas parecían haberse largado. Estaba sentada a la mesa de la cocina bebiendo un poco de moscatel a sorbitos y barrió de un soplido a la única cucaracha, una cría minúscula, que empezaba a cruzar la mesa. El cuerpecillo desapareció y la señora Reilly dijo: «Hasta luego, querida.» Se sirvió otro dedalito de moscatel, dándose cuenta por vez primera de que la casa incluso olía distinto. El olor era tan sofocante como siempre, pero aquel aroma peculiar y personal de su hijo, que a ella siempre le recordaba el olor de las bolsitas de té usadas, parecía haberse esfumado. Alzó el vaso y se preguntó si en Levy Pants empezaría a oler también así.

De repente, la señora Reilly recordó la horrible noche que el señor Reilly y ella habían ido al Pryntania a ver a Clark Gable y Jean Harlow en Red Dust. En el calor y la confusión que siguieron a su regreso a casa, el buen señor Reilly había ensayado una de sus aproximaciones indirectas, e Ignatius había sido concebido. Pobre señor Reilly. Nunca volvió al cine.

La señora Reilly suspiró y miró al suelo para ver si la cucarachita andaba aún por allí y estaba bien. Se sentía de tan buen humor que no quería hacer daño a nadie. Mientras examinaba el linóleo, sonó el teléfono en el estrecho pasillo. La señora Reilly puso de nuevo el corcho a la botella y la metió en el horno frío.

—Diga —dijo, al teléfono.

—Hola Irene —respondió una voz áspera de mujer—. ¿Qué haces, chica? Soy Santa Battaglia.

—¿Qué tal, querida?

—Estoy molida. Ahora mismo he terminado de abrir cuatro docenas de ostras en el patio de atrás —dijo Santa, con su pétrea voz de barítono—. Es agotador, te lo aseguro. Dándole a ese cuchillo de ostras en los ladrillos.

—Yo ni siquiera lo intentaría —dijo honradamente la señora Reilly.

—A mí no me importa. Cuando era jovencita, siempre le abría las ostras a mi mamá. Ella tenía un puestecito de pescado junto al mercado de Lautenschlaeger. Pobre mamá. Directamente del barco. Apenas hablaba inglés. Y yo, que era una cosita así de pequeña, abriendo ostras. No fui a la escuela. De veras, chica. Tenía que estar allí aporreando ostras en la acera. De vez en cuando, mamá me aporreaba a mí. Siempre había mucho jaleo alrededor de nuestro puesto. Sí.

—Tu mamá era muy nerviosa, ¿verdad?

—Pobrecíta. Allí de pie, con lluvia y con frío, con su vieja papalina puesta, la mitad de las veces sin entender lo que decía la gente. La vida era dura en aquellos tiempos, Irene. Todo estaba más difícil, chica.

—Desde luego, desde luego —convino la señora Reilly—. Nosotros también las pasamos negras en la Calle Dauphine. Papá era muy pobre. Tenía un trabajo en un taller de carros, pero luego llegaron los automóviles y se enganchó una mano en una correa de ventilador. Prácticamente vivíamos a base de alubias y arroz.

—A mí las alubias me dan muchos gases.

—A mí también, hija, a mí también. Oye, Santa, ¿por qué me llamaste, cielo?

—Ah, sí, ya se me olvidaba. ¿Te acuerdas de la otra noche que fuimos a jugar a los bolos?

—¿El martes?

—No, fue el miércoles, creo. Bueno, es igual. La noche que detuvieron a Angelo y no pudo venir.

—Qué horrible, ¿verdad? La policía deteniendo a uno de los suyos.

—Sí. Pobre Angelo. Con lo bueno que es. Cuántos problemas tiene en esa comisaría —Santa tosió ásperamente al teléfono—. En fin, fue la noche que viniste conmigo en tu coche y fuimos solas a la bolera. Pues esta mañana, estaba yo en el mercado de pescado comprando esas ostras y se me acerca un señor ya mayor y me dice: «¿No estaba usted en la bolera la otra noche?» Y le digo: «Sí señor, voy mucho a la bolera». Y él va y me dice: «Bueno, yo estaba allí con mi hija y su marido, y la vi a usted con una señora pelirroja.» Y yo le digo: «¿Se refiere usted a la señora con el pelo teñido de aleña? Es mi amiga la señora Reilly. Estoy enseñándola a jugar a los bolos.» Eso fue todo, Irene. Luego, me saludó con el sombrero y salió del mercado.

