—Señorita Trixie, usted cree que está vieja y cansada. Eso es muy malo.
—¿Quién?
—Usted.
—Oh. Lo estoy. Estoy muy cansada.
—¿No ve? —dijo la señora Levy—. Está todo en su cabeza. Lo que tiene usted es psicosis de edad. Aún es una mujer muy atractiva. Debe decirse usted: «Aún soy atractiva. Soy una mujer muy atractiva.»
La señorita Trixie exhaló un sonoro ronquido sobre el pelo lacado de la señora Levy.
—¿Quieres dejarla en paz, por favor, doctor Freud? —dijo furioso el señor Levy, alzando la vista de un Sports Illustrated—. Casi tengo ganas ya de que vuelvan a casa Susan y Sandra para que puedas entretenerte con ellas. ¿Qué fue de tu partida de canasta?
—No me hables, fracasado. ¿Cómo puedo jugar a la canasta cuando hay aquí una psicópata con problemas?
—¿Psicópata? Esta mujer está senil. Tuvimos que parar en unas treinta gasolineras por el camino. Al final me cansé de salir del coche y enseñarle cuál era el aseo de caballeros y cuál el de señoras, así que la dejé elegir a ella. Establecí un sistema. La ley de los promedios. Aposté por ella y el resultado fue, más o menos, de cincuenta a cincuenta.
—No me expliques más —advirtió la señora Levy—. Ni una palabra más. Es demasiado típico. Permitir a esta compulsiva anal hacer el ridículo de ese modo.
—¿No ponen ahora la emisión de Laurence Welk? —preguntó de pronto la señorita Trixie.
—No, querida, tranquilícese.
—Es sábado.
—Todavía no es la hora. No se preocupe. Dígame, ¿qué sueña?
—No me acuerdo en este momento.
—Inténtelo —dijo la señora Levy, tomando como notas en su agenda con un lápiz automático que tenía un diamante falso—. Debe usted intentarlo, señorita Trixie. Tiene alterado el juicio, querida mía. Es usted como una tullida.
—Puede que sea vieja, pero no estoy tullida —dijo furiosa la señorita Trixie.
—Oye, estás poniéndola nerviosa, Florence Nightingale —dijo el señor Levy—. Con tanto que sabes de psicoanálisis, estás destrozando lo poco que queda ya en esa cabeza. Ella lo único que quiere es jubilarse y dormir.
—Tú has destrozado ya tu vida. No hagas lo mismo con la suya. No es un caso de jubilación. Hay que conseguir que se sienta deseada, que se sienta necesaria y querida...
—¡Enciende esa maldita tabla de ejercicios y déjala echar una siesta!
—Creí que estábamos de acuerdo en no meter la tabla en esto.
—Déjala en paz, déjame en paz. Vete a montar en tu bici fija.
—¡Silencio, por favor! —croó la señorita Trixie, frotándose los ojos.
—Tenemos que hablar en un tono agradable delante de ella —cuchicheó la señora Levy—. Las voces estentóreas, las discusiones, sólo harán que se sienta más insegura.
—De acuerdo. Tranquilidad Silencio. Y saca a ese vejestorio de mi sala.
—Bien, hombre, bien. Piensa en ti sólo, como siempre. Si tu padre te pudiera ver hoy —los párpados aguamarina de la señora Levy se alzaron en un gesto de horror—. Un
playboy
apolillado a la caza de emociones.
—¿Emociones?
—Cállense de una vez —avisó la señorita Trixie—. En mala hora me trajeron aquí. Se estaba mucho mejor allí con Gómez. Aquello era mucho más bonito y mucho más tranquilo. Si se trata de una inocentada, no me parece divertida —miró al señor Levy con sus ojos reumáticos—. Usted es el tipo que despidió a mi amiga Gloria. Pobre Gloria. La persona más amable que trabajó en esa oficina.