—¿Y quién puede ser? —dijo muy intrigada la señora Reilly—. Qué cosa más rara. ¿Y qué aspecto tenía?

—Un hombre agradable, ya mayor. Le he visto por el barrio llevando a misa a unos niños pequeños. Creo que son sus nietos.

—¿No te parece raro? ¿Quién podría preguntar por mí?

—No sé, chica, pero será mejor que te andes con cuidado. Alguien te ha echado el ojo.

—¡Santa, por Dios! Soy demasiado vieja, chica.

—Oye, no, Irene, escucha, tú aún estás de muy buen ver. Ya me he fijado que te miraban varios hombres en la bolera.

—Oh, vamos, vamos, qué cosas tienes.

—Es verdad chica. No te miento. Has estado tanto tiempo encerrada con ese hijo...

—Ignatius dice que le va muy bien en Levy Pants —dijo la señora Reilly a la defensiva—. No quiero enredarme con ningún viejo.

—No es tan viejo —dijo Santa, en tono un poco dolido—. Escucha, Irene, Angelo y yo pasaremos a recogerte esta noche a las siete.

—Ay, no sé, querida. Ignatius anda diciendo que tengo que estar más en casa.

—¿Por qué tienes que quedarte en casa, chica, dime? Angelo dice que tu hijo ya es un hombre.

—Es que dice que tiene miedo cuando le dejo solo en casa de noche. Dice que tiene miedo a los ladrones.

—Pues que venga él también; Angelo puede enseñarle a jugar a los bolos.

—¡Puuff! Ignatius no es aficionado a los deportes —dijo rápidamente la señora Reilly.

—Bueno, pero de todas maneras tú vienes, ¿eh?

—De acuerdo —dijo al fin la señora Reilly—. Creo que el ejercicio me va muy bien para el codo. Le diré a Ignatius que se encierre con llave en su cuarto.

—Pues claro —dijo Santa—. Nadie le va a hacer nada.

—Además, no tenemos nada que puedan robarnos. No sé de dónde saca Ignatius esas ideas que tiene.

—Pasaremos a buscarte sobre las siete.

—Oye, querida, a ver si te enteras, pregunta por el mercado de pescado, a ver si saben quién es ese señor.

IV

El hogar de los Levy se alzaba entre pinos en una pequeña elevación que dominaba las aguas grises de la Bahía de San Luis. El exterior era un ejemplo de elegancia rústica; el interior, una tentativa, coronada por el éxito, de eliminar por completo lo rústico; un claustro con temperatura constante, conectado a un aparato de aire acondicionado que funcionaba todo el año por una red de ventiladores y tuberías que llenaban silenciosamente las habitaciones con brisas del Golfo de México filtradas y reconstruidas, y exhalaba el dióxido de carbono, el humo de cigarrillos y el tedio de los Levy. La maquinaria central de la gran unidad vivificadora palpitaba en un punto indeterminado de las entrañas acústicamente embaldosadas de la casa, como un instructor de la Cruz Roja que marcase el ritmo en una clase de respiración artificial, «inspiración de aire sano, espiración de aire nocivo, inspiración de aire sano».

La casa era tan sensualmente confortable como lo es teóricamente el claustro materno. Todos los asientos se hundían varios centímetros al más leve contacto, la gomaespuma y la pelusa se sometían abyectamente a la menor presión. Los mechones de las alfombras de nylon acrílico cosquilleaban los tobillos de todo el que fuese tan amable como para caminar sobre ellos. Junto al bar, lo que parecía un regulador de radio permitía, con un leve giro, suavizar o intensificar las luces de toda la casa, según el humor de sus habitantes. Localizadas por toda la casa a una distancia cómoda a pie entre ellos, había sillones anatómicos, una mesa de masajes y un tablero de ejercicios cuyas numerosas secciones estimulaban el cuerpo con un movimiento suave e incitante a un tiempo. La Mansión Levy (eso decía el cartel de la carretera de la costa) era un xanadú de los sentidos. Tras sus paredes acolchadas todo era gratificante.