—¡Oh no! —la señora Levy suspiró; luego, se volvió a su marido—. ¿Así que sólo habías despedido a una persona, eh? ¿Y esa Gloria? Una persona que trata a la señora Trixie como a un ser humano. Una persona que es amiga suya. ¿Tú sabes esto? ¿Te interesa? Oh, no. Para ti, Levy Pants igual podría estar en Marte. Llegas un día allí de la pista de carreras y echas a Gloria de una patada. —¿Gloria? —preguntó el señor Levy— ¡Yo no despedí a ninguna Gloria!
—¡Sí, sí que lo hizo! —gorjeó la señorita Trixie—. Lo vi con mis propios ojos. La pobre Gloria era la bondad misma, recuerdo que me regaló unos calcetines y un bocadillo de mortadela.
—¿Calcetines y un bocadillo de mortadela? —el señor Levy silbó entre dientes—. Dios santo.
—Muy bien —gritó la señora Levy—. Búrlate de esta criatura menospreciada. No me cuentes todo lo que hiciste en Levy Pants. No podría soportarlo. No les explicaré a las chicas lo de Gloria. No comprenderían que pudiese existir un corazón como el tuyo. Son demasiado inocentes.
—Sí, mejor será que no intentes hablarles de Gloria —dijo furioso el señor Levy—. Si sigues con esta estupidez, acabarás en la playa de San Juan con tu madre riéndose y nadando y bailando allí.
—¿Me amenazas acaso?
—¡Cállense ya! —gruñó más alto la señorita Trixie—. Quiero volver a Levy Pants ahora mismo.
—¿Lo ves? —dijo la señora Levy a su marido—. Ya oyes que desea trabajar. Y tú quieres destrozarla jubilándola. Gus, por favor. Busca ayuda. Acabará muy mal si no.
La señorita Trixie buscaba la bolsa de trapos que había llevado allí como equipaje.
—Venga, venga, señorita Trixie —dijo el señor Levy como si estuviera llamando a un gatito—. Vamos a por el coche.
—Gracias a Dios —suspiró la señorita Trixie.
—¡Quítale las manos de encima! —chilló la señora Levy.
—Ni siquiera me he levantado de mi asiento —contestó su marido.
La señora Levy empujó de nuevo al sofá a la señorita Trixie y dijo:
—Vamos, quédese ahí. Necesita usted ayuda.
—No de ustedes —masculló la señorita Trixie—. Déjeme levantarme.
—Déjala levantarse.
—Por favor —la señora Levy alzó en gesto de advertencia una mano rolliza y ensortijada—. No te preocupes por esta criatura menospreciada a quien he tomado bajo mi protección. Tampoco te preocupes por mí. Olvida a tus hijitas. Súbete a tu coche deportivo y vete. Hay una regata esta tarde. Mira, puedes ver las velas desde la ventana panorámica que he hecho instalar con el dinero que tanto trabajo le costó ganar a tu padre.
—Me vengaré de ustedes —masculló la señorita Trixie desde el sofá—. Ya verán, ya.
Intentó levantarse, pero la señora Levy la tenía bien sujeta al nylon amarillo.
Cada día estaba peor del catarro, y cada vez que tosía sentía un vago dolor en los pulmones que persistía instantes después de que la tos le hubiera resecado el pecho y la garganta. El patrullero Mancuso se limpió la boca de saliva e intentó expulsar la flema que tenía en la garganta. Una tarde había tenido una sensación tan profunda de claustrofobia, que había estado a punto de desmayarse en la cabina. Ahora, creía que iba a desmayarse del mareo que le producía el catarro. Apoyó la cabeza en una de las paredes de la cabina un instante y cerró los ojos. En los párpados veía flotar nubes rojas y azules. Tenía que capturar a algún delincuente y salir de aquella sala de espera antes de que la tiritera se hiciera tan grave que tuviera que llevarle y traerle todos los días a la cabina el propio sargento. Siempre había tenido la esperanza de obtener una mención honorífica en el cuerpo, pero ¿qué honor había en morir de neumonía en la sala de espera de una estación de autobuses? Hasta sus parientes se reían. ¿Qué les dirían sus hijos a sus amigos en la escuela?
El patrullero Mancuso contempló las baldosas del suelo. Las veía desenfocadas. Sintió pánico. Las miró más fijamente y vio que aquel desenfoque era debido a la humedad, que formaba una película gris sobre casi toda la superficie de la sala de espera. Miró de nuevo La consolación por la filosofía, abierta en su regazo, y pasó una página lacia y húmeda. El libro estaba deprimiéndole aún más. El tipo que lo había escrito acababa torturado por orden del rey, según decía el prefacio. El tipo que escribía aquello acabaría con algo clavado en la cabeza. Al patrullero Mancuso le daba pena el tipo aquel y se sentía obligado a leer lo que había escrito. Hasta el momento, sólo había logrado avanzar unas veinte páginas, y empezaba a preguntarse si aquel Boecio no sería jugador. Siempre hablaba del destino y de la suerte y de la rueda de la fortuna. En fin, no era precisamente de esos libros que te hacen ver el lado bueno de la vida.
Tras unas cuantas frases, el pensamiento del patrullero Mancuso comenzó a divagar. Miró por la rendija de la puerta de la cabina, que dejaba siempre abierta unos centímetros para poder ver quién utilizaba los urinarios, los lavabos y la caja de las toallitas de papel. Allí, en los lavabos, estaba el mismo tipo que el patrullero Mancuso había estado viendo aparecer todos los días. Observó las elegantes botas que iban y venían del lavabo a la caja de toallitas de papel. El chico se apoyó en el lavabo y empezó a dibujarse en el dorso de las manos con un bolígrafo. Eso podría significar algo, pensó el patrullero Mancuso.
Abrió la cabina y se acercó al muchacho. Tosiendo, logró decir afablemente:
—¿Qué andas escribiéndote en la mano, chico?
George miró el monóculo y la barba que aparecían junto a su codo y dijo:
—Lárgate si no quieres que te pegue una patada en los huevos.
—Llama a la policía —dijo burlón el patrullero Mancuso.
—No —contestó George—. Lárgate. No quiero líos.
—¿Tienes miedo a la policía?
George se preguntó quién sería aquel chiflado. Ya bastaba con el vendedor de salchichas.
—Lárgate de una vez, imbécil. No quiero problemas con la policía.
—¿No quieres problemas con la policía? —preguntó muy satisfecho el patrullero Mancuso.
—No, ni tampoco con un chiflado como tú —dijo George, mirando el ojo acuoso que había tras el monóculo, y la humedad de la boca en la barba.
—Quedas detenido —tosió el patrullero Mancuso.
—¿Qué? Tú estás loco.
—Patrullero Mancuso. Policía secreta —frente a los granos de George relampagueó una placa—. Acompáñame.
—¿Pero por qué demonios me detiene usted? Estoy aquí sin hacer nada —protestó nervioso George—. No he hecho nada. ¿Qué es esto?
—Eres sospechoso.
—¿Sospechoso de qué? —preguntó aterrado George.
—¡Aja! —masculló el patrullero Mancuso—. Tienes mucho miedo, ¿eh?
Y se dispuso a coger a George por el brazo y a esposarle, pero George le arrancó de debajo del brazo La consolación por la filosofía y le pegó con ella en la cabeza. Ignatius había comprado una edición de tirada limitada, grande y elegante, de la traducción inglesa, y todos los quince dólares que valía golpearon al patrullero Mancuso en la cabeza con la fuerza de un diccionario. El patrullero Mancuso se agachó para recoger el monóculo, que se le había caído del ojo. Cuando se incorporó, vio que el muchacho escapaba corriendo por la puerta de la sala de espera con el libro en la mano. Quiso correr detrás, pero le dolía demasiado la cabeza. Volvió a descansar a la cabina sintiéndose aún más deprimido. ¿Qué iba a decirle a la señora Reilly de lo del libro?