El señor y la señora Levy, que se consideraban mutuamente los únicos objetos no gratificantes de la casa, estaban sentados ante el televisor viendo cómo se fundían los colores en la pantalla.

—La cara de Perry Como está toda verde —dijo la señora Levy en tono muy hostil—. Parece un cadáver. Será mejor que devuelvas este televisor a la tienda.

—Pero si lo traje de Nueva Orleans esta semana —dijo el señor Levy, soplándose los pelos negros del pecho que podía ver a través de la V del albornoz. Acababa de darse un baño de vapor y quería secarse bien. Ni siquiera con aire acondicionado todo el año y con calefacción central podía estar uno seguro.

—Bueno, pues devuélvelo. No estoy dispuesta a quedarme ciega por culpa de un televisor estropeado.

—Cállate ya, por Dios. Se ve perfectamente.

—No se ve bien. Mira, tiene los labios verdes.

—Es del maquillaje que usa esa gente.

—¿Quieres convencerme de que le ponen maquillaje verde en los labios?

—Yo sé lo que hacen.

—Claro que no —dijo la señora Levy, dirigiendo a su marido, que estaba sumergido entre los cojines de un sofá amarillo, de nylon, sus ojos de párpados color agua marina. Veía un poco del albornoz y un zueco de goma al extremo de una pierna velluda.

—No me molestes —dijo él—. Vete a jugar con tu tablero de ejercicios.

—Esta noche no puedo. Me han arreglado el pelo —se acarició los altos rizos plastificados de su pelo platino—. La peluquera me dijo que debería tener también una peluca —añadió.

—¿Para qué quieres una peluca? Tienes mucho pelo.

—Quiero una peluca negra. Así puedo cambiar mi personalidad.

—Escucha, en realidad tú ya tienes el pelo negro, ¿no? ¿Por qué no te dejas el pelo tal como lo tienes y te compras una peluca rubia?

—No se me había ocurrido.

—Bueno, piénsalo un rato y estáte callada. Estoy cansado. Hoy cuando fui a la ciudad, paré en la fábrica. Eso siempre me deprime.

—¿Y qué pasa allí?

—Nada. Absolutamente nada.

—Eso me imaginaba —dijo con un suspiro la señora Levy—. Has tirado por la alcantarilla el negocio de tu padre. Esa es la tragedia de tu vida.

—Dios santo, ¿quién quiere esa fábrica vieja? Nadie compra ya los pantalones que fabricamos. Todo por culpa de mi padre. Cuando llegaron los pliegues en los años treinta, él pasó a hacer pantalones lisos. Era el Henry Ford de la industria de la confección. Luego, cuando volvieron los frentes lisos en los años cincuenta, él empezó a hacer pantalones con pliegues. Tendrías que ver lo que González llama «la nueva línea de verano». Son como esos pantalones que llevan los payasos en los circos. Y qué género. Yo no lo usaría ni para bayetas.

—Cuando nos casamos, te adoraba, Gus. Creía que tenías empuje. Podrías haber convertido Levy Pants en una gran empresa... Podrías haber tenido una oficina en Nueva York, incluso. Lo tenías todo en tus manos y lo desperdiciaste todo.

—Deja ya de decir tonterías, ¿quieres? No tienes motivos para quejarte.

—Tu padre tenía carácter. Yo le respetaba.

—Mi padre era un miserable y un mezquino, un pequeño tirano. De joven, sentí cierto interés por la empresa. Mucho interés, en realidad. Pues bien, él lo destruyó todo con su tiranía. Para mí, Levy Pants es su empresa. Que se hunda. El se dedicó a ahogar todas las buenas ideas que se me ocurrieron para esa empresa, sólo para demostrar que él era el padre y yo el hijo. Si yo decía «pliegues», él decía «¡Nada de pliegues! ¡Eso nunca!». Si yo decía «Vamos a probar los nuevos géneros sintéticos», él decía «Tendrías que pasar antes por encima de mi cadáver».