George abrió el armario de la sala de espera de la estación de autobuses lo más rápido que pudo y sacó los paquetes envueltos en papel marrón que tenía allí guardados. Sin cerrar la puerta del armarito, salió corriendo por la Calle Canal y enfiló luego hacia el distrito comercial del centro, mirando por encima del hombro para ver si aparecían la barba y el monóculo. Pero no apareció tras él barba alguna.
Había sido mala suerte. Aquel policía se pasaría toda la tarde vigilando la estación de autobuses, buscándole. ¿Y qué haría al día siguiente? La estación de autobuses ya no era un sitio seguro; quedaba ya terminantemente prohibido para él.
—Esa condenada señorita Lee —dijo en voz alta, caminando aún lo más deprisa posible. Si no fuese como es, no habría pasado esto. Podría haber despedido a ese negro, y podría haber seguido recogiendo los paquetes a la hora de siempre, a las dos. Habían estado casi a punto de detenerle. Y todo porque tenía que dejar el paquete en la estación de autobuses, todo porque tenía que andar ahora con él durante dos horas todas las tardes. ¿Dónde podía guardar algo como aquello? Era agotador andar toda la tarde con aquel paquete debajo el brazo. Su madre siempre estaba en casa, así que allí no podía llevarlo.
—Esa zorra desgraciada —murmuró George. Volvió a colocarse los paquetes debajo el brazo y entonces se dio cuenta de que llevaba también el libro que le había quitado al policía. Robarle a un policía. Esa era buena, también. La señorita Lee le había encargado un libro que necesitaba. George miró el título, La consolación por la filosofía. Bueno, la Lee ya tenía su libro.
Santa Battaglia probó una cucharada de la ensalada de patatas, limpió la cuchara con la lengua y la colocó pulcramente sobre una servilleta de papel junto a la ensaladera. Chupando los fragmentos de perejil y de cebolla que le habían quedado entre los dientes, le dijo a la foto de su madre que había en la repisa de la chimenea:
—Les va a encantar. Nadie hace la ensalada de patatas como Santa.
La sala estaba casi dispuesta ya para la fiesta. Sobre la vieja radio había dos botellines de Early Times y una caja de seis botellas de Seven-Up. El fonógrafo que le había pedido prestado a su sobrina, descansaba sobre el gastado linóleo en el centro de la habitación. El cordón se elevaba hasta la araña, donde estaba enchufado. En ambos extremos del sofá rojo de felpa había dos bolsas de patatas fritas de tamaño gigante. Del tarro de aceitunas abierto salía un tenedor. El tarro lo había colocado en una bandejita encima de una cama plegable de ruedas, plegada y cubierta.
Santa cogió la fotografía de la repisa de la chimenea, en la que se veía a una anciana ceñuda, de vestido y medias negros, de pie, en una oscura calleja pavimentada con conchas de ostras.
—Pobre mamá —dijo sentimentalmente Santa, dándole a la foto un beso húmedo y sonoro; la grasa del cristal que cubría la foto indicaba la frecuencia de estos arrebatos afectuosos—. Tú sí que las pasaste negras, madre.
Los ojos sicilianos parecían relumbrar como puras brasas, mirando a Santa desde la foto, que parecía cobrar vida.
—La única foto tuya que tengo, mamá, y estás de pie en una calleja. Hay que ver qué vergüenza.
Santa suspiró lamentando tanta injusticia y dejó la fotografía en la repisa, entre el cuenco de fruta de cera y el ramo de zinias de papel y la imagen de la Virgen María y la figurita del Niño Jesús de Praga. Luego volvió a la cocina a por más cubitos de hielo y a buscar una silla de cocina. Tras volver con la silla y una neverita de campo con cubitos de hielo, colocó sus mejores vasos de mermelada en la repisa, junto a la foto de su madre. La proximidad de la foto la impulsó a cogerla y besarla de nuevo, con lo que el cubo de hielo que tenía en la boca rechinó contra el cristal.