—Empezó vendiendo pantalones en un carro. Y fíjate lo que logró construir. Podrías haber convertido Levy Pants en una empresa de nivel nacional.

—El país ha tenido suerte, créeme. Gasté mi niñez en esos pantalones. Pero, en fin, ya estoy harto de tu charla. Se acabó.

—Bueno. Tranquilidad. Mira, los labios de Como están volviéndose de color rosa.

—Nunca has sido una imagen paterna para Susan y Sandra.

—La última vez que Sandra estuvo en casa, abrió el bolso para sacar cigarrillos y se le cayó al suelo delante de mí un paquete de condones.

—Eso es precisamente lo que pretendo decirte. Nunca has dado a tus hijas una imagen. No es raro que estén tan confusas. Yo lo intenté.

—Escucha, no hablemos de Susan y Sandra. Están en la universidad. Suerte tenemos de no saber lo que pasa allí. Cuando se cansen, se casarán con algún pobre chico y todo irá sobre ruedas.

—¿Y qué clase de abuelo serás tú entonces?

—Yo qué sé. Déjame en paz. Vete con tu tablero de ejercicios, date un baño de remolino. Déjame ver este programa.

—¿Cómo puedes verlo si todas las caras están descoloridas?

—No empecemos otra vez...

—¿Iremos a Miami el mes que viene?

—Quizá. Quizá debiésemos instalarnos allí.

—¿Y renunciar a todo lo que tenemos?

—¿Renunciar a qué? Tu tablero de ejercicios puede trasladarse en un camión de mudanzas.

—Pero la empresa...

—La empresa ya ha dado todo el dinero que tenía que dar. Ahora es el momento de vender.

—Menos mal que tu padre está muerto. Ojalá hubiera vivido para ver esto —la señora Levy lanzó una mirada trágica al zueco de goma—. Ahora, supongo que dedicarás todo tu tiempo a las Series Mundiales, o al Derby o a Daytona. Es una verdadera tragedia, Gus. Una verdadera tragedia.

—No intentes convertir Levy Pants en una gran obra de Arthur Miller.

—Gracias a Dios estoy yo aquí para vigilarte. Gracias a Dios yo me intereso por esa empresa. ¿Qué tal la señorita Trixie? Espero que siga relacionándose y funcionando perfectamente.

—Aún sigue viva, y eso es mucho decir.

—Menos mal que yo me intereso por ella. Tú la habrías arrojado a la nieve hace mucho.

—Esa mujer debería haberse jubilado hace mucho.

—Te dije que la jubilación la mataría. Hay que procurar que se sienta necesaria y útil. Esa mujer es un auténtico ejemplo de rejuvenecimiento psíquico. Quiero que la traigas un día. Me gustaría mucho trabajar con ella.

—¿Traer aquí a ese vejestorio? Estás loca. No quiero tener un recordatorio de Levy Pants roncando en mi casa. Se mearía en tu sofá, además. Puedes jugar con ella a larga distancia.

—Muy propio de ti —suspiró la señora Levy—. Nunca sabré cómo he podido soportar esta crueldad durante tantos años.

—Te he dejado que la tengas en la oficina, donde estoy seguro de que vuelve loco a ese González. Esta mañana cuando fui, los encontré todos en el suelo. No me preguntes lo que estaban haciendo. Podría ser cualquier cosa —el señor Levy silbó entre dientes—. González está en la luna, como siempre. Pero tendrías que ver al otro personaje que está trabajando allí. No sé de dónde le habrán sacado. Es algo increíble, te lo aseguro. No me atrevo a imaginar lo que pueden hacer a lo largo del día en esa oficina esos tres mamarrachos. Es asombroso que no haya pasado ya algo.

BOOK: La conjura de los necios
11.23Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Emblazed by Nikki Narvaez
A Small Matter by M.M. Wilshire
Holidays in Heck by P. J. O'Rourke
Not My Father's Son by Alan Cumming
The Winters in Bloom by Lisa Tucker